* lo que se va con la corriente

Última entrega de la saga del Gringo y la Lucecita, obra en colaboración con el Sr. Blopas, que también pueden encontrar en su blog “Proyecto Anecdotario”. 

La 1ra parte la encuentran acá:  dos guitarras y un cajón peruano.

La 2da parte la encuentran acá:  tinta fiera.

La 3ra parte la encuentran acá:  la última estación.

La 4ta parte la encuentran acá: los piojosos.

La 5ta parte la encuentran acá: la culpa no es del toro.

La 6ta parte la encuentran acá: bajo el agua.

La 7ma parte la encuentran acá: los eslabones.

La 8va parte la encuentran acá: en las vísperas de san la muerte.

La 9na parte la encuentran acá: melodía del desconcierto.

La 10ma parte la encuentran acá: una casa sin luz.

La 11ava parte la encuentran acá: sangre y harina.

La 12ava parte la encuentran acá: la crecida.

***

El auto pasó la tranquera principal cortando el aire como la sudestada, sin mendigar permiso ni ponerse a pensar en lo que se lleva por delante. La borrasca desmañada, como instrumento del destino, había cubierto con agua las huellas del Rastrojero de Barzola. Carlini lamentó los minutos perdidos en volver al camino de entrada, en las instancias decisivas cualquier retraso puede ser fatídico. La patrulla surcó por el diámetro la pista donde un rato antes habían explotado el jolgorio y el alcohol. Dicen los que saben que después de grandes festejos hay que andar prevenido, porque el equilibrio del mundo se acomoda en un instante, y el revés de la desgracia nunca tarda mucho en llegar. Carlini y Becerra lo sabían, y ya no les importaba el sigilo, ni las luces prendidas del móvil, y ni siquiera se molestaron en escudarse en su rol de pesquisas. El hombre frente al hombre. Era el momento de actuar. La tormenta clamaba con todas sus fuerzas por el final de la historia. Los frenos mojados apenas accionaron en un charco infinito frente a la casa. El chapoteo de Becerra en la marejada amainó al entrar en el living vacío, donde el agua había removido del mueblaje muchos años de olor rancio del capataz. Nadie se lo había enseñado, pero él sabía que ese olor era un pésimo augurio. La ventana se abrió de par en par y un relámpago larguísimo cortó al bies la espesura negra de la pampa. Carlini tropezó con un tronco y se sumergió de jeta en el barrial.

—¡Vamos, Carlini, puta madre, están en el barranco!

El grito del comisario acompañó el tirón salvaje que puso al ayudante otra vez de pie. A campo traviesa salieron disparados en dirección a aquellas siluetas grises que de a ratos se encendían sobre el horizonte. Poco le duraron las piernas al comisario, que a mitad de camino, empapado hasta el tuétano pero detrás de su 9 mm, llevaba en la boca el dulzor de la adrenalina y el amargor del inminente retiro de la fuerza. ¿O acaso se le estaban confundiendo los sabores? Poco más de una centena de metros habrían corrido cuando su ayudante lo sobrepasó. En ese momento el comisario Becerra pudo ver en el rostro de su fiel escudero un gesto, una mueca, o algo parecido que no pudo definir, era como si ese tipo que conocía bien de cerca ya no fuera el mismo joven, torpe e inexperto, sino que ahora llevaba estampada en toda la cara la furia del convencido. A su vez, en ese segundo plagado de epifanías, Carlini supo que en ese sprint fallido su querido comisario estaba dejando más de lo que parecía. Ninguno de ellos, sin embargo, notó a una quinta figura que corría con desmaño rumbo a la cárcava. Una vez más, como un eco de sí misma en el devenir de la humanidad, la noche cobijaba por igual a benditos y sotretas.

—Reconocélo, pedazo de mierda, ¡vos achuraste al Lorenzo!

Con la cara encendida, el Gringo se iba acercando al capataz. La hoja de la faca, brillante como un hueso descarnado al sol, desafiaba las ráfagas en la diestra inapelable del peón. Entre ambos hombres, un escaso metro. A espaldas de Barzola, el río descontrolado. ¡Qué caravana de ideas pasaron por la cabeza del asesino! No desconocía que sus posibilidades eran mínimas, pero ya era tarde para arrepentirse de algo por primera vez en la vida, y mucho más lo era para empezar a creer en Dios. El corazón le hinchaba el costillar por dentro como a las vacas viejas cuando entran al matadero. El Gringo, cegado por la furia, nunca iba a enterarse de que Barzola, desencajado, veía un sinfin de colores algodonosos que giraban a su alrededor cual espectros de varieté, ni que por sus bombachas empapadas había bajado una catarata de meo caliente. No, el Gringo nunca se enteraría, y el pensar en aquella gurisa hermosa que llevaba sangre Barzola en las venas lo encendía como un tizón en la fragua. Tenía enfrente a la única persona que podía impedirles un futuro de felicidad. Un paso más, sólo un paso más.

—¡Paráte, Gringo! —gritó Carlini. Se había parado a una distancia que le aseguraba un disparo certero, aunque no tuviera claro quién sería el destinatario.

Sin embargo, la zurda de Barzola fue más rápida que el rayo. Quizás era el que mejor sabía que no existen las retiradas elegantes, y que a lo irreversible es mejor no dilatarlo, ¿qué más puede pretender un hombre como él, al que nunca nadie le dijo como vivir, que decidir su propio final? Tomó del antebrazo al gringo y jalando con todas sus fuerzas se clavó la faca en las tripas. Al Gringo sólo le quedó revolver hasta que el cuerpo del capataz cayó hacia atrás por la cárcava y se hundió en el agua. Después tiró la faca al pasto y giró hacia Carlini, que con el dedo resbaloso sobre el gatillo y la mirada de piedra le alcanzó las esposas; “hasta acá nomás…y basta” cuentan que le dijo, pero en el campo no hay que confiar en los cuentos de las viejas. El Gringo se esposó solo y se arrodilló manso frente a Carlini justo en el momento en que el comisario, exhausto, llegó acompañado de la Lucecita. Al verla, el Gringo cerró los ojos. Ninguno de los otros supo del frío que le subió por la médula, y el pobre diablo nunca se enteraría que las gotas en la cara de la muchacha eran sólo de agua dulce.

—Felicitaciones, Topito—, cerró con voz amarga el comisario Becerra.

El resto es una historia que quedará para siempre en el campo de Don Miguel, y a la que los años le pondrán distintas variantes y condimentos. O tal vez no.

De leyendas, cuentos y fábulas se nutre la mística de ciudades, pueblos y lugares perdidos en la nada como este, y en la cabeza de cada uno de sus habitantes quedará la responsabilidad de qué hacer con la memoria. A nadie le quitará el sueño no saber qué pasó con el cuerpo nunca hallado de Barzola, tampoco se tratará de adivinar por mucho tiempo la suerte de la Lucecita en la gran ciudad, tal vez haya encontrado lo que tanto anhelaba, tal vez no, pero ya no importa; y por supuesto, las noticias sobre los días negros de encierro del Gringo se volverán cada día más escuetas, casi ínfimas, hasta desaparecer primero de las conversaciones de las viejas, luego de los pensamientos erráticos de los peones, y por último de toda la memoria colectiva de un caserío apartado, con ínfulas de pueblo noble, con gente amable y agradecida, trabajadores, estudiantes, amas de casa, guitarreros, hacendados, malandrines, hombres de ley. Un amasijo de gente común y corriente que de vez en cuando, como todos, tiene que esconder la mugre debajo del felpudo y esperar que amaine la tormenta.

FIN.

***

* todas las madrugadas son banquinas

La radio dice lluvia. Mentira. Siempre mentira. Todo es una nebulosa, la lluvia llega cuando llega. Estática. Los edificios son borrones grises y ondulantes, la gente camina mecánica y ausente. La humedad nos predispone a la sospecha metódica. Pienso en caras brillosas y sofocadas, en rasgos aletargados, en personas que no saben dónde van pero se apuran. Si se larga a llover no voy a querer a nadie. Días como hoy, en los que me levanto de la cama con ganas de llorar sin razón, y en los que la espalda no deja de doler, son los que me arrancaría uno por uno. No solucionaría el dolor ni el llanto, ambas cosas se asimilan con crudeza; sería más bien una venganza por el pensamiento comprimido, la presión que machaca sobre las mismas ideas, el desequilibrio natural del fuera de registro constante. Los odio a medida que los transito y me miento para enfrentarlos. Cada uno de estos días me pongo como objetivo volver a casa y decirme, mientras preparo la cena, que todavía estoy ahí, que todavía aguanto, que nada es un punto fijo y que en determinado momento voy a ser capaz de secuestrarlos, a estos días, meterlos en el baúl , apretados, comprimidos, muertos de miedo y desorientados, llevarlos lejos, a un descampado o a una banquina de madrugada, bajarlos del auto, atarlos, amordazarlos y vendarles los ojos con un repasador, arrodillarlos ahí a un costado con violencia cobarde, y borrarlos para siempre de mi historia con un tiro en la nuca.

* que llegue abril

La lluvia libera a las yeguas durante la noche. Es agobiante, es invasivo. Te asustan los cascos que se escuchan cerca, tan cerca, y sentís el silbido de las crines negras que cortan el aire. Los belfos babean, tu boca sangra. La angustia es sudor que traspasa las sábanas y llega al colchón, lo moja, lo empapa, lo impregna de miedo y lo convierte en una esponja roñosa. La esponja se hincha y comienza a gotear. Las gotas se lanzan desde el colchón contaminado y estallan contra el piso, lo golpean, lo enchastran, luego se juntan, se unen y se esparcen como una mancha inquieta, caen una tras otra y cada vez son más y ahora ya son charco; un puto ejército de gotas de sudor sucio que dejaste caer sin resistirte y que ahora te mira con hambre desde el piso manchado, con mucha hambre, un ejército que crece y crece y va avanzando hasta el borde del zócalo. No vas a llegar a mañana. Te tapás los oídos porque los relinchos son voces turbias que repiten un solo nombre una y otra vez. Ésta es la serenata de los cobardes. La cara se te derrama sobre la almohada y se funde en una pasta aguachenta y amarilla, muy amarilla. Y no sabés nadar, nunca aprendiste. No sabés nadar, no sabés manejar, no sabés andar en bicicleta. Nunca mataste a nadie y nunca pudiste decir la verdad. Que no lleguen las yeguas porque si llegan te morís, que no lleguen porque si llegan no tenés a nadie a quien llamar y sabés que solo no podés contra nada, nunca pudiste. Que no lleguen. Que llegue marzo, que llegue abril, pensás, mientras llorás como un chico apretando los ojos y los puños, pero pensar nunca fue lo tuyo, nunca pudiste nada, ni bueno ni malo, nunca pudiste, por eso el llanto ahora es grito y ahora arcada y te doblás al medio y vomitás con ruido y te cagás encima porque sabés que están llegando. Abrís los ojos para sentirte más hombre pero mirás el piso y ves ese puto ejército que es charco, soldados de plomo, de cartón, unitarios, federales, hititas y sarracenos. Abrís la boca y lanzás, lanzás, lanzás, lanzás, lanzás, hasta que el cuero dice basta loco no hay nada más. Mirás la superficie y te ves vos mismo flotando en pedacitos marrones, grises, semisólidos, amorfos, peludos; ese sos vos, campeón, eso sos vos: materia deforme e inservible expulsada con violencia desde un cuerpo que alguna vez creíste que podía servirte de asilo. Pero no. Siempre no. Belfos, crines, dientes, cascos. El agua sube. Que llegue marzo. La esponja se pudre. Entonces los hongos. Hongos feroces que empiezan a trepar un cuerpo que tiembla y es el tuyo; hongos verdes, blancos, celestes y naranjas. La avanzada, los paracaidistas. Estás solo. Sabés que estás solo. Que llegue abril. ¿Quién te va a acompañar, quién te va a salvar? Estás solo. ¿Quién te quiere, de quién te acordás? Que venga alguien pero que no sea esa sombra que está en la puerta del placard y que te parece tan familiar. Que no sea esa silueta oscura, más oscura que todo lo demás, que se agranda y se achica y que hasta te parece que tiene olor, olor a hembra, olor importado, un olor que habla francés, turco o italiano o todos a la vez, un olor peculiar, un olor de alcurnia, y nada cierra nunca porque inventás, estirás la mano y te engañás pensando que es posible alcanzar la soga que te saque. ¿Quién te mete, quién te saca? No huelas más, no frunzas más la napia porque llueve y están viniendo. Si te viera tu madre ahí tirado, soportando, si te viera… Negarías todo, como siempre, no te harías cargo de que todo esto es tuyo: las yeguas, la esponja, el puto ejército, los hongos y el olor a hembra; cómo vas a reconocer que los pedazos que flotan ahí alrededor en el medio del charco podrido y estancado sos vos mismo fragmentado, reventado por no poder aguantar más, cómo vas a reconocer que todo lo que habías pensado como un sueño dorado es una pincelada de brea que te tiñe y te sofoca todas las putas noches. Cómo.

* bajo el agua

***

Sexta entrega de la saga del Gringo y la Lucecita, obra en colaboración con el Sr. Blopas, que también pueden encontrar en su blog “Proyecto Anecdotario”. 

La 1ra parte la encuentran acá:  dos guitarras y un cajón peruano.

La 2da parte la encuentran acá:  tinta fiera.

La 3ra parte la encuentran acá:  la última estación.

La 4ta parte la encuentran acá: los piojosos.

La 5ta parte la encuentran acá: la culpa no es del toro.

***

Después de la neblina llegó el frío. Y luego el agua. Llueve. El gris de la media tarde amenaza con  eternizar el hastío. Desde la reposera de mimbre en la galería, con la vista hundida en el aguacero y los dedos tamborileando sobre el talero de cuero crudo, Barzola deja que su mente abandone el campo con el recuerdo de los peones malogrados. La cortina de agua es pareja, pero no lo suficientemente opaca como para impedirle divisar, a cincuenta metros, la gamela que la estancia tiene destinada a la peonada. Barzola no ha movido la vista en minutos, y su cara muestra el gesto de aquel que pelea contra una idea hasta encontrarle la claridad necesaria. En los últimos días hubo demasiado movimiento, y el avispero parece estar a punto de explotar. Aguza el oído con la esperanza de que el rebote de las gotas en los charcos recién formados le traiga montada en el viento alguna palabra de las que se pronuncian entre sus comandados.

Allá, a esos cincuenta metros que separan el rigor de la obediencia, los piojosos de Barzola se entretienen escuchando los gotones que golpean contra la chapa del tinglado. Algunos continúan con el mate desde la mañana, otros, curtidos, ya tempranean la caña, y dos o tres contemplan el aguacero apoyados en el marco de la puerta de la gamela. En las caras aflora la intriga por la ausencia inesperada del Gringo, que después de la visita de las oficiales desapareció sin avisar. Pero nadie se anima a decir nada. Prefieren contarse por enésima vez las mismas historias de aparecidos, gualichos, luces malas y basiliscos que han venido contando cada tarde de lluvia desde hace años. A falta de algo mejor para hacer, todos aceptan volver a escucharlas.

–      Llueve con globito. – dijo el tape Ensina mientras negaba con la cabeza. –  Esto no termina acá… –

–      Y sí. – confirmó el uña ‘i gato salivando entre dientes para afuera. – Cómo la vino a cagar el Juancito, ¿eh? –

–      Y sí. El tiempo está rareando, hay que cuidarse, Germán…- Ensina había cargado la frase con un tono a la vez cómplice e intrigante. Sin llegar a comprenderlo del todo, el uña ‘ì gato le devolvió una mirada oblicua. – Con esa niebla, ninguno se hubiera encerrado con los toros. ¿Me entiende, amigo? –

–      Y sí. Pero si el patrón manda…pobre Gauna… –

–      Y sí. Justamente. –

–      Al petiso que vino hoy con el comisario me parece haberlo visto antes, pero no estoy seguro. Estoy pensando pero no me puedo acordar…-

–      No piense tanto, mi amigo, y si piensa no cacarée tan fuerte; nunca se sabe quién anda escuchando por ahí, ¿me entiende? –

Ambos callaron. Sobre el tinglado de chapa, los gotones eran el eco de los pensamientos encendidos de la peonada.

***

Llueve. Becerra y Carlini están sentados uno frente al otro. Los separa el escritorio robusto de la dependencia, que cruje por la humedad. No se miran. Carlini está encorvado hacia adelante, casi metido dentro de su cuaderno, revisando una vez más las anotaciones de la mañana y tratando de ordenar todos los datos para establecer una hipótesis consistente. Becerra relaja las piernas apoyándolas sobre la punta del escritorio, el pie derecho sobre el izquierdo, descansa la columna contra el respaldo de la silla; tiene la cabeza echada hacia atrás y mira las manchas del techo como interpretando un mapa de relaciones. Sonríe, o eso parece. El Topo Carlini es de su extrema confianza, lo sabe un hombre de ley, lo sabe íntegro y determinado, con una experiencia enorme en despejar todo tipo de entuertos rurales. De golpe, Becerra se endereza y deja caer la mano de plano contra el escritorio, llamando la atención del ayudante y presto a intercambiar impresiones.

–      Bueno, Topito, ya hemos visto a la yunta de bueyes y pisamos la tierra arada ¿Y ahora?-

La pregunta estiró el silencio de Carlini por un par de minutos.

–      Tenemos dos cadáveres en tres días. Supongamos que lo de Gauna haya sido realmente un accidente, cosa dudosa; nos queda el asesinato de Lorenzo. Los dos occisos nos llevan a Barzola y el Gringo, pero al parecer se cubren mutuamente.

–      Ajá… –

–      Si las dos muertes están relacionadas, aún no veo el móvil. Tal vez los peones se habían puesto molestos. Con echarlos alcanzaba, pero no. Y ahí tampoco entiendo la conducta del Gringo.

–      Ajá… Siga, siga, topito, escarbe… –

–      Algo no cuadra, ¿se da cuenta? ¿Cómo puede ser que en la estancia siga todo un curso normal estando la cosa tan caliente? El Lorenzo todavía está tibio. Y tampoco entiendo por qué no los retuvimos unos días acá en la dependencia. En cualquier momento se mandan todos a mudar y los que vamos a ir presos seremos usted y yo. –

–      Ajá… Tranquilo, Carlini, nadie se va a escapar, créame. Nunca olvide que siempre voy un paso delante suyo. Hay algo que no está en su libretita…-

–      Caramba, ¿qué? –

–      Quién, es la pregunta. Alguien más fuerte que un par de bueyes. – Por unos instantes, el desafío sumergió a Carlini en densos razonamientos, hasta que un nombre apareció como por arte de magia en sus labios.

–      ¡La Lucecita! Pero, Comisario, no va a esperar que ella delate a su propio padre…-

–      ¿Quiere que le cuente una historia interesante? –

–      Se me hace que usted sabe cosas que yo no, Becerra. –

–      Ajá… Una historia que sucedió la noche siguiente al asesinato de Lorenzo, cuando seguí al Gringo y la Lucecita hasta los fondos de la estación. –

Carlini, sorprendido, abre los ojos y las orejas. Bajo el agua, la investigación toma un nuevo rumbo.

* seis del cinco

El 6 de mayo de 1989 se desató la tragedia invisible. Como el polvo que se barre bajo la alfombra para hacerlo desaparecer, esperando que un descuidado paso en falso lo libere para volver a ensuciar nuestros relucientes pisos, así permanecieron ocultos en mi memoria los acontecimientos de ese día destemplado. Ese día Beatriz Balmaceda cumplía catorce años. Era una flor perfecta, grácil, sensible y exótica, pero también inexpugnable y peligrosa. Y yo la sufrí. Desde siempre había tenido un encanto particular e irresistible y, sin ser demasiado bonita, cautivaba con su presencia a todo el que la conociera. Alumna perfecta y simpática, hija modelo y excelente vecina y compañera, era objeto de mi veneración y ocupaba todos mis sueños y pensamientos. Yo adoraba religiosamente a Beatriz Balmaceda y no me importaba que se aprovechara sadicamente de la confesión que le había entregado un año antes. Y aunque mi Beatriz estaba poseída interiormente por un demonio tan grande como el amor que yo le profesaba, eso tampoco me molestaba en absoluto.

Todas las noches me escapaba de mi casa después de la cena, corría las tres cuadras que me separaban de su ventana y me quedaba allí esperando durante horas que se encendiera la luz de su habitación. El acuerdo perverso que Beatriz me había planteado, y que yo acepté sin cuestionar, estipulaba que durante el día no podía acercarme, ni hablarle, ni mirarla siquiera. Ningún día y bajo ninguna circunstancia. Debía hacer de cuenta que no existía. A cambio de mi sacrificio, si es que era capaz de cumplirlo sin desviarme por la tentación, por las noches ella abría las cortinas de su habitación para que yo pudiera contemplarla mientras se desvestía antes de ir a la cama. Yo me conformaba, o tenía que conformarme, con el único momento en que ella se me entregaba. Era un momento sublime en el que aquella criatura angelical dejaba salir su lado más oscuro y tenebroso en busca del equilibrio perdido entre tanta perfección, y sabiéndome oculto en la oscuridad, se paseaba desnuda frente a la ventana. Grabadas a fuego en mis retinas sus curvas precoces me atormentan de vez en cuando, apenas cubiertas por su pelo castaño y enrulado, apenas opacadas por la imponente voluptuosidad del cuerpo de Alejandra, su hermana mayor, que ajena al pacto prohibido se transformó también en parte de las fantasías masturbatorias del adolescente fisgón que se escondía entre las ligustrinas del patio delantero de la familia Balmaceda.

Esa noche, la del 5 al 6 de mayo, una llovizna fina y persistente fue envolviéndolo todo sin que nadie se diera cuenta y el tiempo se detuvo en una única imagen borrosa, la ventana de la habitación de Beatriz. La lámpara de noche se encendió y adiviné a contraluz la silueta inconfundible de Beatriz. Lentamente desabrochó sus pantalones y los dejó caer, luego se desabotonó la camisa dejando surgir sus pechos firmes y cobrizos que yo tantas veces había admirado en nuestro juego clandestino. La lluvia se agravó, el cielo se cerró por completo y las nubes corrieron enloquecidas. Cubierto de oscuridad, vi aparecer la segunda silueta y adiviné por la altura que se trataba de Alejandra. Se quitó la ropa sin dudar y levantó los brazos arqueando la espalda. Yo estaba seguro de que ella era, después de Beatriz, la mujer más excitante que había conocido, pero esta certeza se hizo humo un instante después. La tormenta arreciaba y el viento sacudía los árboles, la ligustrina que me daba refugio me empujaba con fuerza, estaba empapado y a punto de irme, mi ritual estaba cumplido, pero cuando una tercera silueta ya sin ropa se dibujó en el marco de la puerta de la habitación, mi corazón instintivamente comenzó a latir ansioso y sentí que me fundía en el barro del jardín. No había duda, los hombros redondos, las anchas caderas, el pelo recogido, los tobillos finísimos, el cuello espigado, los pechos ovales, los muslos carnosos, los pies diminutos, la boca de rubí, los ojos de fuego; todo, absolutamente todo lo que había en ese cuerpo de delirio le pertenecía a la señora de Balmaceda. Me clavó la vista a través de las gruesas gotas deshaciendo mi escondite, con un gesto seguro e imposible de desobedecer me indicó que me acercara. Un momento después, sin saber cómo, había atravesado la ventana y me encontraba dentro de la habitación mojando la alfombra con la lluvia que me chorreaba por todo el cuerpo.

¿Cómo iba yo a saber que esa noche iba a ser poseído, lamido, tocado, bebido, acariciado, exprimido, besado, mordido, arañado, atado, vendado, marcado, chupado, golpeado, intoxicado, sobado, amado, querido, extasiado, humillado, alabado, adorado, despreciado, leído, escrito, sentenciado, manipulado, usado y abandonado por las tres Balmaceda? ¿Cómo iba a imaginarme que sus caderas bailarían sobre mí una danza loca robándome la inocencia; que estaría dentro y fuera de cada una de ellas las veces que quisiera y de la manera que quisiera; que ningún rincón de mi cuerpo quedaría sin explorar por bocas, lenguas, manos, dedos; que a nuestro alrededor todo sería gemidos, sudor y descontrol? La cabeza me estallaba de placer y de preguntas, y me entregué sin freno a la salvaje bacanal. Penetré a Beatriz con furia y mirándola a los ojos, cobrándome las veces que me había arrastrado por ella. Me sentí invencible. Fui prisionero de los labios de su madre, que me mostraron el universo entero como un festival de fuegos artificiales; conocí las propiedades contorsionistas de Alejandra y su predilección por la fuerza bruta. Me fundí con las tres a la vez confundiendo los sentidos, sin distinguirnos unos a otros, formando en la maraña un revoltijo deforme de sexos liberados y candentes. Bebí sus jugos y las vi retorcerse abrazadas como víboras por todo el suelo explotando el amor filial. Con un grito de victoria rocié sus rostros con el más puro y bello amor que alguna vez sentí. Perdí el aliento y el alma.

El señor Balmaceda abrió la puerta de golpe. En su rostro estallaba una sonrisa blanca y resplandeciente. Apagó la luz y recién entonces pude ver la torta de cumpleaños y las velas rosas que alumbraron tenuemente la habitación con su llamita. ¡Feliz cumpleaños Beatriz!, gritamos todos y aplaudimos. Beatriz se sonrojó y no pudo ocultar que se sentía feliz. Nos sentamos en ronda desnudos, menos el señor Balmaceda, y devoramos la torta de crema y chocolate. Reímos, cantamos, nos abrazamos, disfrutamos cada minuto del íntimo festejo. Lo más doloroso para mí, después de tantos años, y es la espina que me atormenta y me duele cada noche de mayo, es no haber sido invitado a la fiesta del día siguiente.

* ambulancias

Llueve. Por la ventana entran chispas de agua que cortan un poco el vaho y el encierro de mi habitación. Ya cené, miré televisión y me tomé una cerveza. Sobre la mesa los restos de pollo resisten el calor y la humedad. Desde la avenida llega tímido el ulular de una sirena, no llego a distinguir si son los bomberos, la policía, o alguna ambulancia apurada por salvar una vida. Podría llamarlos y ahorrarles la peligrosa aventura de correr bajo la lluvia esquivando autos y cortando semáforos hasta encontrar el destino. Es acá, sí, Aldo, del 4º A. Los esperaría sentado en mi silla, tranquilo, terminando otra cerveza helada. El único esfuerzo que tendrían que hacer es subir cuatro pisos por escalera porque el ascensor se rompió, otra vez. No me resistiría, contestaría todas las preguntas con precisión, y hasta los invitaría con algo fresco. Sería una buena noche, ellos no se angustiarían con ningún accidente, ninguna pelea de borrachos, ningún infarto o embolia; conversaríamos un rato y me harían un certificado para que mañana no tenga que ir a trabajar. Entre todos, con sencillez, habremos salvado una vida.