Mi padre disfrutó de la vida como nadie. Era un entusiasta y un creyente. Creo que de él heredé el convencimiento y el tesón. Era alto y buen mozo, y siempre tuvo mucho éxito con las mujeres; tanto éxito tuvo, que infinidad de veces nos vinieron a golpear la puerta maridos heridos en el ego exigiendo explicaciones y resarcimientos morales. En esas épocas el matrimonio y las obligaciones conyugales se tomaban en serio, no con la liviandad de ahora, por eso mi vieja siempre lo defendía y daba la cara por él. Incluso llegó a hacerse cargo de aquellas deudas por ella misma, pagándolas al contado, o al contacto. La polaca valía lo que pesaba. Entre esos vaivenes cotidianos, Antonio Malfatti, mi padre, vivía convencido de tener razón; y de esta manera se desenvolvía en todos los aspectos de su vida. Poco afecto a la jornada laboral, porque pensaba que estaba más allá de esas tareas humillantes, se consideraba un hombre de ideas. Ideas cortas, mundanas, de poco vuelo, inútiles, pero ideas al fin. Como era un hombre reservado y de muy pocas palabras, aquellas ideas nunca trascendieron de las discusiones en la sobremesa de la cena, recitadas con voz de vino tinto. Su confuso y anunciado final no sorprendió a nadie, ni siquiera a mí. A pesar de mi corta edad, comprendí que el legado que me había dejado marcado cada noche con el revés de la mano derecha me sería de gran ayuda durante toda mi vida.
La clave para triunfar en este mundo es la perseverancia. Se puede ser extremadamente brillante o talentoso, pero si no se es amigo del esfuerzo, y si no se trabaja constantemente en mejorar y en llevar a cabo los proyectos en los que creemos, podemos terminar boca abajo en un zanjón preguntándonos por qué la injusticia nos marchitó los sueños tan pronto. Y estaremos muy equivocados. Por eso es que en los principios de nuestra carrera nada nos detuvo. Ni los meses de reformatorio, ni las mil y una noches en calabozos y celdas pestilentes, ni las corridas a hospitales clandestinos para coser algún tajo malevo, ni los amigos que se nos iban yendo, ni la familia que nos daba vuelta la cara. Nada. Ni el exilio limítrofe, ni el olor rancio de la pólvora en el desayuno, ni la primera novia que nos batió más de una vez. Seguimos adelante sin dudar, aprendiendo de cada caída y de cada descuido, perfeccionándonos cada vez más. Inventamos la profesión y delineamos a paso de hormiga lo que luego se convirtió en La Biblia del malhechor, según algunas crónicas tendenciosas. Le confieso que me da cierto orgullo.
Mi herencia paterna de convencimiento y tesón, como le dije al principio, fueron las características de mi liderazgo en “La Violeta”. Nunca me tembló el pulso en todo ese tiempo, para bien o para mal, y siempre viví convencido de lo que hacía. No era mi destino confundirme entre las sombras grises de la sociedad adormecida y conformista, no estaba hecho para malograr mi futuro aceptando los preceptos que nos querían imponer. No, no, yo estaba para más. Y la fruta no cae lejos del árbol.
* continuará