* lo que se va con la corriente

Última entrega de la saga del Gringo y la Lucecita, obra en colaboración con el Sr. Blopas, que también pueden encontrar en su blog “Proyecto Anecdotario”. 

La 1ra parte la encuentran acá:  dos guitarras y un cajón peruano.

La 2da parte la encuentran acá:  tinta fiera.

La 3ra parte la encuentran acá:  la última estación.

La 4ta parte la encuentran acá: los piojosos.

La 5ta parte la encuentran acá: la culpa no es del toro.

La 6ta parte la encuentran acá: bajo el agua.

La 7ma parte la encuentran acá: los eslabones.

La 8va parte la encuentran acá: en las vísperas de san la muerte.

La 9na parte la encuentran acá: melodía del desconcierto.

La 10ma parte la encuentran acá: una casa sin luz.

La 11ava parte la encuentran acá: sangre y harina.

La 12ava parte la encuentran acá: la crecida.

***

El auto pasó la tranquera principal cortando el aire como la sudestada, sin mendigar permiso ni ponerse a pensar en lo que se lleva por delante. La borrasca desmañada, como instrumento del destino, había cubierto con agua las huellas del Rastrojero de Barzola. Carlini lamentó los minutos perdidos en volver al camino de entrada, en las instancias decisivas cualquier retraso puede ser fatídico. La patrulla surcó por el diámetro la pista donde un rato antes habían explotado el jolgorio y el alcohol. Dicen los que saben que después de grandes festejos hay que andar prevenido, porque el equilibrio del mundo se acomoda en un instante, y el revés de la desgracia nunca tarda mucho en llegar. Carlini y Becerra lo sabían, y ya no les importaba el sigilo, ni las luces prendidas del móvil, y ni siquiera se molestaron en escudarse en su rol de pesquisas. El hombre frente al hombre. Era el momento de actuar. La tormenta clamaba con todas sus fuerzas por el final de la historia. Los frenos mojados apenas accionaron en un charco infinito frente a la casa. El chapoteo de Becerra en la marejada amainó al entrar en el living vacío, donde el agua había removido del mueblaje muchos años de olor rancio del capataz. Nadie se lo había enseñado, pero él sabía que ese olor era un pésimo augurio. La ventana se abrió de par en par y un relámpago larguísimo cortó al bies la espesura negra de la pampa. Carlini tropezó con un tronco y se sumergió de jeta en el barrial.

—¡Vamos, Carlini, puta madre, están en el barranco!

El grito del comisario acompañó el tirón salvaje que puso al ayudante otra vez de pie. A campo traviesa salieron disparados en dirección a aquellas siluetas grises que de a ratos se encendían sobre el horizonte. Poco le duraron las piernas al comisario, que a mitad de camino, empapado hasta el tuétano pero detrás de su 9 mm, llevaba en la boca el dulzor de la adrenalina y el amargor del inminente retiro de la fuerza. ¿O acaso se le estaban confundiendo los sabores? Poco más de una centena de metros habrían corrido cuando su ayudante lo sobrepasó. En ese momento el comisario Becerra pudo ver en el rostro de su fiel escudero un gesto, una mueca, o algo parecido que no pudo definir, era como si ese tipo que conocía bien de cerca ya no fuera el mismo joven, torpe e inexperto, sino que ahora llevaba estampada en toda la cara la furia del convencido. A su vez, en ese segundo plagado de epifanías, Carlini supo que en ese sprint fallido su querido comisario estaba dejando más de lo que parecía. Ninguno de ellos, sin embargo, notó a una quinta figura que corría con desmaño rumbo a la cárcava. Una vez más, como un eco de sí misma en el devenir de la humanidad, la noche cobijaba por igual a benditos y sotretas.

—Reconocélo, pedazo de mierda, ¡vos achuraste al Lorenzo!

Con la cara encendida, el Gringo se iba acercando al capataz. La hoja de la faca, brillante como un hueso descarnado al sol, desafiaba las ráfagas en la diestra inapelable del peón. Entre ambos hombres, un escaso metro. A espaldas de Barzola, el río descontrolado. ¡Qué caravana de ideas pasaron por la cabeza del asesino! No desconocía que sus posibilidades eran mínimas, pero ya era tarde para arrepentirse de algo por primera vez en la vida, y mucho más lo era para empezar a creer en Dios. El corazón le hinchaba el costillar por dentro como a las vacas viejas cuando entran al matadero. El Gringo, cegado por la furia, nunca iba a enterarse de que Barzola, desencajado, veía un sinfin de colores algodonosos que giraban a su alrededor cual espectros de varieté, ni que por sus bombachas empapadas había bajado una catarata de meo caliente. No, el Gringo nunca se enteraría, y el pensar en aquella gurisa hermosa que llevaba sangre Barzola en las venas lo encendía como un tizón en la fragua. Tenía enfrente a la única persona que podía impedirles un futuro de felicidad. Un paso más, sólo un paso más.

—¡Paráte, Gringo! —gritó Carlini. Se había parado a una distancia que le aseguraba un disparo certero, aunque no tuviera claro quién sería el destinatario.

Sin embargo, la zurda de Barzola fue más rápida que el rayo. Quizás era el que mejor sabía que no existen las retiradas elegantes, y que a lo irreversible es mejor no dilatarlo, ¿qué más puede pretender un hombre como él, al que nunca nadie le dijo como vivir, que decidir su propio final? Tomó del antebrazo al gringo y jalando con todas sus fuerzas se clavó la faca en las tripas. Al Gringo sólo le quedó revolver hasta que el cuerpo del capataz cayó hacia atrás por la cárcava y se hundió en el agua. Después tiró la faca al pasto y giró hacia Carlini, que con el dedo resbaloso sobre el gatillo y la mirada de piedra le alcanzó las esposas; “hasta acá nomás…y basta” cuentan que le dijo, pero en el campo no hay que confiar en los cuentos de las viejas. El Gringo se esposó solo y se arrodilló manso frente a Carlini justo en el momento en que el comisario, exhausto, llegó acompañado de la Lucecita. Al verla, el Gringo cerró los ojos. Ninguno de los otros supo del frío que le subió por la médula, y el pobre diablo nunca se enteraría que las gotas en la cara de la muchacha eran sólo de agua dulce.

—Felicitaciones, Topito—, cerró con voz amarga el comisario Becerra.

El resto es una historia que quedará para siempre en el campo de Don Miguel, y a la que los años le pondrán distintas variantes y condimentos. O tal vez no.

De leyendas, cuentos y fábulas se nutre la mística de ciudades, pueblos y lugares perdidos en la nada como este, y en la cabeza de cada uno de sus habitantes quedará la responsabilidad de qué hacer con la memoria. A nadie le quitará el sueño no saber qué pasó con el cuerpo nunca hallado de Barzola, tampoco se tratará de adivinar por mucho tiempo la suerte de la Lucecita en la gran ciudad, tal vez haya encontrado lo que tanto anhelaba, tal vez no, pero ya no importa; y por supuesto, las noticias sobre los días negros de encierro del Gringo se volverán cada día más escuetas, casi ínfimas, hasta desaparecer primero de las conversaciones de las viejas, luego de los pensamientos erráticos de los peones, y por último de toda la memoria colectiva de un caserío apartado, con ínfulas de pueblo noble, con gente amable y agradecida, trabajadores, estudiantes, amas de casa, guitarreros, hacendados, malandrines, hombres de ley. Un amasijo de gente común y corriente que de vez en cuando, como todos, tiene que esconder la mugre debajo del felpudo y esperar que amaine la tormenta.

FIN.

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* sangre y harina

Undécima entrega de la saga del Gringo y la Lucecita, obra en colaboración con el Sr. Blopas, que también pueden encontrar en su blog “Proyecto Anecdotario”. 

La 1ra parte la encuentran acá:  dos guitarras y un cajón peruano.

La 2da parte la encuentran acá:  tinta fiera.

La 3ra parte la encuentran acá:  la última estación.

La 4ta parte la encuentran acá: los piojosos.

La 5ta parte la encuentran acá: la culpa no es del toro.

La 6ta parte la encuentran acá: bajo el agua.

La 7ma parte la encuentran acá: los eslabones.

La 8va parte la encuentran acá: en las vísperas de san la muerte.

La 9na parte la encuentran acá: melodía del desconcierto.

La 10ma parte la encuentran acá: una casa sin luz.

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Nunca quedó claro quién atravesó la puerta primero, tampoco si ésta estaba abierta o si los oficiales la violentaron sin pruritos, pero lo cierto es que, una vez adentro, ni Carlini ni Becerra pudieron evitar que la pena les estrujara el pecho al ver el cadáver todavía tibio del buen Gervasio, desparramado entre los costales, cubierto con el engrudo de sangre, harina y levadura, que coloreaba de rosa pálido el piso de la sala de hornos de la panadería. Carlini se tomó la cabeza y se lamentó en silencio, Becerra observó bien el cuerpo tendido, envuelto en tan ridícula mortaja. Sobre el costado derecho, la herida abierta por el facazo parecía tener vida propia; la piel y el músculo latían rítmicamente y a través del hueco se dejaba ver la carne maltrecha y rasgada. Esporádicos borbotones se abrían paso entre nervios y  tejidos, espesos y gelatinosos, según cuentan las anotaciones de la libretita de Carlini, y se deslizaban lentamente, cuesta abajo, desde el borde superior de la abertura hasta el extremo inferior, fundiéndose luego con los baldosones gastados. Según la apreciación de Becerra, la puñalada lo había sorprendido mientras amasaba con espíritu laborioso varios cientos de cuernitos y vigilantes con los que gran parte del pueblo desayunaría por la mañana, sin darle siquiera tiempo a reaccionar o defenderse. El triperío hecho jirones asomaba por el hueco oscuro que una mano obturaba inútilmente. Abrumado por la sorpresa, el asco y la incomprensión, Carlini se tapó la boca para contener el ácido digesto de empanadas que le subía por la tráquea. Los tres hornos estaban prendidos a temperatura máxima. Un viento helado soplaba desde la ventana y agitaba las cortinas de manera intermitente.

–       Ay, Barzola, Barzola…- dijo entre dientes el comisario mientras sacaba la cabeza por la ventana que daba a la calle trasera.

–       No se detiene, y no creo que vaya a parar, Comisario. Creo que estamos en la recta final…-

Becerra, absorto, continuaba mirando más allá del zanjón, donde el Rastrojero había permanecido en marcha. No admitía otra posibilidad: Barzola, embriagado por el exceso de adrenalina, habría de cerrar en la estancia su aventura nocturna con un bonito moño de sangre. Carlini percibió en las sombras de la cocina cómo el comisario acariciaba su arma reglamentaria, y aunque no se atrevió a comentarlo sintió un ligero escalofrío.

Al otro lado de la calle, donde las luces mortecinas de la panadería se fundían con las sombras de los arbustos, la noche se hacía dueña de todo y de todos, amparando a los desdichados y a los herejes con una niebla inesperada y confusa. Pero para Becerra no era la niebla, ni la ignorancia, ni el desamor lo que confundía el entendimiento de ciertos hombres, sino la ambición. Cuando la sangre contaminada empieza a hervir, difícilmente pueda uno esquivar las incorrecciones, los excesos y los malos actos. Al razonar en todo esto, Becerra no tenía en mente a Barzola sino al Gringo, un piojoso como cualquier otro, arrastrado a la desgracia por la ambición más elemental que existe. El demonio vive en los elixires oscuros y en las palabras de una mujer decidida. Que le pregunten al Gervasio, si no.

–       Vamos, Topito. Se acaba todo. – dijo mientras enfilaba hacia la puerta de atrás.

–       No se nos puede escapar, Comisario.-

–       No lo hará, Topito. Ya no. Vamos, muévase. Tenga a mano su pistola y no me afloje porque de aquí al amanecer será la mano más brava que nos haya tocado jugar hasta el momento.-

Carlini se puso serio como un condenado. Recordó a Lorenzo, a Gauna, a Martínez, a la Lucecita, al Gringo y a Pichón; pensó en el baile, en los borrachos y en el pueblo entero, que parecía no querer reconocer que la miseria se le había colado por debajo de la puerta. También recordó los días de la academia, cuando ser policía todavía era ilusión y, de vez en cuando, dispararle a una silueta de cartón contra un muro desconchado. Cubrió el cuerpo de Gervasio con un mantel cuadriculado que rápidamente se empapó de bordó; ansioso, abotonó su abrigo y salió tras su jefe. La noche era oscurísima y una manga de nubarrones espesos amenazaba con desplomarse sobre el campo. Los oficiales subieron al móvil y partieron raudamente hacia la estancia por el ripio vecinal. Entre medio de hectáreas y hectáreas de un maíz recién emergido la pregunta de Carlini rasgó el silencio como el trueno que anuncia el temporal.

– ¿Alguna vez tuvo que matar a alguien?-

Becerra miró de reojo a su joven ayudante, mas no emitió respuesta alguna. Carlini se enderezó en el asiento, extrajo la 9mm y la tocó con desconfianza como quien acaricia un perro ajeno. Recorrió con las yemas las estrías de la culata, el gatillo y la mira, y antes de volverla a guardar se aseguró de quitarle el seguro. ¡Click! Volvió a cerrar la cartuchera e inspiró profundamente. Nunca se le habían dado bien los juegos de cartas.

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* una casa sin luz

Décima (sí, décima!) entrega de la saga del Gringo y la Lucecita, obra en colaboración con el Sr. Blopas, que también pueden encontrar en su blog “Proyecto Anecdotario”. 

La 1ra parte la encuentran acá:  dos guitarras y un cajón peruano.

La 2da parte la encuentran acá:  tinta fiera.

La 3ra parte la encuentran acá:  la última estación.

La 4ta parte la encuentran acá: los piojosos.

La 5ta parte la encuentran acá: la culpa no es del toro.

La 6ta parte la encuentran acá: bajo el agua.

La 7ma parte la encuentran acá: los eslabones.

La 8va parte la encuentran acá: en las vísperas de san la muerte.

La 9na parte la encuentran acá: melodía del desconcierto.

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Con ojos de basilisco se encendió el estupor en las caras del Zurdo y Pichón cuando escucharon al Gringo anunciar al micrófono: “Acá los dejo con el Negro Funes, que se va a tocar unas zambitas mientras yo descanso un rato. ¡Aplausos, por favor!”. El Negro subió a la tarima con su guitarra en la diestra y los nervios en flor. Los músicos intercambiaron dos o tres palabras, y mientras la Lucecita, pícara, alentaba a las parejas a no abandonar la pista, un “adentro” optimista dio pie a una nueva tanda musical. Ningún borracho notó la diferencia de intérpretes. Aunque a Don Miguel al principio le llamó la atención el cambiazo, el Negro tocaba bastante bien y cantaba mejor que el Gringo, por lo cual todo el mundo quedó satisfecho. Mientras tanto, arropado por las vicisitudes del jolgorio, el Gringo se adentró con paso firme en las fauces oscuras de la estancia.

Lejos de allí, pero no tanto, Carlini y Becerra continuaban con su investigación gracias a las ausencias que obsequiaba la fiesta. Un edredón negro noche se extendía por las calles del pueblo cubriendo de sombras las acciones y pensamientos de los hombres de la ley, que ingresaron a lo de la Lucecita por la puerta del fondo.

–      Lo quiero bien despierto, Topito. Revisemos milímetro a milímetro este rancho. Necesitamos algo que nos alumbre, cualquier cosa que relacione a esta mocosa con el Gringo, con las muertes o con lo que carajo sea, nos va a venir bien. Abra bien los ojos. Falta poco para que en la fiesta se calmen las tabas. ¡Apúrese, vamos! –

La Lucecita demostró ser una mujer simple y austera. En la casa reinaba el orden y la practicidad. Por todo lujo ostentaba una moderna radio Philips. Eso facilitó la tarea de los oficiales, quienes como dos sabuesos buscaron posibles pistas por todas las cajoneras, repisas, mesas y mesitas. Husmearon bajo la cama y en el baño, en los frascos de la cocina y entre las hojas de los pocos libros de la biblioteca.

Como resultado de la intensa actividad, de a ratos y por lo bajo Becerra echaba maldiciones a su viejo esqueleto dolorido; viendo escasear sus fuerzas, apagaba la linterna y exhalaba sólidas vaharadas de frustración. Se sentó en el piso de la habitación, apoyó la espalda contra la cama y se sostuvo la cara con la mano. ¿Dónde se estaba equivocando? ¿Cuál era el detalle que se escapaba? Lo atormentaba el no poder hallar la clave para interpretar todo el asunto. No deseaba más cadáveres en su pueblo, pero sus deseos habían comenzado a hundirse en las aguas del fracaso. El comisario era un hombre íntegro y de pujante voluntad, aunque por momentos se le entristecía el espíritu y pensaba que en infiernos tan pequeños la búsqueda de la verdad era simplemente una quimera. Pero nadie se muere en la víspera, y no hay muerto sin velorio. El llamado de la esperanza atravesó la oscura quietud de la casa como el chispazo de un arco voltaico. Becerra levantó en un santiamén su alma del piso y el semblante se le llenó de ilusión. Era la voz de Carlini, que desde la sala le contagiaba al comisario el entusiasmo por haber descubierto una nota sobre la mesa de la cocina. No obstante, antes de ponerse en marcha, Becerra fue atropellado brutamente por su ayudante, quien a toda velocidad lo empujó adentro de un pequeño lavadero.

–      ¿¡Pero qué hace, Carlini!?-

–      ¡Shhh, entró alguien!-

Al cerrar la puerta tras de sí, ambos oficiales quedaron amontonados en el pequeño cuarto de lavar. Forzadamente quieto y en silencio, contorsionado entre mangos de escobas, palas y cajones con ropa sucia, Becerra sufrió dos calambres que le aniquilaron las piernas. Por fortuna, Carlini manoteó la boca del comisario para ahogarle el grito, mientras acomodaba el ojo contra el bocallave de la puerta. La casa estaba iluminada. En el centro de la cocina, de pie ─aunque tambaleante por el alcohol y sosteniendo entre sus manos la nota que hallara Carlini─ Agustín Barzola resollaba como un toro bravío. Abolló el papel, lo arrojó al piso y abandonó la casa con paso decidido y amenazante. El quejido metálico del Rastrojero alejándose se apagó poco tiempo después. Becerra salió del lavadero con el apuro y el entumecimiento propios de un detective a punto de resolver el último caso. Por su parte, Carlini se apuró hacia el bollito de papel y comenzó a leerlo torpemente.

–      Parece estar escrita por una mujer, comisario, es letra prolija y redonda. Está dirigida al Gervasio, el de la panadería. Yo creo que la Lucecita está tirando de los hilos peligrosamente, comisario. – Becerra escuchó con atención las palabras de Carlini: amor, pasajes, martes, tren y Buenos Aires.

–      Vamos a la panadería ya mismo.-

–      Está cerrada ahora…-

–      Cállese y sígame, Carlini. Tiene mucho que aprender aún. –

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* en las vísperas de san la muerte

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Octava entrega de la saga del Gringo y la Lucecita, obra en colaboración con el Sr. Blopas, que también pueden encontrar en su blog “Proyecto Anecdotario”. 

La 1ra parte la encuentran acá:  dos guitarras y un cajón peruano.

La 2da parte la encuentran acá:  tinta fiera.

La 3ra parte la encuentran acá:  la última estación.

La 4ta parte la encuentran acá: los piojosos.

La 5ta parte la encuentran acá: la culpa no es del toro.

La 6ta parte la encuentran acá: bajo el agua.

La 7ma parte la encuentran acá: los eslabones.

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A lo largo de varias generaciones, la familia Goitía había labrado su historia en la zona, una historia en apariencia sin máculas que imponía a la vez respeto, admiración y confianza. Los Goitía, del patrón Don Miguel para abajo, eran conscientes de ello y si bien muchas veces podrían haberse aprovechado de su condición, nunca lo habían hecho. No obstante, también sabían que aquellas dos muertes en sus dominios habían sacudido tanto la monotonía del pueblo como los ánimos internos en la estancia. La buena voluntad de la peonada, esos inservibles desagradecidos que siempre andaban trayendo problemas, se había quebrado como un tallo seco y ya no se podía contar con Barzola para recomponerla; el capataz ya no era el mismo, se lo notaba disperso, ajeno a las decisiones importantes y sin el pulso firme que lo caracterizaba para manejar a aquellos salvajes.

Pronto tendría lugar el cumpleaños de Juan Manuel, el menor de los Goitía, preferido de Don Miguel, y en contra de las recomendaciones de mantener el perfil bajo, el jefe de la familia decidió armar un festejo a la medida. Se mandó invitar a todo el mundo, desde los vecinos más ilustres, pasando por comerciantes, funcionarios, el párroco, el doctor, hasta a los peones, la generosidad de la familia debía quedar fuera de toda duda. Incluso le habían hablado muy especialmente al comisario Becerra para que se dejara ver por ahí; siempre es bueno reafirmar que se camina por la misma vereda que la ley. Los Goitía no eran de andar haciendo ostentación, a pesar de la gran cantidad de gente invitada sería una jornada tranquila: mediodía de asado y vino, por la tarde unas carreras de sortija y vino, y al caer el sol un cierre con baile, guitarreada y vino. Don Miguel había resuelto contratar al Gringo y su trío, a sabiendas de que los músicos gozaban de gran fama y eran apreciados por todos, y también como un guiño conciliatorio hacia la peonada. Al principio los músicos no se mostraron muy entusiasmados, pusieron algunas excusas referidas a un repertorio agotado, al cansancio, a viajes incomprobables a estancias alejadas, pero ninguno de los tres hizo alusión alguna a su anterior presentación. Esquivaron el asunto hasta que Don Miguel zanjó la cuestión con un fajo de billetes de notorio calibre. El Zurdo, Pichón y el Gringo finalmente se rindieron ante la oferta con el descontento natural de los herejes necesitados.

En la comisaría las caras y los ánimos no andaban mejor. La investigación marchaba lenta como un buey en el barro y, para colmo de males, la presión popular comenzaba a hacerse notar. De buenas a primeras, en los troncos de la plaza y sobre algunas paredes habían aparecido afiches que reclamaban justicia por la muerte impune de Juan Gauna. Un periódico de la capital había escrito una nota al respecto, y recién entonces los altos jefes policiales despertaron de su acostumbrada modorra, comenzaron a hacer preguntas obligadas y a exigir resultados inmediatos. Con todo esto, el acostumbrado buen humor de Becerra y Carlini había comenzado a resquebrajarse como un cuero al sol. Sin embargo, seguían adelante sin cambiar un ápice su hipótesis de trabajo. Habían debido desandar varios senderos en la investigación ya que nadie en el pueblo ni en la estancia había podido aportar ni un solo dato valioso. Pero ellos morirían en la suya si era necesario. Y asistir al baile sería, justamente, uno de los últimos cartuchos que podían quemar antes de ver rodar por tierra sus cabezas.

En la estancia, los piojosos de Barzola recibieron la invitación en silencio. Se miraron preocupados y los semblantes de fueron tornando poco a poco más amargos, ásperos, y resignados que de costumbre. Nadie mejor que ellos sabía, o adivinaba, que la puerta de entrada a toda la desgracia que aquejaba al pueblo había sido un festejo muy similar al que se avecinaba. Al mal paso darle prisa, pensaron algunos y siguieron la ronda del mate, aunque evitaron mirar el banco vacío que sabía ocupar el Gringo, y la silueta del capataz que se recortaba a contraluz en el marco de la puerta.

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* los eslabones

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Séptima entrega de la saga del Gringo y la Lucecita, obra en colaboración con el Sr. Blopas, que también pueden encontrar en su blog “Proyecto Anecdotario”. 

La 1ra parte la encuentran acá:  dos guitarras y un cajón peruano.

La 2da parte la encuentran acá:  tinta fiera.

La 3ra parte la encuentran acá:  la última estación.

La 4ta parte la encuentran acá: los piojosos.

La 5ta parte la encuentran acá: la culpa no es del toro.

La 6ta parte la encuentran acá: bajo el agua.

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Tras la tormenta, la vergüenza del lodazal. Más allá de la ventana, las ruedas metálicas de un carro cortaban la argamasa babosa de arcilla y diluvio. El pueblo seguía abrojado a la siesta como quien estira un vino dulce en la sobremesa del domingo. Sin embargo, en la comisaría no podían tomarse tales licencias; entre los muros desconchados de los despachos, los oficiales redoblaban sus esfuerzos. A puertas cerradas, el comisario Becerra buscaba irritar a su joven ayudante sacándole punta a un silencio por demás prolongado. De repente, la oficial Castellanos irrumpió en el despacho con dos cafés bien cargados, los dejó sobre el escritorio y se retiró con un sugerente movimiento de caderas. Carlini se tragó el suyo sin respirar. En ese momento, Becerra, sonriendo para sus adentros, comenzó con el relato.

–          La noche siguiente al asesinato de Lorenzo, después del interrogatorio, me quedaron algunas dudas revoloteando, y si algo aprendí en todos estos años es que hay que atender a las corazonadas. Por eso decidí seguirlo al Gringo. Primero hasta su casa, y después hasta la estación. Llegué a los andenes por el fondo del pajonal, desde el otro lado del terraplén. La Lucecita le salió al encuentro enseguida. Había mucha luna pero no me vieron, así de entretenidos como estaban, charlando, charlando. No pude escuchar nada de lo que se decían, pero al final, después de besarse…-

–          ¡Epa!- Carlini, sorprendido, dio un respingo en su silla.

–          ¡Ja!, sabía que eso le iba a gustar. Se besaron, sí, pero muy cortito. Luego, como si los corriera el Diablo, cada cual agarró para su lado. –

–          ¿Eso es todo? – preguntó Carlini, a sabiendas de que Becerra siempre tenía el cuarto as en la manga.

–          Espérese, Topito, ahí vamos… La calle era un desierto. De lejos la vi a la Lucecita entrar a su casa, me acerqué un poco y me quedé escondido entre los árboles de enfrente. A los diez minutos las luces se apagaron y ella salió a los piques, con otra ropa, emperifollada. Desapareció tras doblar en la esquina.-

–          Y usted fue tras ella…-

–          Error. Tenía dos razones para quedarme un rato más en mi escondite. Primero, la Lucecita no es el pez que queremos atrapar. Estaba claro que esa noche ya no volvería, demasiado arreglada como para ir a hacer un mandado, no sé si me entiende…Ya nos enteraremos por dónde anduvo; eso, por ahora, no debería importarnos. Segundo, estaba seguro de que alguien aparecería por ahí, alguien que…- Becerra hizo una pausa maligna. –  A que no adivina quién apareció…-

–          No es cuestión de adivinar, Comisario, era el Gringo, que volvía para exigirle a la chica la parte más jugosa de la deuda – En el rostro del ayudante se dibujó una sonrisa de satisfacción.

–          Bien y mal, Carlini. Tiene razón que era el Gringo y que se había quedado más caliente que una pipa, pero el hombre no regresó por eso. No se trata de una deuda de amor. Acuérdese que hasta donde sospechamos, y si no ayúdese con su libretita, el capataz le habría achurado sin reparos el macho a la hija en medio de un baile. Una deshonra, imagínese, para una moza tan joven. Ella nada le debía al Gringo, ni le debe… todavía.-

Los ojos de Carlini brillaban en admiración. Tenía mucho que aprender de Becerra aún, por eso  enarcó sus cejas en señal de querer seguir escuchando sus razonamientos.

–          Como usted ya sabe, mi olfato raramente falla. Es la Lucecita quien le ha pedido favores al Gringo a cambio de su virtud, algo cuestionada últimamente, por cierto; y me juego entero que él, que parece sólo tener luces para las seis cuerdas, regresó para estar seguro de lo que ella le acababa de pedir. Sin embargo, al ver que en la casa no había nadie, regresó por el mismo camino del terraplén, porque como le dije… Usted es demasiado joven todavía, Carlini, pero vaya sabiendo que los hombres somos bastante perejiles para esos asuntos, enseguida se nos nubla el entendimiento, y es sorprendente la facilidad con la que nuestra voluntad se resquebraja y queda presa del dominio femenino. El Gringo entró como un caballo. –

–          ¿Usted se refiere a que ella quiere…? – Una idea retorcida empezaba a tomar forma en el cerebro de Carlini.

En ese momento la oficial Castellanos volvió a entrar al despacho. Becerra y Carlini callaron de inmediato. A Becerra le resultó gracioso ver cómo Carlini evitaba mirar a la oficial y mantenía la cabeza gacha como contando las hendiduras marcadas en el parquet. “Otro que mordió el polvo”, pensó el Comisario. La oficial retiró los pocillos de café y se dirigió hacia la puerta dándoles la espalda a los dos hombres. Sólo entonces, Carlini alzó la vista y miró embobado su andar firme y preciso. Becerra sacudió la cabeza con un gesto de resignación.

–          Présteme atención, Topo. – dijo Becerra cuando la mujer dejó el despacho. – Si algo he aprendido en todos estos años es que el peor flagelo de la pampa es la soledad, la angustia del desamparo. Y uno aprende a llevarla a cuestas con dignidad hasta que se termina acostumbrando, e incluso pasándola más o menos bien. Pero sucede que para matizar esa angustia nos es imprescindible sentirnos libres. Lo único que en el fondo nos importa, a mí, a usted, al farmacéutico, a Castellanos, a cualquier cristiano, es la libertad. El corral es para los animales, Carlini, pero si nosotros nos sentimos prisioneros se nos estruja el alma. Lo que la Lucecita está buscando es el mazazo que haga saltar los eslabones de la cadena que se le está cerrando alrededor. –

El tono sombrío de las últimas palabras del comisario dejó a Carlini ensimismado y un poco entristecido. Se llevó la mano a la cara y se refregó los ojos como queriendo correr el velo de su desconcierto. Becerra lo miraba con atención. Si bien Carlini era dueño de una lógica brillante, todavía necesitaba despabilarse un poco en cuanto a los complicados vericuetos del alma humana. Becerra así lo entendía, y por eso cada palabra que le dirigía apuntaba a convertir a su buen ayudante en un excelente sucesor. Mientras tanto, Carlini hojeó su libreta y garabateó unas anotaciones en el margen.

–          Creo que lo mejor sería que vayamos a… – comenzó a decir.

–          Tiene razón. Vayamos. – lo interrumpió el comisario.

–          Usted no me necesita, comisario, evidentemente no estoy un paso detrás suyo, estoy a más de una hectárea… –

–          ¡Cállese la boca! Que si hay alguien importante para esta investigación es usted. Andemos, pues… –

El guiñó de Becerra fue una palmada en el hombro para Carlini. Ya era hora de una nueva ronda de mate, una humedad densa se fue levantando desde el suelo inclemente de la pampa, el cielo enorme empezó a virar los matices melancólicos del atardecer por otros más oscuros y taimados. El final del día estaba cerca. Los dos policías se incorporaron y salieron al barrial con un rumbo preciso que solamente ellos conocían.

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* bajo el agua

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Sexta entrega de la saga del Gringo y la Lucecita, obra en colaboración con el Sr. Blopas, que también pueden encontrar en su blog “Proyecto Anecdotario”. 

La 1ra parte la encuentran acá:  dos guitarras y un cajón peruano.

La 2da parte la encuentran acá:  tinta fiera.

La 3ra parte la encuentran acá:  la última estación.

La 4ta parte la encuentran acá: los piojosos.

La 5ta parte la encuentran acá: la culpa no es del toro.

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Después de la neblina llegó el frío. Y luego el agua. Llueve. El gris de la media tarde amenaza con  eternizar el hastío. Desde la reposera de mimbre en la galería, con la vista hundida en el aguacero y los dedos tamborileando sobre el talero de cuero crudo, Barzola deja que su mente abandone el campo con el recuerdo de los peones malogrados. La cortina de agua es pareja, pero no lo suficientemente opaca como para impedirle divisar, a cincuenta metros, la gamela que la estancia tiene destinada a la peonada. Barzola no ha movido la vista en minutos, y su cara muestra el gesto de aquel que pelea contra una idea hasta encontrarle la claridad necesaria. En los últimos días hubo demasiado movimiento, y el avispero parece estar a punto de explotar. Aguza el oído con la esperanza de que el rebote de las gotas en los charcos recién formados le traiga montada en el viento alguna palabra de las que se pronuncian entre sus comandados.

Allá, a esos cincuenta metros que separan el rigor de la obediencia, los piojosos de Barzola se entretienen escuchando los gotones que golpean contra la chapa del tinglado. Algunos continúan con el mate desde la mañana, otros, curtidos, ya tempranean la caña, y dos o tres contemplan el aguacero apoyados en el marco de la puerta de la gamela. En las caras aflora la intriga por la ausencia inesperada del Gringo, que después de la visita de las oficiales desapareció sin avisar. Pero nadie se anima a decir nada. Prefieren contarse por enésima vez las mismas historias de aparecidos, gualichos, luces malas y basiliscos que han venido contando cada tarde de lluvia desde hace años. A falta de algo mejor para hacer, todos aceptan volver a escucharlas.

–      Llueve con globito. – dijo el tape Ensina mientras negaba con la cabeza. –  Esto no termina acá… –

–      Y sí. – confirmó el uña ‘i gato salivando entre dientes para afuera. – Cómo la vino a cagar el Juancito, ¿eh? –

–      Y sí. El tiempo está rareando, hay que cuidarse, Germán…- Ensina había cargado la frase con un tono a la vez cómplice e intrigante. Sin llegar a comprenderlo del todo, el uña ‘ì gato le devolvió una mirada oblicua. – Con esa niebla, ninguno se hubiera encerrado con los toros. ¿Me entiende, amigo? –

–      Y sí. Pero si el patrón manda…pobre Gauna… –

–      Y sí. Justamente. –

–      Al petiso que vino hoy con el comisario me parece haberlo visto antes, pero no estoy seguro. Estoy pensando pero no me puedo acordar…-

–      No piense tanto, mi amigo, y si piensa no cacarée tan fuerte; nunca se sabe quién anda escuchando por ahí, ¿me entiende? –

Ambos callaron. Sobre el tinglado de chapa, los gotones eran el eco de los pensamientos encendidos de la peonada.

***

Llueve. Becerra y Carlini están sentados uno frente al otro. Los separa el escritorio robusto de la dependencia, que cruje por la humedad. No se miran. Carlini está encorvado hacia adelante, casi metido dentro de su cuaderno, revisando una vez más las anotaciones de la mañana y tratando de ordenar todos los datos para establecer una hipótesis consistente. Becerra relaja las piernas apoyándolas sobre la punta del escritorio, el pie derecho sobre el izquierdo, descansa la columna contra el respaldo de la silla; tiene la cabeza echada hacia atrás y mira las manchas del techo como interpretando un mapa de relaciones. Sonríe, o eso parece. El Topo Carlini es de su extrema confianza, lo sabe un hombre de ley, lo sabe íntegro y determinado, con una experiencia enorme en despejar todo tipo de entuertos rurales. De golpe, Becerra se endereza y deja caer la mano de plano contra el escritorio, llamando la atención del ayudante y presto a intercambiar impresiones.

–      Bueno, Topito, ya hemos visto a la yunta de bueyes y pisamos la tierra arada ¿Y ahora?-

La pregunta estiró el silencio de Carlini por un par de minutos.

–      Tenemos dos cadáveres en tres días. Supongamos que lo de Gauna haya sido realmente un accidente, cosa dudosa; nos queda el asesinato de Lorenzo. Los dos occisos nos llevan a Barzola y el Gringo, pero al parecer se cubren mutuamente.

–      Ajá… –

–      Si las dos muertes están relacionadas, aún no veo el móvil. Tal vez los peones se habían puesto molestos. Con echarlos alcanzaba, pero no. Y ahí tampoco entiendo la conducta del Gringo.

–      Ajá… Siga, siga, topito, escarbe… –

–      Algo no cuadra, ¿se da cuenta? ¿Cómo puede ser que en la estancia siga todo un curso normal estando la cosa tan caliente? El Lorenzo todavía está tibio. Y tampoco entiendo por qué no los retuvimos unos días acá en la dependencia. En cualquier momento se mandan todos a mudar y los que vamos a ir presos seremos usted y yo. –

–      Ajá… Tranquilo, Carlini, nadie se va a escapar, créame. Nunca olvide que siempre voy un paso delante suyo. Hay algo que no está en su libretita…-

–      Caramba, ¿qué? –

–      Quién, es la pregunta. Alguien más fuerte que un par de bueyes. – Por unos instantes, el desafío sumergió a Carlini en densos razonamientos, hasta que un nombre apareció como por arte de magia en sus labios.

–      ¡La Lucecita! Pero, Comisario, no va a esperar que ella delate a su propio padre…-

–      ¿Quiere que le cuente una historia interesante? –

–      Se me hace que usted sabe cosas que yo no, Becerra. –

–      Ajá… Una historia que sucedió la noche siguiente al asesinato de Lorenzo, cuando seguí al Gringo y la Lucecita hasta los fondos de la estación. –

Carlini, sorprendido, abre los ojos y las orejas. Bajo el agua, la investigación toma un nuevo rumbo.

* la culpa no es del toro

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Quinta entrega de la saga del Gringo y la Lucecita, obra en colaboración con el Sr. Blopas, que también pueden encontrar en su blog “Proyecto Anecdotario”. 

La 1ra parte la encuentran acá:  dos guitarras y un cajón peruano.

La 2da parte la encuentran acá:  tinta fiera.

La 3ra parte la encuentran acá:  la última estación.

La 4ta parte la encuentran acá: los piojosos.

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No solamente niebla había traído la primavera, sino también una seca brutal que de a poco fue convirtiendo al arroyo en un alambre de vidrio. Entre las crostas desordenadas del lecho marrón, la vida y la muerte se las arreglaban para seguir adelante. Y los chimangos, de parabienes. Pajarracos de porquería. Con ojos turbios y desafiantes calculaban el resultado de la deprimente ecuación; mucho animal sediento, poco pastizal en pie, apenas yuyos… mucha víbora. No era raro que en ocasiones, al irse la niebla, quedara a la vista alguna osamenta de vaca desparramada sobre la tierra. Desorientadas, pisaban a las cruceras; al rato flaqueaban las patas y se recostaban suavemente sobre un costado. Se entregaban mansas e ignorantes a la muerte lenta. Después, los gases de la pudrición las inflaban, las deformaban, las transformaban en carroña. Un espectáculo feo para cualquiera, salvo para los chimangos que esa mañana amanecieron alrededor del cuerpo helado del peón Juan Gauna.

Al mediodía el aire estaba limpio y no había nubes que se animaran a tapar el sol, como si la niebla se hubiera retirado de golpe para facilitar el hallazgo macabro.

–        ¿Ve usted lo que yo, comisario?-

–        Yo estoy viendo lo que usted verá en un rato, Carlini.-

Justo Becerra y el oficial Carlini bajaron por la pendiente. Carlini seguía al comisario un par de pasos atrás, un poco porque iba anotando prolijamente sus observaciones y otro tanto porque que era cortito como tranco ‘e pollo. Ambos sabían que la naturaleza tenía sus propias leyes, seguramente cercanas a las de Dios, si es que éste existía. No poseían el espíritu rústico de la gente del campo, aunque sí un olfato muy delicado al momento de rastrear a quienes se apartaban de las leyes del Hombre. Odiaban el haberse mojado los zapatos, las medias y los pantalones del uniforme con el pasto aún húmedo, pero no lo hablarían hasta llegar al patrullero, en privado. Los sabuesos tenían un motivo muy poderoso para estar ahí: el segundo cadáver que en pocos días había aparecido en la órbita de la estancia. Al llegar al potrero de los toros, un hombre con cara de pocos amigos los recibió con la diestra extendida.

–        Barzola, a sus órdenes. –  Antes de las presentaciones de rigor, los oficiales cruzaron una mirada inequívoca.

El lote estaba vacío. Carlini echó un vistazo rápido y comenzó a caminar meditando cada pisada. Avanzaba dos pasos, se detenía, miraba el cielo, anotaba en la libreta, daba un paso más, volvía la vista hacia Becerra y Barzola, avanzaba. Le llevó cinco minutos llegar hasta el esquinero contra el que estaba apoyado el cadáver. Era evidente que lo habían movido hasta allí, nadie se muere de una cornada de toro y queda acomodado de manera tan gentil. Hasta Carlini sabía eso. El pobre Gauna tenía la espalda apoyada contra el esquinero y la cabeza ladeada como tomando una siesta contra el alambre de púa. Carlini espantó con un gesto a dos chimangos irrespetuosos que le picoteaban la cara. Uno de ellos se alejó con un aleteo desprolijo; de su pico colgaba la gelatina albiceleste que Gauna solía llevar por ojos. Bichos de mierda, pensó Carlini. Miró el cuerpo del peón sin emoción alguna, no era el primer muerto que le tocaba inspeccionar. Sobre el pecho descubierto de Gauna se veía la cornada limpia y brutal; tenía la camisa pegoteada con tierra y sangre, varios rasguños en los brazos y los puños apretados. El ojo izquierdo, que se había salvado del saqueo de los pajarracos, sostenía una expresión que Carlini no pudo evitar reconocer. Mientras el comisario y el capataz seguían hablando desentendidos, se puso a inspeccionar, usando el lápiz como herramienta forense, las evidencias que el cuerpo ya tieso de Gauna le brindaba.

–        Espesa la niebla… – dijo Becerra mirando fijo a los ojos de Barzola. –

–        Ajá. – respondió Barzola secamente. – A mí no me disgusta del todo, lo que tiene de malo es que en mañanas así la peonada se me resiste a arrancar. Les falta coraje, se ve. –

–        Parece que a éste no le faltaba. Pero ahora no le quedó nada, le falta todo. –

–        Ah, el pobre Gauna, la excepción a la regla. Un tipo diferente a las otras lacras. Una lástima. –

–        Una lástima, pero lo mandaron a arreglárselas a tientas con animales tan peligrosos. – retrucó Becerra sin bajar la mirada. – ¿No le parece, mi amigo? –

–        Cosas del patrón… y del agrónomo. Yo obedezco nomás. De lo único que entiendo es de órdenes, no de propósitos, comisario. El patrón no está, pero si quiere le llamo al ingeniero. – Barzola extrajo de su campera un cigarro armado y le dio mecha con un encendedor de bronce algo desvencijado.

–        ¿Y el toro? – preguntó Becerra ignorando las últimas palabras del capataz.

–        Andaba nervioso, así que tuvimos que llevarlo con los demás al lote del fondo. Si estuviera acá ni usted, ni el inspector, ni yo estaríamos conversando tan tranquilos. Martínez es una fiera. –

–        ¿Martínez? –

–        Así se lo llama. No me mire raro, yo no le puse ese nombre. –

–        Al oficial Carlini y a mí nos gustaría verlo más de cerca… – arremetió Becerra mirando con ojos entrecerrados para el lote del fondo, donde la torada se mantenía todavía ajena a la tragedia.

–        Como guste, ya le mando un peón para que los acompañe. Yo debo disculparme, pero un asunto urgente me reclama. Si no tienen más dudas…-

Barzola se dio vuelta y levantando los brazos llamó a uno de sus hombres. En ese momento, Carlini se acercó hasta los dos hombres. Se paró a la par del comisario y sin que Barzola lo notara le puso algo en la mano a Becerra. Éste lo palpó con la palma y las yemas, pero ni siquiera amagó mirar de qué se trataba. Entre los dedos agarrotados del cadáver de Gauna, la pericia de Carlini había descubierto un pedazo de piolín de unos treinta centímetros de largo; su olfato para aquellos asuntos le decía que se trataba de una pieza importante para entender el accidente entre el malogrado Gauna y el angus reproductor.

–        No por ahora. Vaya nomás. – dijo el comisario, expeditivo.

–        Por acá estaremos. – respondió el capataz.

Los tres hombres se estrecharon las manos como estudiándose la fuerza y la astucia. El peón que había llamado Barzola llegó hasta ellos.

–        Acá está… – comenzó a decir Barzola, pero el comisario lo interrumpió sin que pudiera terminar la frase.

–        El Gringo. Ya nos hemos visto las caras.-

–        Buenos días. Comisario, oficial…- la voz reposada del Gringo llevaba la misma serenidad del primer interrogatorio, tras el homicidio del Lorenzo.

–        Acompañe a los oficiales al lote cuatro, a ver a Martínez. – Barzola finalizó la conversación y apurando el tranco por la pendiente se alejó del potrero.

Una hora más tarde, Becerra y Carlini se quitaban los zapatos y las medias empapadas dentro de la relativa comodidad del patrullero. Habían hablado con el Gringo sin poder obtener mayores detalles. Si bien parco, el hombre parecía sincero en su desconocimiento de los hechos. Al menos, esa era la impresión que le había causado a Carlini y que quedara registrada en su libreta de notas, además de una disquisición  humanizada del instinto asesino de un Martínez que lamía de su cuero la sangre seca de Gauna. De todas maneras, se le recomendó que no se alejara de la estancia. El comisario, ensimismado, pensativo, escuchó el informe preliminar de Carlini mientras jugueteaba con el piolín, estimando su resistencia y olfateándolo de a ratos. Cuando el oficial hubo terminado, Becerra levantó la mirada, arrojó la prueba sobre la libreta y poniendo en su voz un tono afectado por la soberbia dijo:

– Si mi olfato no me engaña, hemos estado hablado con el asesino. –

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* los piojosos

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Cuarta entrega de la saga del Gringo y la Lucecita, obra en colaboración con el Sr. Blopas, que también pueden encontrar en su blog “Proyecto Anecdotario”

La 1ra parte la encuentran acá:  dos guitarras y un cajón peruano.

La 2da parte la encuentran acá:  tinta fiera.

La 3ra parte la encuentran acá:  la última estación.

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Antes de que el gallo cantara, Barzola ya tenía un ojo abierto. Se levantó tranquilo después de un buen descanso. El sueño de los justos, le gustaba decir. Miró por la ventana y a un costado del galpón distinguió a los dos chuchos que todavía dormían a pata suelta. Llenó el mate y salió sigilosamente por la puerta del frente para descubrir con alegría las astillas espejadas que el sereno había depositado sobre el pasto durante la noche. Sin acusar mella alguna en sus rituales cotidianos, y a pesar de los sucesos trágicos que lo habían tenido de protagonista dos noches antes, le puso luz un a cigarro armado y clavó una mirada serena en la línea infinita del horizonte pampeano.

Los hábitos de Barzola no conocían de domingos ni de fiestas de guardar. Su trabajo era su vida, y su vida era un tronco que flotaba a media agua en la jangada. Sabía que los patrones aprobaban de buen gusto su estilo para manejar la peonada, seco y tenaz como el pampero, y también que los de abajo no perdían oportunidad para cuchichear sus odios contenidos en cada descanso. En la disciplina y el despojo había logrado el temple campero de sus ancestros. Hasta donde podía llegarse con la memoria, todos los Barzola habían sido iguales, unos cueros resecos al sol. Con la ansiedad del que espera arrojó al pasto el cigarro a medio fumar. Las tareas se habían atrasado y necesitaba poner en marcha el día porque la urgencia de lo pendiente le urticaba la piel. Con todo, se sentía aliviado de no haberle visto las caras a los peones por veinticuatro horas. No es que le dieran demasiados problemas, pero el trato constante con ellos, o al menos con algunos, lo terminaba fastidiando.

Por más que aún no había amanecido, en la casa de los peones se veía luz, y hacia allí dirigió sus pasos Barzola. Seguro de no haber sido visto ni oído, el capataz decidió no entrar. Amén de no querer incomodar con su presencia, pensó que quizás podía averiguar qué se andaba diciendo de él, y por sobre todas las cosas, quién. Con los perros echados a sus pies cual sombras mudas, Barzola pegó su oído de tísico a la ventana del fondo y escuchó por igual injusticias y verdades sobrevolando la llama azul del calentador a kerosene. La mayoría mateaba sin abrir la boca, como si lo presintieran ahí fuera. La voz del uña ‘i gato, un retacón forzudo con cara de diablo, terciaba en la charla. Más tarde lo enviaría con el tape Ensina a los lotes bajos contra el río, donde estaban las vaquillonas. Varios alambrados se habían caído y el uña ‘i gato se llevaba bien con los torniquetes. Los dos eran perros leales. También reconoció a Juan Gauna susurrando pestes, y algo se le retorció en el triperío. No bien el sol despuntase lo mandaría al lote de los toros, a medirles el perímetro de las bolas con un piolín. Con un poco de suerte, los angus lo liberarían del mierda ese de Gauna. Otros más hablaron de él… Rafael Benítez, el esqueleto Borghesi y el Zurdo. Como entre espasmos, el mate iba pasando de mano en mano a la espera del gallo remolón. El cielo apenas salpicado de nubes mostrábase ya rojizo cuando Barzola tragó la hiel de su saliva y se aprestó a entrar. Ya alguna vez en el pasado, en una charla de hombres con su propio hermano había fijado firmemente su posición acerca de cómo manejar estas cuestiones.

–       No es que sean malos.- le había explicado Barzola a su hermano Armando. – Pero tampoco son necesariamente buenos. Lo que pasa es que para hacer este trabajo se necesita un carácter especial. Acá tenés que ser de lapacho, no cualquier clavo le entra a esa madera. El campo es duro, Armando. Vos me dirás que todo trabajo es así, pero yo te digo que no. Acá yo he visto mancarse al más valiente, y también he visto llorar como una mujer despechada a hombres que parecían no temerle a nada. He visto pasar por esta pampa muchas más caras de las que te imaginás, que se esfumaron como sombras y nunca más volvieron; todo por no tener el carácter necesario. De eso te hablo. Yo me pasé ocho años rompiéndome el lomo antes de ser capataz…y nunca me achiqué. Y ahora le doy para adelante como un buey, ¿Qué te pensás, que ahora me rasco en el palenque? ¿Que trabajo menos que antes? ¿Que me agarró el mal del ombú? No señor, al contrario, no te imaginás lo difícil que es manejar a esta manga de piojosos.-

–       Acabás de decirme que no eran malos… – repuso Armando, que era el único farmacéutico del pueblo y que a gatas si salía alguna vez de esa infame zona urbana. Tras el mostrador era capaz de mentir cuánto sabía de asuntos camperos, pero no frente a su hermano.

–       No, no son malos… Pero una cosa no quita la otra. Los llamo piojosos en otro sentido. Es que a veces me dan un poco de lástima...- dijo el capataz sincerando la voz y encendiendo un breve cigarro. – Son piojosos porque están infectado, Armando. Y lo peor es que no lo saben. Están infectados con el virus de la ignorancia, y la ignorancia te deja a pata de todo.

–       ¿Y vos los curás de esa ignorancia? – preguntó el farmacéutico un poco aburrido.

–       No, yo no los curo.- Barzola hizo una pausa larga y miró por la ventana a una matita de pasto que pasaba empujada por el viento de la tarde. – Yo los amanso y los entreno. –

Para devolverle el mate al cebador de turno, el sordo Verenito tuvo que estirarse por sobre la calavera de vaca que con sus cuernos oficiaba de banquito matero. Nadie abrió la boca acerca de esa ausencia, simplemente obraron como siempre, callar e ignorar. Un silencio obtuso inundaba la casa cuando el gallo cantó y Barzola ingresó con su cara de pocos amigos para asignarle a cada uno su tarea del día. Apenas si saludó. De manera más o menos inmediata todos salieron al campo. Sólo quedó Barzola, hundido en sus pensamientos. Allí parado con las botas en el verdín parecía estar viendo a su hija en la casa del pueblo. Ella dormía desentendida del mundo y de todo lo malo que estaba por llegar. Desarmadas las trenzas, la cabeza de la Lucecita era una maraña renegrida y compleja sobre la almohada, y las frazadas amarillas copiaban como arcilla las formas redondas de su cuerpo. Agustín Barzola pensaba con amor a su hija mientras en su cabeza rebotaban como pelotas una cantidad de preguntas siniestras. ¿En qué momento su vida cayó por el barranco? ¿Fue por su falta de fe que el Diablo taimado pudo nublarle el entendimiento? No tenía ninguna respuesta, pero de algo estaba seguro: en sólo dos días la vida se le había puesto de culo como una taba mal tirada.

El ruido de un caminar pesado por el camino de acceso al casco sacó al capataz de sus meditaciones. No tuvo necesidad de mirar quién era, simplemente esperó el momento justo para darse media vuelta y tenderle una diestra acalorada. Las palabras también parecían estar de más, y ese apretón de manos todo lo decía. Desde hacía dos días Barzola había contraído una gran deuda con él y, por fortuna, aún ignoraba cómo iba a terminar de pagarla.

–       Sólo una cosa –, dijo Barzola en voz muy baja y señalando hacia el piso con la vista – límpiese ya mismo la sangre de esa bota. – Sorprendido, el Gringo agradeció secamente y prosiguió su camino rumbo a la tarea que le fuera asignada y que le tomaría el resto del día.