* lo que se va con la corriente

Última entrega de la saga del Gringo y la Lucecita, obra en colaboración con el Sr. Blopas, que también pueden encontrar en su blog “Proyecto Anecdotario”. 

La 1ra parte la encuentran acá:  dos guitarras y un cajón peruano.

La 2da parte la encuentran acá:  tinta fiera.

La 3ra parte la encuentran acá:  la última estación.

La 4ta parte la encuentran acá: los piojosos.

La 5ta parte la encuentran acá: la culpa no es del toro.

La 6ta parte la encuentran acá: bajo el agua.

La 7ma parte la encuentran acá: los eslabones.

La 8va parte la encuentran acá: en las vísperas de san la muerte.

La 9na parte la encuentran acá: melodía del desconcierto.

La 10ma parte la encuentran acá: una casa sin luz.

La 11ava parte la encuentran acá: sangre y harina.

La 12ava parte la encuentran acá: la crecida.

***

El auto pasó la tranquera principal cortando el aire como la sudestada, sin mendigar permiso ni ponerse a pensar en lo que se lleva por delante. La borrasca desmañada, como instrumento del destino, había cubierto con agua las huellas del Rastrojero de Barzola. Carlini lamentó los minutos perdidos en volver al camino de entrada, en las instancias decisivas cualquier retraso puede ser fatídico. La patrulla surcó por el diámetro la pista donde un rato antes habían explotado el jolgorio y el alcohol. Dicen los que saben que después de grandes festejos hay que andar prevenido, porque el equilibrio del mundo se acomoda en un instante, y el revés de la desgracia nunca tarda mucho en llegar. Carlini y Becerra lo sabían, y ya no les importaba el sigilo, ni las luces prendidas del móvil, y ni siquiera se molestaron en escudarse en su rol de pesquisas. El hombre frente al hombre. Era el momento de actuar. La tormenta clamaba con todas sus fuerzas por el final de la historia. Los frenos mojados apenas accionaron en un charco infinito frente a la casa. El chapoteo de Becerra en la marejada amainó al entrar en el living vacío, donde el agua había removido del mueblaje muchos años de olor rancio del capataz. Nadie se lo había enseñado, pero él sabía que ese olor era un pésimo augurio. La ventana se abrió de par en par y un relámpago larguísimo cortó al bies la espesura negra de la pampa. Carlini tropezó con un tronco y se sumergió de jeta en el barrial.

—¡Vamos, Carlini, puta madre, están en el barranco!

El grito del comisario acompañó el tirón salvaje que puso al ayudante otra vez de pie. A campo traviesa salieron disparados en dirección a aquellas siluetas grises que de a ratos se encendían sobre el horizonte. Poco le duraron las piernas al comisario, que a mitad de camino, empapado hasta el tuétano pero detrás de su 9 mm, llevaba en la boca el dulzor de la adrenalina y el amargor del inminente retiro de la fuerza. ¿O acaso se le estaban confundiendo los sabores? Poco más de una centena de metros habrían corrido cuando su ayudante lo sobrepasó. En ese momento el comisario Becerra pudo ver en el rostro de su fiel escudero un gesto, una mueca, o algo parecido que no pudo definir, era como si ese tipo que conocía bien de cerca ya no fuera el mismo joven, torpe e inexperto, sino que ahora llevaba estampada en toda la cara la furia del convencido. A su vez, en ese segundo plagado de epifanías, Carlini supo que en ese sprint fallido su querido comisario estaba dejando más de lo que parecía. Ninguno de ellos, sin embargo, notó a una quinta figura que corría con desmaño rumbo a la cárcava. Una vez más, como un eco de sí misma en el devenir de la humanidad, la noche cobijaba por igual a benditos y sotretas.

—Reconocélo, pedazo de mierda, ¡vos achuraste al Lorenzo!

Con la cara encendida, el Gringo se iba acercando al capataz. La hoja de la faca, brillante como un hueso descarnado al sol, desafiaba las ráfagas en la diestra inapelable del peón. Entre ambos hombres, un escaso metro. A espaldas de Barzola, el río descontrolado. ¡Qué caravana de ideas pasaron por la cabeza del asesino! No desconocía que sus posibilidades eran mínimas, pero ya era tarde para arrepentirse de algo por primera vez en la vida, y mucho más lo era para empezar a creer en Dios. El corazón le hinchaba el costillar por dentro como a las vacas viejas cuando entran al matadero. El Gringo, cegado por la furia, nunca iba a enterarse de que Barzola, desencajado, veía un sinfin de colores algodonosos que giraban a su alrededor cual espectros de varieté, ni que por sus bombachas empapadas había bajado una catarata de meo caliente. No, el Gringo nunca se enteraría, y el pensar en aquella gurisa hermosa que llevaba sangre Barzola en las venas lo encendía como un tizón en la fragua. Tenía enfrente a la única persona que podía impedirles un futuro de felicidad. Un paso más, sólo un paso más.

—¡Paráte, Gringo! —gritó Carlini. Se había parado a una distancia que le aseguraba un disparo certero, aunque no tuviera claro quién sería el destinatario.

Sin embargo, la zurda de Barzola fue más rápida que el rayo. Quizás era el que mejor sabía que no existen las retiradas elegantes, y que a lo irreversible es mejor no dilatarlo, ¿qué más puede pretender un hombre como él, al que nunca nadie le dijo como vivir, que decidir su propio final? Tomó del antebrazo al gringo y jalando con todas sus fuerzas se clavó la faca en las tripas. Al Gringo sólo le quedó revolver hasta que el cuerpo del capataz cayó hacia atrás por la cárcava y se hundió en el agua. Después tiró la faca al pasto y giró hacia Carlini, que con el dedo resbaloso sobre el gatillo y la mirada de piedra le alcanzó las esposas; “hasta acá nomás…y basta” cuentan que le dijo, pero en el campo no hay que confiar en los cuentos de las viejas. El Gringo se esposó solo y se arrodilló manso frente a Carlini justo en el momento en que el comisario, exhausto, llegó acompañado de la Lucecita. Al verla, el Gringo cerró los ojos. Ninguno de los otros supo del frío que le subió por la médula, y el pobre diablo nunca se enteraría que las gotas en la cara de la muchacha eran sólo de agua dulce.

—Felicitaciones, Topito—, cerró con voz amarga el comisario Becerra.

El resto es una historia que quedará para siempre en el campo de Don Miguel, y a la que los años le pondrán distintas variantes y condimentos. O tal vez no.

De leyendas, cuentos y fábulas se nutre la mística de ciudades, pueblos y lugares perdidos en la nada como este, y en la cabeza de cada uno de sus habitantes quedará la responsabilidad de qué hacer con la memoria. A nadie le quitará el sueño no saber qué pasó con el cuerpo nunca hallado de Barzola, tampoco se tratará de adivinar por mucho tiempo la suerte de la Lucecita en la gran ciudad, tal vez haya encontrado lo que tanto anhelaba, tal vez no, pero ya no importa; y por supuesto, las noticias sobre los días negros de encierro del Gringo se volverán cada día más escuetas, casi ínfimas, hasta desaparecer primero de las conversaciones de las viejas, luego de los pensamientos erráticos de los peones, y por último de toda la memoria colectiva de un caserío apartado, con ínfulas de pueblo noble, con gente amable y agradecida, trabajadores, estudiantes, amas de casa, guitarreros, hacendados, malandrines, hombres de ley. Un amasijo de gente común y corriente que de vez en cuando, como todos, tiene que esconder la mugre debajo del felpudo y esperar que amaine la tormenta.

FIN.

***

* angelita

Yo sabía que el señor Durban no iba a terminar nada bien, andaba siempre en cosas raras, bah, era raro, qué se yo, a mí me daba un poco de desconfianza cada vez que llegaba con algo nuevo a la pensión, como ese día que apareció con el jaulón para los pajaritos, Marta y yo estábamos tomando mate acá en el patio y el señor Durban entró empujando el jaulón con rueditas, yo la miré a Marta pero ella se lo quedó mirando embobada y ni siquiera pudo devolverle el saludo, porque eso sí, el señor Durban era muy educado y lo primero que hizo fue saludar, se ve que venía de una buena familia que se ocupó de él como corresponde y lo mandó a una escuela como la gente, porque todo depende de eso ¿sabe?, la familia tiene que procurar que la educación de sus hijos sea la mejor posible porque después si no terminan criando vagos, como el sobrino de Marta (aunque yo no le digo nada, pobre Marta, ya bastante tiene con la soltería y con andar cuidando a su papá, ¡pobre Don Miguel!, un pan de Dios, Don Miguel, lástima ese problema con la bebida, que creo yo que tiene mucho que ver con cómo quedó ahora, pero tampoco le digo nada a Marta, porque es el padre y yo no soy quien para andar diciéndole cosas que no me corresponden a la gente) que vaya a saber uno en qué anda ahora, juntándose con esos otros, los hijos de Soria, uno peor que el otro, mire, una vez el señor Durban le tuvo que llamar la atención al mayor porque parece que le había faltado el respeto a unas chicas del bachiller, después de eso ninguno de los Soria, ni siquiera el padre, volvió a pasar por la puerta del colegio, eso hay que reconocérselo al señor Durban, tenía un poder de convencimiento terrible, me acuerdo que siempre venía gente a visitarlo acá a la pensión, y charlaban acá en el patio, un poco más allá, abajo de la parra, y cuando se iban con cara de satisfechos el señor Durban les estrechaba la mano y la sacudía aparatosamente, después venía y me decía todo emocionado “cada vez estoy más cerca, Bety” y yo no entendía nada, ¿más cerca de qué?, ¿por qué se ponía tan contento cuando lo venían a ver estos hombres tan siniestros? (porque le digo la verdad, esos tipos, que Dios me perdone si me equivoco, tenían una pinta de mala vida que me daba miedo, y todas la veces yo me metía para adentro y me hacía la que limpiaba la mesada de la cocina, pero los espiaba de reojo por la ventanita del costado, no fuera a ser que si pasaba algo yo estuviera desprevenida). Yo me imaginaba que no andaba bien del todo, el señor Durban, como que tenía algo flojo que de vez en cuando se le piantaba por ahí, no sé, no quiero hablar de más porque después ya sabemos cómo es la gente y van a andar diciendo por ahí que una es chusma y vaya a saber qué otras cosas más, yo conozco los bueyes de este barrio, se hacen todos los buenitos pero más de uno lleva el Diablo adentro, es una forma de decir, eh, usted me entiende, y si hay algo que le gusta hacer a la gente es hablar y hablar, aunque no sepa, peor que en la televisión, por eso yo me llevo bien con todos y no tengo problemas con ninguno, pero le digo la verdad, la única que no me da mala espina es Marta, con ella no me tengo que preocupar por nada, ¡es tan buena, Marta!, y conversadora, es una gran compañía, debe ser por cómo la educaron las monjitas, me da pena que esté así de enfermera de Don Miguel, él también me da pena, no crea que no, eh, pero pobre Marta dejando estos años ahí sin ocuparse de ella, qué se yo…¿qué le venía diciendo? ah, el tornillo flojo del señor Durban, sí…una vez se apareció con una caja llena de muñecos de trapo, chiquititos, todos con ropita y zapatitos, con pelo y todo, el pelo ese me daba impresión porque parecía de verdad, y el señor Durban estaba contento y entusiasmado, hasta me regaló una muñeca que dijo que se parecía a mí, para mí no era muy parecida, pero es linda, Angelita, todavía la tengo, la colgué en el living arriba de la estufa, al lado de los platitos y las cucharitas, por supuesto que le agradecí, aunque me hubiera gustado tener la parejita, yo no le pedí nada porque me daba vergüenza andar pidiendo, pero había un muñeco que era igualito a Silvio, el almacenero de acá a la vuelta, que me parece hubiera quedado lindo al lado de Angelita, ahí arriba de la estufa, ¿la quiere ver?, ahora se la traigo, ah, y le digo más, ahora debe ser de colección, porque es la única que quedó, a los dos o tres días de que el señor Durban trajo la caja con los muñequitos estos, hubo un accidente en la pieza con el calentador y no sé qué otra cosa y terminaron todos achicharrados, el de Silvio también, me acuerdo del olor a quemado, por eso le digo que me daba impresión, el pelito de los muñecos olía igual que el pelo quemado de verdad, como cuando se le sacan los cardos al pollo con la hornalla, por ahí era pelo de pollo y me hacía confundir, no sé, ahora se la traigo para que la vea, y así y todo el señor Durban no se puso triste, yo pensé que se iba a poner como Soria que cuando perdió el negocio se vino muy a menos, pero no, el señor Durban anduvo un poco desanimado nomás, se ve que no tenía pensado ningún negocio con los muñequitos, porque si no se hubiera puesto más triste, creo yo…¿quiere un mate?…no, sólo desanimado y menos conversador, nada más, hasta que empezó a venir a visitarlo otro hombre, distinto a los otros, no tan siniestro, parecía bastante noble, y tenía las manos bien cuidadas, a mí igual me enseñaron a desconfiar de los hombres que se cuidan las manos, es de poco trabajador, qué se yo, pero este era distinto, y la relación con el señor Durban también era distinta que con los siniestros, conversaban, se reían, se palmeaban, a veces leían el diario en silencio, todo acá abajo de la parra, pero un día así como así no volvió más este hombre, Claudio me parece que se llamaba, era más joven que el señor Durban, un poco, bah, y no parecía estar “tocadito”, no sé si me entiende, pero bueno, no volvió más, yo le comenté a Marta que era raro que no venga más y que por ahí se habían peleado o algo, y Marta me dijo que no me meta, y yo ahí le dije, reconozco que estuve mal, que no se hiciera, si yo había notado cómo lo miraba a este Claudio, a mí no me podía decir que no, así que a ella también debería darle curiosidad saber por qué ya no venía más… A veces yo salía temprano acá al patio a tender la ropa y lo encontraba ahí parado al señor Durban, mirando para arriba, o fumando, o anotando cosas en un cuaderno azul como los del colegio, ¿los pajaritos?, no, nunca hubo pajaritos, salvo los gorriones que se juntaban a la mañana en los árboles del fondo a molestar, porque los gorriones hacen eso nomás, molestar, no son como los zorzales o los canarios, que tienen esos colores tan hermosos y cantan tan lindo, ¿sabía que no sólo son amarillos los canarios?, no, los gorriones son como una plaga por acá, además yo creo que saben que los canarios son mejores y por eso a eso de las cuatro y media o cinco de la madrugada ya están dale que dale con el pipipí, por resentidos, y ahí ya no se puede seguir durmiendo, puede ser por eso que me lo encontraba al señor Durban levantado tan temprano, pero no sé, si le digo la verdad había muchas cosas del señor Durban que no entendíamos ni yo ni Marta, que éramos las que lo tratábamos más y conocíamos, cómo decirle, su parte más “verdadera”, algo así, porque la gente del barrio apenas si se lo cruzaba, aunque así y todo, con todas las cosas raras, no desentonaba, ¡si usted supiera las cosas que hay que ver por estos días en la calle!, en fin, tal vez los tiempos estén cambiando demasiado rápido para nosotros, y eso que no estamos tan cerca del centro…Ahora le traigo a Angelita, va a ver qué linda que es y me dice si la encuentra parecida a mí como decía el señor Durban o no, y va a ver cómo la tengo de impecable después de tantos años, yo no pensé que fuera a durar tanto, en general estas cosas artesanales sufren el deterioro muy rápido, porque le hacen el relleno con alpiste o alguna otra semillita que dura un tiempo pero después se pudre, entonces el muñeco se va echando a perder desde adentro sin que nos demos cuenta, y al final cuando se le nota algo afuera ya es tarde para salvarlo, está todo podrido y lo tenemos que tirar, una pena, pero con el debido cuidado pueden durar bastante, no sé por qué yo me encariñé tanto, a lo mejor porque fue la única que quedó, o a lo mejor porque me da gracia cómo todos me la envidian, pero esos no son buenos pensamientos, no está bien ponerse contento por tener y que los demás no tengan, eso me lo decía el señor Durban, y yo pensaba que qué bien que sea un hombre religioso, porque esas cosas las enseñan en la iglesia, pero yo nunca lo vi en la iglesia, ni siquiera para Pascuas, así que no sé de dónde había salido tan generoso, porque era muy generoso, y limpio, muy limpio, todas las semanas se lavaba la ropa él mismo, a mano, en el piletón de allá, y después se quedaba mirando cómo el sol le iba blanqueando la camisa, lo que nunca pudo hacer fue calcular el almidón, y en las primeras posturas después de lavado parecía un novio de torta, todo duro; “la presencia es importantísima, Bety” me decía cada vez que se ponía a lavar, “nunca se sabe cuándo nos van a venir a buscar, y es importante estar preparado”, pero yo no entendía a qué se refería si la mayoría de las veces que recibía gente (los tipos siniestros) acá en el patio, andaba con la muda de entrecasa, ¿se referiría a alguna  mujer que esperaba que lo visite?, no creo, ¿no?, en todo caso el que va a buscar a una mujer es el hombre y no al revés, y yo no le conocí ninguna mujer en todo el tiempo que estuvo acá, pero él hubiera podido conocer alguna, no voy a dar nombres pero varias me han preguntado en el mercado, haciéndose las bobas, por el señor Durban, como si yo no me diera cuenta, eso es lo que pasa ¿sabe?, todos piensan que nadie se da cuenta de nada, y así estamos…al final somos como los gorriones, pí pí pí, pí pí pí, y no dejamos descansar a nadie…si pudiéramos ser aves yo no elegiría ser ni gorrión ni canario ni zorzal,  no, a mí me gustaría ser un cardenal, así tan sobrio y elegante, tan gallardo (no sé si se puede decir que un pájaro es gallardo pero esa palabra me gusta mucho, gallardo), y con ese toque de distinción que es la cabecita colorada y ese penacho, impone respeto, el cardenal, no sé cómo alguien elegiría ser otro pájaro, bueno, salvo un águila o un halcón, que son hermosos e imponentes, pero a mí me dan miedo esos pájaros tan grandes, son muy peligrosos…y además el cardenal no anda molestando a cada rato, ni muy temprano…son lindos los pájaros ¿no?…escuche…ahora que baja el sol se ponen a cantar un ratito más y después se duermen…seguro que ahora me llama Marta por teléfono para saber cómo salió la quiniela, siempre me llama cuando me tengo que poner a cocinar, está tan sola, pobre, le voy a decir si se quiere venir a cenar, ¿usted se queda?, me sale un guiso para chuparse los dedos…

* ramsay

“Sólo tiene que haber letras. El ideal es apropiarme de mí, de mi pensamiento raso; y primero, para eso, pienso apropiarme de su traducción escrita. Primero batallar contra las letras, luego contra el sentido. Sentido.

Durante los momentáneos destellos de lucidez que lo asaltaban, cada vez más esporádicos desde que comenzó su deterioro, el profesor Ramsay ponía toda su energía disponible en el enorme problema que para él representaba dilucidar qué había llegado primero, si la adicción a la pornografía y la consecuente práctica compulsiva de la masturbación, o las insoportables migrañas que posteriormente derivaron en el padecimiento de un insomnio crónico y sufrido. Le costaba determinar, y atribuía la confusión a su desorden interno, si existía una relación directa entre las dos cosas, si la aparición de la primera – cualquiera de las dos fuese – trajo aparejado el origen de la segunda, o si bien se trató de la génesis espontánea y concordante de dos entidades autárquicas que sabiéndolo débil e indefenso decidieron, cada una por su lado, someterlo a una lenta pero sistemática descomposición del espíritu. Este pensamiento obsesivo, además de invadir y ocupar su cabeza durante la mayor parte del tiempo que permanecía despierto, comenzó también a traducirse y manifestarse en síntomas de diversa índole, llevándolo a consultar varios especialistas por temor a padecer algún tipo de cáncer – colon, páncreas, hígado tal vez -, o de estar gestando una profunda úlcera estomacal que lo condenaría de por vida a una dieta injusta, estricta y aburrida. Lo más difícil va a ser dejar de fumar, pensó luego de visitar a un estomatólogo de renombre que después de revisarlo y ordenarle estudios de rutina lo despachó sin preocupaciones, ya que en su experta opinión no había nada en el paciente que pudiera ser considerado de gravedad o que demandara especial atención. Durante los últimos meses la dependencia al tabaco había crecido exponencialmente en el profesor, entre dos y tres atados por día, y durante los ataques de insomnio u onanismo, o de los dos al mismo tiempo, el consumo alcanzaba dimensiones aberrantes. Lo que más disfrutaba al pitar un cigarrillo era ver cómo el papel ardía y se consumía lentamente; según él, en esa pequeña y fallida hoguera, el indómito dios de todos los vicios moría una y otra vez, tendiéndonos la mano, llamándonos por nuestros nombres, provocando la remisión de la realidad hasta transformarla en un punto minúsculo y grisáceo como una bola de plomo olvidada en el fondo de un cajón.  En otras oportunidades, el profesor, que no menospreciaba el equilibrio de la naturaleza y de la psique humana, mientras contemplaba desde su balcón las luces deprimentes de la ciudad anochecida, meditaba largamente sobre ese minuto inexorable en el que todos nos convertimos en santos de madera para los demás. De todos modos, ante la imposibilidad de controlar por qué camino se dirigirían sus pensamientos cada vez que cedía al impulso de encender un cigarrillo, se conformaba con encontrar de vez en cuando un momento de serenidad, lejos del delirio místico y del rigor científico, que le permitiera pensarse a sí mismo como un hombre común y corriente, como el Ramsay que era antes de convertirse en un pervertido insomne a punto de morir de cáncer o de úlcera.

En caso de emergencia, préndase fuego. O desangre a una bestia sobre el mantel. Conocí a una chica que tiene la cabeza rota, que dice cosas rotas, que usa palabras rotas. Rompe todo lo que encuentra y no le importa. A nadie debería importarle. Hay días en que me despierto pensando que esa chica sea tal vez la bestia que yo tengo que matar, pero después me da miedo. Me quedaría el fuego, es cierto, pero sería lo único, y en las emergencias lo mejor es tener varias alternativas.

Me voy por el desagüe, te vas por el desagüe. Nos vamos por el desagüe. Fluido. Fluidos. Deslizar. Correr. Aguantar. Arrepentirse. Desagüe.

El entorno del profesor no tardó en detectar las señales que evidenciaban el corrimiento de eje que estaba atravesando. Se tomó como precaución, después de una reunión casi clandestina de unos pocos de sus colegas (los más influyentes a la hora de tomar decisiones), establecer un monitoreo delicado pero constante sobre sus actividades. Geografía y Latín fueron las primeras encargadas, a título voluntario, de vigilar los comportamientos cada vez más extraños del profesor. Más que por un impulso solidario, ambas se vieron movilizadas por la extrema curiosidad: Geografía no podía comprender cómo el hombre que le había parecido tan atractivo e interesante (y con el que habría compartido algo más que una simple relación laboral, según dichos posteriores de Historia Clásica) se había convertido en tan poco tiempo en una silueta gastada y desprolija que vagaba por los pasillos entre clase y clase, y que una vez terminada la jornada se alejaba con paso lento y vacilante contemplando los tilos que adornaban el boulevard de la calle Bouchard. Por su parte, Latín nunca hizo públicos los motivos (e Historia Clásica evitó hacer comentarios al respecto) que la llevaron a ofrecerse a participar de ese monitoreo inicial. Luego del primer informe de Geografía y Latín, llegó otro, a cargo de Álgebra y Artes Plásticas, y un tercero, realizado por Francés y Literatura Moderna; ninguno de los tres fue favorable respecto de la condición y desempeño del profesor Ramsay, y aunque en el último se evidenciaba que la situación se agravaba, todos coincidían en tratar el tema con el mayor respeto y cuidado posible, dada la alta estima que todos, además de Geografía, le tenían.

Las plantas. Frondosidad. Me gusta esa palabra. La tuve dando vueltas toda la noche en mi cabeza. No dormí. BDSM. Las de Hong Kong son efectivas pero un poco repugnantes, no había visto hasta ahora cosas tan extrañas. En los foros, algunos usuarios (que ya tengo identificados de varios lugares, deben tener algún problema como el mío) aseguran que ese material es “softcore” y exigen a los administradores de la página que liberen el material de mejor calidad; aparentemente el mercado interno de Hong Kong trabaja con producciones de alto riesgo y que posiblemente rocen lo ilegal, para lo que el moderno occidente no está preparado, por eso las estrategias de marketing global se organizan alrededor de diferentes límites. De todos modos me resulta excitante, desconozco que reacción me produciría consumir algún producto del mercado interno. Frondosidad.

Poco tiempo después se organizó otra reunión, menos clandestina que la primera y de carácter mucho más formal, a la cual Ramsay también fue invitado. El Director llevó la voz cantante, apoyado en un par de oportunidades por los comentarios de Instrucción Musical y de Historia Clásica, que se pasó la mayor parte anotando cosas en una libreta de tapas rojas. En esta reunión se le comunicó al profesor, con suma amabilidad, que debido al comportamiento errático que estaba experimentando en los últimos meses, lo mejor para todos (para la institución, para el alumnado, y para él mismo) era que por un breve período aceptara tomar una licencia y se ocupara en despejar la mente, para poder luego retomar sus actividades repuesto y descansado. Incluso le sugirieron que podría ser beneficioso consultar a algún especialista que lo asesorara. Durante la charla, el profesor sintió todo el tiempo que la mirada de Geografía lo recorría y lo examinaba crudamente, con una intensidad tal que parecía atravesarle la piel en busca de algún signo que delatara sus impresiones y pensamientos, pero permaneció inmutable e impasible, observando a través del ventanal el patio interno del colegio, donde las alumnas del tercer año conversaban entre sí, acariciadas por el brillo anaranjado de las diez y media de la mañana.

¿Será una atracción formal que la palabra ejerce sobre mí? ¿Será que me conmueve la carga de misterio y profundidad que le adjudico? Sea por lo que fuere, adopto el concepto para describir la sensación que tengo sobre mi propio pensamiento. Pensamiento frondoso. Espeso. Crecido. Desarrollado. Una planta alta y gorda compuesta de muchos verdes diferentes, con hojas grandes y multiformes, algunas flexibles y otras muy rígidas y en punta; una planta sin flores por el momento, con muchas ramas, cortas, largas, nuevas, viejas, que se desprenden de un tallo firme pero lastimado. De tamaño considerable, a veces invasivo y sospechoso. Es muy difícil identificar la forma concreta, parecería transformarse según el momento del día. Esta planta es un sistema complejo en el que todas las relaciones establecidas entre sus partes son tan apretadas y consistentes que dan por resultado un follaje denso e inabordable. Pierdo claridad y gano en soberbia.

Horas de televisión, horas de diarios, revistas y comida encargada, horas de pornografía, horas descontroladas y desconocidas, horas desproporcionadas de dientes y dedos amarillentos, de aliento cloacal, de pies transpirados y de cervicales destruidas. De fotos y videos, de cajas y cajas de cigarrillos apiladas sobre el escritorio, de hojas de cuaderno desparramadas sobre el sofá. Horas de insomnio eterno recorría el profesor entre recuerdos que nunca terminaban de cobrar forma, con la cada vez más firme sensación de que las cosas en las que confiaba se iban alejando hasta quedar fuera de los límites de su comprensión. Ni siquiera recordaba si había sido antes o después de la licencia que M vació los placares y le explicó que su vida no estaba hecha para dejarla caer por un borde, por lo que había decidido desde su más sólido egoísmo abandonarlo y emprender un recorrido proustiano que le otorgaría el “retorno a la inocencia” que tanto necesitaba. Le hubiera gustado al profesor poder decirle a M que su planteo era, como mínimo, estúpido, y que más que tratarse de una búsqueda interior lo que traslucían las palabras que ella acababa de pronunciar era una clara muestra de su poca capacidad de reflexión y su obtusa visión del mundo, pero no pudo; la ayudó a cargar las cajas en el auto y se quedó parado en la vereda hasta que el ruido del motor del Peugeot se hizo uno más de todos los ruidos de motores que se alejaban por la Avenida Alcorta. Después entró y apagó la televisión.

Tocan el timbre, estoy corrigiendo exámenes en el escritorio, me levanto y voy hacia la puerta, sé que es martes pero mientras camino me pregunto en voz alta quién puede venir a molestar un viernes tan tarde, es de madrugada, o así parece, cuando abro la puerta me encuentro con un hombre oriental, no puedo identificar si se trata de un japonés, un chino, o un coreano, cosa muy curiosa porque poseo una gran habilidad para diferenciar a esta gente entre sí, los rasgos del oriental se transforman todo el tiempo conservando sólo la raíz más pura de la etnia, me mira fijo y dice “saludos”, inmediatamente aparezco en el medio de un parque lleno de tilos y ya no es de madrugada, o sí, no lo sé, en la mano sostengo una postal sin remitente ni dedicatoria, la doy vuelta y en letras mayúsculas sobre un paisaje de ruinas desconocidas dice: QUITO. ¿Será ecuatoriano?, me pregunto, pero ya no estoy en el parque cobijado por los tilos sino que estoy de regreso en mi living, en el sofá; a mi izquierda sentado un monje y a mi derecha un hombre con cabeza de jaguar, ninguno de los dos es el oriental, yo miro mi postal y ellos dos, al mismo tiempo, me enseñan una diferente cada uno, el monje junta las tres en la palma de su mano y lanza una llamarada por la boca que las incinera en el acto, el hombre con cabeza de jaguar ríe, el monje ríe, yo los miro a ambos desde la puerta de calle y pregunto: ¿QUITO?, el hombre con cabeza de jaguar sigue riendo y el monje me responde: DEFICIENTE.

La vigilia se convirtió en una gigantesca ecuación en la cual todas las variables – la enfermedad, la compulsión, el desinterés, la soledad – se ramificaban haciendo casi imposible la tarea de despejar la incógnita principal. Yo soy x, se decía el profesor frente al espejo cada vez que se afeitaba. Yo soy x, se decía el profesor en voz alta y le parecía escucharse como en una grabación, ajeno y lejano. Quizás lo que quede de nosotros en el final sólo sean esos registros espontáneos que fuimos dejando por todos lados sin darnos cuenta, como mensajes grabados en contestadores equivocados, mechones de pelo atorados en las cañerías, como manchas de grasa en un repasador viejo, como un reflejo borroso e irreconocible en el segundo plano de una foto familiar; tal vez lo único que quede sean aquellas porciones de nosotros mismos que fuimos abandonando sin cuidado por considerarlas absurdas e intrascendentes.

Vuelvo a estas notas después de un breve tiempo de dudosa reflexión y profunda frustración (que devino en una controlada pero notable depresión. Aunque pensándolo mejor, con mayor sinceridad y acudiendo forzadamente a una mirada objetiva, debo confesar que hasta el momento todo lo volcado en estos cuadernos ha sido escrito, con excepción tal vez de la primera página y alguna que otra anotación al margen, en un estado latente y constante de depresión y frustración, con lo cual se podría inferir que mi alejamiento o acercamiento a la escritura de estas páginas no obedece a ningún cambio rotundo del estado de ánimo, sino que ambas situaciones podrían representarse como los picos extremos de una línea quebradiza, subiendo y bajando, que se mueve siempre dentro del mismo rango de acción: la disconformidad. Por otro lado (¿o por el mismo?) me siento atrapado dentro de un círculo vicioso – no soy capaz de evitar el lugar común – muy bien identificado y que posiblemente pueda destruir, o al menos descomponer, en la medida en que logre identificar la frecuencia en la que oscilan esos picos extremos y encuentre la “línea promedio”, el sendero menos dañino, el grado cero de la explosión desde donde pueda observar claramente, hacia adelante y hacia atrás, los límites del círculo. CONFUSIÓN. Enfermos. Todos con lepra. Pieles por todos lados y en las cáscaras soy el  Dios que quema (el dios podrido, el de los sapos, las langostas y los curas pederastas). Soy x y tiendo a infinito.”

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* sangre y harina

Undécima entrega de la saga del Gringo y la Lucecita, obra en colaboración con el Sr. Blopas, que también pueden encontrar en su blog “Proyecto Anecdotario”. 

La 1ra parte la encuentran acá:  dos guitarras y un cajón peruano.

La 2da parte la encuentran acá:  tinta fiera.

La 3ra parte la encuentran acá:  la última estación.

La 4ta parte la encuentran acá: los piojosos.

La 5ta parte la encuentran acá: la culpa no es del toro.

La 6ta parte la encuentran acá: bajo el agua.

La 7ma parte la encuentran acá: los eslabones.

La 8va parte la encuentran acá: en las vísperas de san la muerte.

La 9na parte la encuentran acá: melodía del desconcierto.

La 10ma parte la encuentran acá: una casa sin luz.

***

Nunca quedó claro quién atravesó la puerta primero, tampoco si ésta estaba abierta o si los oficiales la violentaron sin pruritos, pero lo cierto es que, una vez adentro, ni Carlini ni Becerra pudieron evitar que la pena les estrujara el pecho al ver el cadáver todavía tibio del buen Gervasio, desparramado entre los costales, cubierto con el engrudo de sangre, harina y levadura, que coloreaba de rosa pálido el piso de la sala de hornos de la panadería. Carlini se tomó la cabeza y se lamentó en silencio, Becerra observó bien el cuerpo tendido, envuelto en tan ridícula mortaja. Sobre el costado derecho, la herida abierta por el facazo parecía tener vida propia; la piel y el músculo latían rítmicamente y a través del hueco se dejaba ver la carne maltrecha y rasgada. Esporádicos borbotones se abrían paso entre nervios y  tejidos, espesos y gelatinosos, según cuentan las anotaciones de la libretita de Carlini, y se deslizaban lentamente, cuesta abajo, desde el borde superior de la abertura hasta el extremo inferior, fundiéndose luego con los baldosones gastados. Según la apreciación de Becerra, la puñalada lo había sorprendido mientras amasaba con espíritu laborioso varios cientos de cuernitos y vigilantes con los que gran parte del pueblo desayunaría por la mañana, sin darle siquiera tiempo a reaccionar o defenderse. El triperío hecho jirones asomaba por el hueco oscuro que una mano obturaba inútilmente. Abrumado por la sorpresa, el asco y la incomprensión, Carlini se tapó la boca para contener el ácido digesto de empanadas que le subía por la tráquea. Los tres hornos estaban prendidos a temperatura máxima. Un viento helado soplaba desde la ventana y agitaba las cortinas de manera intermitente.

–       Ay, Barzola, Barzola…- dijo entre dientes el comisario mientras sacaba la cabeza por la ventana que daba a la calle trasera.

–       No se detiene, y no creo que vaya a parar, Comisario. Creo que estamos en la recta final…-

Becerra, absorto, continuaba mirando más allá del zanjón, donde el Rastrojero había permanecido en marcha. No admitía otra posibilidad: Barzola, embriagado por el exceso de adrenalina, habría de cerrar en la estancia su aventura nocturna con un bonito moño de sangre. Carlini percibió en las sombras de la cocina cómo el comisario acariciaba su arma reglamentaria, y aunque no se atrevió a comentarlo sintió un ligero escalofrío.

Al otro lado de la calle, donde las luces mortecinas de la panadería se fundían con las sombras de los arbustos, la noche se hacía dueña de todo y de todos, amparando a los desdichados y a los herejes con una niebla inesperada y confusa. Pero para Becerra no era la niebla, ni la ignorancia, ni el desamor lo que confundía el entendimiento de ciertos hombres, sino la ambición. Cuando la sangre contaminada empieza a hervir, difícilmente pueda uno esquivar las incorrecciones, los excesos y los malos actos. Al razonar en todo esto, Becerra no tenía en mente a Barzola sino al Gringo, un piojoso como cualquier otro, arrastrado a la desgracia por la ambición más elemental que existe. El demonio vive en los elixires oscuros y en las palabras de una mujer decidida. Que le pregunten al Gervasio, si no.

–       Vamos, Topito. Se acaba todo. – dijo mientras enfilaba hacia la puerta de atrás.

–       No se nos puede escapar, Comisario.-

–       No lo hará, Topito. Ya no. Vamos, muévase. Tenga a mano su pistola y no me afloje porque de aquí al amanecer será la mano más brava que nos haya tocado jugar hasta el momento.-

Carlini se puso serio como un condenado. Recordó a Lorenzo, a Gauna, a Martínez, a la Lucecita, al Gringo y a Pichón; pensó en el baile, en los borrachos y en el pueblo entero, que parecía no querer reconocer que la miseria se le había colado por debajo de la puerta. También recordó los días de la academia, cuando ser policía todavía era ilusión y, de vez en cuando, dispararle a una silueta de cartón contra un muro desconchado. Cubrió el cuerpo de Gervasio con un mantel cuadriculado que rápidamente se empapó de bordó; ansioso, abotonó su abrigo y salió tras su jefe. La noche era oscurísima y una manga de nubarrones espesos amenazaba con desplomarse sobre el campo. Los oficiales subieron al móvil y partieron raudamente hacia la estancia por el ripio vecinal. Entre medio de hectáreas y hectáreas de un maíz recién emergido la pregunta de Carlini rasgó el silencio como el trueno que anuncia el temporal.

– ¿Alguna vez tuvo que matar a alguien?-

Becerra miró de reojo a su joven ayudante, mas no emitió respuesta alguna. Carlini se enderezó en el asiento, extrajo la 9mm y la tocó con desconfianza como quien acaricia un perro ajeno. Recorrió con las yemas las estrías de la culata, el gatillo y la mira, y antes de volverla a guardar se aseguró de quitarle el seguro. ¡Click! Volvió a cerrar la cartuchera e inspiró profundamente. Nunca se le habían dado bien los juegos de cartas.

***

* una casa sin luz

Décima (sí, décima!) entrega de la saga del Gringo y la Lucecita, obra en colaboración con el Sr. Blopas, que también pueden encontrar en su blog “Proyecto Anecdotario”. 

La 1ra parte la encuentran acá:  dos guitarras y un cajón peruano.

La 2da parte la encuentran acá:  tinta fiera.

La 3ra parte la encuentran acá:  la última estación.

La 4ta parte la encuentran acá: los piojosos.

La 5ta parte la encuentran acá: la culpa no es del toro.

La 6ta parte la encuentran acá: bajo el agua.

La 7ma parte la encuentran acá: los eslabones.

La 8va parte la encuentran acá: en las vísperas de san la muerte.

La 9na parte la encuentran acá: melodía del desconcierto.

***

Con ojos de basilisco se encendió el estupor en las caras del Zurdo y Pichón cuando escucharon al Gringo anunciar al micrófono: “Acá los dejo con el Negro Funes, que se va a tocar unas zambitas mientras yo descanso un rato. ¡Aplausos, por favor!”. El Negro subió a la tarima con su guitarra en la diestra y los nervios en flor. Los músicos intercambiaron dos o tres palabras, y mientras la Lucecita, pícara, alentaba a las parejas a no abandonar la pista, un “adentro” optimista dio pie a una nueva tanda musical. Ningún borracho notó la diferencia de intérpretes. Aunque a Don Miguel al principio le llamó la atención el cambiazo, el Negro tocaba bastante bien y cantaba mejor que el Gringo, por lo cual todo el mundo quedó satisfecho. Mientras tanto, arropado por las vicisitudes del jolgorio, el Gringo se adentró con paso firme en las fauces oscuras de la estancia.

Lejos de allí, pero no tanto, Carlini y Becerra continuaban con su investigación gracias a las ausencias que obsequiaba la fiesta. Un edredón negro noche se extendía por las calles del pueblo cubriendo de sombras las acciones y pensamientos de los hombres de la ley, que ingresaron a lo de la Lucecita por la puerta del fondo.

–      Lo quiero bien despierto, Topito. Revisemos milímetro a milímetro este rancho. Necesitamos algo que nos alumbre, cualquier cosa que relacione a esta mocosa con el Gringo, con las muertes o con lo que carajo sea, nos va a venir bien. Abra bien los ojos. Falta poco para que en la fiesta se calmen las tabas. ¡Apúrese, vamos! –

La Lucecita demostró ser una mujer simple y austera. En la casa reinaba el orden y la practicidad. Por todo lujo ostentaba una moderna radio Philips. Eso facilitó la tarea de los oficiales, quienes como dos sabuesos buscaron posibles pistas por todas las cajoneras, repisas, mesas y mesitas. Husmearon bajo la cama y en el baño, en los frascos de la cocina y entre las hojas de los pocos libros de la biblioteca.

Como resultado de la intensa actividad, de a ratos y por lo bajo Becerra echaba maldiciones a su viejo esqueleto dolorido; viendo escasear sus fuerzas, apagaba la linterna y exhalaba sólidas vaharadas de frustración. Se sentó en el piso de la habitación, apoyó la espalda contra la cama y se sostuvo la cara con la mano. ¿Dónde se estaba equivocando? ¿Cuál era el detalle que se escapaba? Lo atormentaba el no poder hallar la clave para interpretar todo el asunto. No deseaba más cadáveres en su pueblo, pero sus deseos habían comenzado a hundirse en las aguas del fracaso. El comisario era un hombre íntegro y de pujante voluntad, aunque por momentos se le entristecía el espíritu y pensaba que en infiernos tan pequeños la búsqueda de la verdad era simplemente una quimera. Pero nadie se muere en la víspera, y no hay muerto sin velorio. El llamado de la esperanza atravesó la oscura quietud de la casa como el chispazo de un arco voltaico. Becerra levantó en un santiamén su alma del piso y el semblante se le llenó de ilusión. Era la voz de Carlini, que desde la sala le contagiaba al comisario el entusiasmo por haber descubierto una nota sobre la mesa de la cocina. No obstante, antes de ponerse en marcha, Becerra fue atropellado brutamente por su ayudante, quien a toda velocidad lo empujó adentro de un pequeño lavadero.

–      ¿¡Pero qué hace, Carlini!?-

–      ¡Shhh, entró alguien!-

Al cerrar la puerta tras de sí, ambos oficiales quedaron amontonados en el pequeño cuarto de lavar. Forzadamente quieto y en silencio, contorsionado entre mangos de escobas, palas y cajones con ropa sucia, Becerra sufrió dos calambres que le aniquilaron las piernas. Por fortuna, Carlini manoteó la boca del comisario para ahogarle el grito, mientras acomodaba el ojo contra el bocallave de la puerta. La casa estaba iluminada. En el centro de la cocina, de pie ─aunque tambaleante por el alcohol y sosteniendo entre sus manos la nota que hallara Carlini─ Agustín Barzola resollaba como un toro bravío. Abolló el papel, lo arrojó al piso y abandonó la casa con paso decidido y amenazante. El quejido metálico del Rastrojero alejándose se apagó poco tiempo después. Becerra salió del lavadero con el apuro y el entumecimiento propios de un detective a punto de resolver el último caso. Por su parte, Carlini se apuró hacia el bollito de papel y comenzó a leerlo torpemente.

–      Parece estar escrita por una mujer, comisario, es letra prolija y redonda. Está dirigida al Gervasio, el de la panadería. Yo creo que la Lucecita está tirando de los hilos peligrosamente, comisario. – Becerra escuchó con atención las palabras de Carlini: amor, pasajes, martes, tren y Buenos Aires.

–      Vamos a la panadería ya mismo.-

–      Está cerrada ahora…-

–      Cállese y sígame, Carlini. Tiene mucho que aprender aún. –

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* melodía del desconcierto

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Novena entrega de la saga del Gringo y la Lucecita, obra en colaboración con el Sr. Blopas, que también pueden encontrar en su blog “Proyecto Anecdotario”. 

La 1ra parte la encuentran acá:  dos guitarras y un cajón peruano.

La 2da parte la encuentran acá:  tinta fiera.

La 3ra parte la encuentran acá:  la última estación.

La 4ta parte la encuentran acá: los piojosos.

La 5ta parte la encuentran acá: la culpa no es del toro.

La 6ta parte la encuentran acá: bajo el agua.

La 7ma parte la encuentran acá: los eslabones.

La 8va parte la encuentran acá: en las vísperas de san la muerte.

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A un costado del escenario improvisado, el Gringo y el Zurdo afinaban las guitarras, con el mismo gesto adusto y desconfiado que se les había instalado en la cara el día en que aceptaron la propuesta de Don Miguel. “A la mala espina se la debe respetar”, decía siempre el Zurdo. El Gringo, cuyas preocupaciones excedían largamente las de su compadre, aceptaba esa sentencia, pero callaba. A veces no hay mucho que hacer contra los deseos del tallador; se aceptan las cartas y se juega con el pico cerrado tratando de evitar el mazo. Cuando los armónicos dieron el visto bueno a la afinación, los músicos respiraron hondo, se acomodaron las pilchas, los pañuelos de rigor, y se dispusieron largar el espectáculo. Desde el centro de la tarima, Pichón repicaba los dedos suavemente sobre el cajón, cortando a gatas la modorra de la concurrencia y concentrando algunas miradas vidriosas fruto de la sobremesa. Como se sabe, en cualquier festejo el hambre es lo primero que se acaba, mientras que la sed es mucho más brava de saciar; la humedad de la pampa reseca el alma y el espíritu, valga la contradicción.

Los primeros acordes se mezclaron con algunos aplausos tímidos y palabras inentendibles a las que el Gringo no prestó atención, pero que Pichón y el Zurdo consideraron de aliento. La “Chacarera de la Redención” rompió el hielo y la quietud reinante. El trío era ciertamente virtuoso. A pesar de lo inestable de la percusión, la energía que contagiaba era capaz de animar un velorio a cajón cerrado. Con el profesionalismo como bandera, el Gringo empujaba sus malos pensamientos e inevitables sospechas hacia el fondo, trataba de mantener la calma y el compás en medio de todo ese revoltijo en el que veía enredarse más y más. Sin embargo, su mirada mañera se le escapaba por todo el lugar en busca de la figura gentil de la Lucecita, que hasta ese momento se destacaba por su ausencia. Las primeras parejas se animaron y le entraron al bailongo sin esperar demasiado. Bien al fondo, donde los copetudos los pusieron por las dudas de que tuvieran olor rancio, el “Esqueleto” Borghesi, Benítez y los demás peones golpeaban la mesa con sus manos renegridas. Y aunque era aún temprano para estar entonado, el tape Ensina se le animó al estribillo con su vozarrón de llano herido. No faltaron las palabras a la memoria del difunto  Juan Gauna y para la viuda que lo lloraba. Curiosamente, nadie recordó al malogrado Lorenzo.

El baile ideado por Don Miguel transcurría sin tropiezos. Su deseo de mostrar que en la estancia nada era tan grave parecía satisfecho. A un costadito de la pista, con sendos vasos de sangría sin tomar, Becerra y Carlini repartían sus sentidos entre el jolgorio y el deber. Tenían orejas de sobra para los corrillos y también para la música, y con los cuatro ojos podían atender no sólo al Gringo y Barzola, sino también, y por qué no, al mujeraje fatal. Del otro lado de la pista, el oscuro capataz aguardaba su momento de pie contra una acacia. Los hombres de la ley parecían esperar ese mismo momento para hacer su jugada. Pero los hechos estaban a punto de desbocarse como bagual asustado. Miradas oblicuas trazaban la pista. Don Miguel observaba al Gringo; el Gringo vigilaba a Carlini y Becerra, y éstos miraban cómo Barzola, haciéndose el desentendido, relojeaba el camino que bordeaba el casco.

Los que no estaban borrachos notaron el gallo del Gringo en el tercer valsecito, justo cuando llegó al lugar, tardía y en soledad, la Lucecita. Todas las miradas recayeron en ella. Traía maquillada en el rostro una inocencia en la que ya nadie creía. En eso, los amigotes de Juan Manuel comenzaron a revolearlo al aire entre vítores y carcajadas mientras Don Miguel aplaudía contento. En ese breve y extraño desorden general, los investigadores reaccionaron con velocidad de culebra. El momento había llegado.

–  Ahora, Topito, ¡vamos! ¡Largue ese vaso, caramba! –  exhortó Becerra excitado, antes de tomar raudamente el camino de salida. Carlini dejó el vaso en una mesa cualquiera y lo siguió.

– ¿Está seguro de que es el momento? –  preguntó.

– ¡Por supuesto! La mejor manera de sorprender en este ajedrez es jugar a las damas, Topito. ¡Sígame! –

– Es usted brillante, comisario. –  dijo maravillado Carlini mientras anotaba la máxima con letra chueca y apresurada en su libreta de apuntes.

Media hora después, Barzola abandonaba la estancia en su rastrojero. Ante una seña inequívoca de la Lucecita, que había visto partir a su padre, el Gringo también supo que había llegado su momento de actuar como solista.

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* los eslabones

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Séptima entrega de la saga del Gringo y la Lucecita, obra en colaboración con el Sr. Blopas, que también pueden encontrar en su blog “Proyecto Anecdotario”. 

La 1ra parte la encuentran acá:  dos guitarras y un cajón peruano.

La 2da parte la encuentran acá:  tinta fiera.

La 3ra parte la encuentran acá:  la última estación.

La 4ta parte la encuentran acá: los piojosos.

La 5ta parte la encuentran acá: la culpa no es del toro.

La 6ta parte la encuentran acá: bajo el agua.

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Tras la tormenta, la vergüenza del lodazal. Más allá de la ventana, las ruedas metálicas de un carro cortaban la argamasa babosa de arcilla y diluvio. El pueblo seguía abrojado a la siesta como quien estira un vino dulce en la sobremesa del domingo. Sin embargo, en la comisaría no podían tomarse tales licencias; entre los muros desconchados de los despachos, los oficiales redoblaban sus esfuerzos. A puertas cerradas, el comisario Becerra buscaba irritar a su joven ayudante sacándole punta a un silencio por demás prolongado. De repente, la oficial Castellanos irrumpió en el despacho con dos cafés bien cargados, los dejó sobre el escritorio y se retiró con un sugerente movimiento de caderas. Carlini se tragó el suyo sin respirar. En ese momento, Becerra, sonriendo para sus adentros, comenzó con el relato.

–          La noche siguiente al asesinato de Lorenzo, después del interrogatorio, me quedaron algunas dudas revoloteando, y si algo aprendí en todos estos años es que hay que atender a las corazonadas. Por eso decidí seguirlo al Gringo. Primero hasta su casa, y después hasta la estación. Llegué a los andenes por el fondo del pajonal, desde el otro lado del terraplén. La Lucecita le salió al encuentro enseguida. Había mucha luna pero no me vieron, así de entretenidos como estaban, charlando, charlando. No pude escuchar nada de lo que se decían, pero al final, después de besarse…-

–          ¡Epa!- Carlini, sorprendido, dio un respingo en su silla.

–          ¡Ja!, sabía que eso le iba a gustar. Se besaron, sí, pero muy cortito. Luego, como si los corriera el Diablo, cada cual agarró para su lado. –

–          ¿Eso es todo? – preguntó Carlini, a sabiendas de que Becerra siempre tenía el cuarto as en la manga.

–          Espérese, Topito, ahí vamos… La calle era un desierto. De lejos la vi a la Lucecita entrar a su casa, me acerqué un poco y me quedé escondido entre los árboles de enfrente. A los diez minutos las luces se apagaron y ella salió a los piques, con otra ropa, emperifollada. Desapareció tras doblar en la esquina.-

–          Y usted fue tras ella…-

–          Error. Tenía dos razones para quedarme un rato más en mi escondite. Primero, la Lucecita no es el pez que queremos atrapar. Estaba claro que esa noche ya no volvería, demasiado arreglada como para ir a hacer un mandado, no sé si me entiende…Ya nos enteraremos por dónde anduvo; eso, por ahora, no debería importarnos. Segundo, estaba seguro de que alguien aparecería por ahí, alguien que…- Becerra hizo una pausa maligna. –  A que no adivina quién apareció…-

–          No es cuestión de adivinar, Comisario, era el Gringo, que volvía para exigirle a la chica la parte más jugosa de la deuda – En el rostro del ayudante se dibujó una sonrisa de satisfacción.

–          Bien y mal, Carlini. Tiene razón que era el Gringo y que se había quedado más caliente que una pipa, pero el hombre no regresó por eso. No se trata de una deuda de amor. Acuérdese que hasta donde sospechamos, y si no ayúdese con su libretita, el capataz le habría achurado sin reparos el macho a la hija en medio de un baile. Una deshonra, imagínese, para una moza tan joven. Ella nada le debía al Gringo, ni le debe… todavía.-

Los ojos de Carlini brillaban en admiración. Tenía mucho que aprender de Becerra aún, por eso  enarcó sus cejas en señal de querer seguir escuchando sus razonamientos.

–          Como usted ya sabe, mi olfato raramente falla. Es la Lucecita quien le ha pedido favores al Gringo a cambio de su virtud, algo cuestionada últimamente, por cierto; y me juego entero que él, que parece sólo tener luces para las seis cuerdas, regresó para estar seguro de lo que ella le acababa de pedir. Sin embargo, al ver que en la casa no había nadie, regresó por el mismo camino del terraplén, porque como le dije… Usted es demasiado joven todavía, Carlini, pero vaya sabiendo que los hombres somos bastante perejiles para esos asuntos, enseguida se nos nubla el entendimiento, y es sorprendente la facilidad con la que nuestra voluntad se resquebraja y queda presa del dominio femenino. El Gringo entró como un caballo. –

–          ¿Usted se refiere a que ella quiere…? – Una idea retorcida empezaba a tomar forma en el cerebro de Carlini.

En ese momento la oficial Castellanos volvió a entrar al despacho. Becerra y Carlini callaron de inmediato. A Becerra le resultó gracioso ver cómo Carlini evitaba mirar a la oficial y mantenía la cabeza gacha como contando las hendiduras marcadas en el parquet. “Otro que mordió el polvo”, pensó el Comisario. La oficial retiró los pocillos de café y se dirigió hacia la puerta dándoles la espalda a los dos hombres. Sólo entonces, Carlini alzó la vista y miró embobado su andar firme y preciso. Becerra sacudió la cabeza con un gesto de resignación.

–          Présteme atención, Topo. – dijo Becerra cuando la mujer dejó el despacho. – Si algo he aprendido en todos estos años es que el peor flagelo de la pampa es la soledad, la angustia del desamparo. Y uno aprende a llevarla a cuestas con dignidad hasta que se termina acostumbrando, e incluso pasándola más o menos bien. Pero sucede que para matizar esa angustia nos es imprescindible sentirnos libres. Lo único que en el fondo nos importa, a mí, a usted, al farmacéutico, a Castellanos, a cualquier cristiano, es la libertad. El corral es para los animales, Carlini, pero si nosotros nos sentimos prisioneros se nos estruja el alma. Lo que la Lucecita está buscando es el mazazo que haga saltar los eslabones de la cadena que se le está cerrando alrededor. –

El tono sombrío de las últimas palabras del comisario dejó a Carlini ensimismado y un poco entristecido. Se llevó la mano a la cara y se refregó los ojos como queriendo correr el velo de su desconcierto. Becerra lo miraba con atención. Si bien Carlini era dueño de una lógica brillante, todavía necesitaba despabilarse un poco en cuanto a los complicados vericuetos del alma humana. Becerra así lo entendía, y por eso cada palabra que le dirigía apuntaba a convertir a su buen ayudante en un excelente sucesor. Mientras tanto, Carlini hojeó su libreta y garabateó unas anotaciones en el margen.

–          Creo que lo mejor sería que vayamos a… – comenzó a decir.

–          Tiene razón. Vayamos. – lo interrumpió el comisario.

–          Usted no me necesita, comisario, evidentemente no estoy un paso detrás suyo, estoy a más de una hectárea… –

–          ¡Cállese la boca! Que si hay alguien importante para esta investigación es usted. Andemos, pues… –

El guiñó de Becerra fue una palmada en el hombro para Carlini. Ya era hora de una nueva ronda de mate, una humedad densa se fue levantando desde el suelo inclemente de la pampa, el cielo enorme empezó a virar los matices melancólicos del atardecer por otros más oscuros y taimados. El final del día estaba cerca. Los dos policías se incorporaron y salieron al barrial con un rumbo preciso que solamente ellos conocían.

***

* durban

Llegué a las siete menos cuarto. Durban ya estaba instalado en un costado, solo, enfundado en un anorak verde militar bastante maltratado. Sobre la mesa había un plato con dos medialunas y un vigilante, a un costado un tazón que ya no humeaba. No me asombró que su figura se incrustara en el paisaje del bar como si siempre hubiera estado allí; Miguel era así, siempre camuflado, siempre en el rincón sin molestar, te lo podías confundir con una sombra abandonada que espera que la vengan a buscar. Lo cierto es que él mismo había elegido abandonar todo y trasladarse voluntariamente al sector vedado del pensamiento que ninguno de nosotros es capaz de soportar. Escribía ensimismado en uno de sus cuadernos azules sin prestar atención al entorno; de todas maneras no había mucho que atender: un mozo, un cadete del Liceo con su café con leche, el encargado de la cocina y la cajera. Entré. Me saqué la bufanda y me acerqué.

–       ¡Qué bueno verte, Claudio! – me dijo mientras nos saludábamos con un abrazo largo y sincero. – Gracias por venir. Sé que es temprano para vos, ¿seguís durmiendo mucho?-

–       Más o menos, – le respondí – ahora tengo algunas ocupaciones fijas que no me dejan mucho tiempo para dormir. ¿Vos estás bien, Miguel?-

Durban se me quedó mirando pensativo dos o tres segundos, después miró por sobre mi hombro y llamó al mozo con un gesto. Pidió dos cafés y dos vasos de soda. Prendí un pucho.

–       Estoy bien, pero un poco inquieto, vos me conocés. Anoche me sucedió algo raro. No, algo fantástico. Es una señal, sin duda. Un llamado. –

–       Contame. – le dije mientras revolvía el café despacio para que el pocillo no rebalsara. – Era temprano y quizás no entendiera nada de lo que me dijera, pero con lo imprevisto de la llamada de la noche anterior lo menos que podía hacer era escucharlo.

El primer sol empezó a pegar en los ventanales del bar, afuera el tránsito se pobló de repente de colectivos, taxis y particulares empecinados en llegar a horario a la oficina. El olor a café y a facturas recién horneadas era tan agradable que aplacaba bastante mis ganas de tomar. En los últimos meses había tenido una recaída. La seguía teniendo, en realidad.

–       Es trascendental. – me aseguró. – Y sos la única persona a la que le voy a confiar esto.-

Por el tono de su voz inferí que la complejidad de la historia que estaba por escuchar me excedería por completo. Hacía cinco años que no lo veía. Durante ese tiempo intercambiamos algunas cartas, a veces algún telegrama, contándonos en qué andábamos, reflotando algún recuerdo del cerro, o pidiéndonos opinión sobre algún asunto puntual, pero no mucho más que eso. Me di cuenta enseguida de que estaba frente al mismo Durban de siempre. Solté el humo.

–       Contame. – repetí.

–       Ayer fue un día como cualquier otro. Hice trámites, fui a la biblioteca y almorcé solo, en el centro; volví a casa y me pasé el resto de la tarde escribiendo. No cené, no tenía hambre. Me fui a bañar directamente. Me sentía bien, un poco cansado tal vez. No me imaginé que estaba a punto de pasarme algo extraordinario. Salí de la ducha y una sensación agria se me clavó en el pecho, como un puntazo, y me sepultó bajo una infinidad de imágenes que creía olvidadas. Apoyé la cara contra la pared sur, la que da al convento, y sentí cómo el frío del concreto me invadía despacio, atravesando músculo y nervio, y llegaba hasta mi interior más profundo. Sentí miedo. Y entonces me di cuenta, Claudio. Por eso te llamé. Para contártelo. Porque cuando uno tiene una revelación semejante, adquiere inmediatamente la obligación de compartirla. Hasta ayer a la noche creía, probablemente por la ignorancia  lógica del que piensa que tiene todas las respuestas, que el miedo era insondable. Pero no lo es. No existe entidad alguna, ni sensación, emoción o pensamiento a los que ese término pueda cuadrarle verdaderamente; de hecho me pregunto si lo “insondable” no será una figura represiva que utilizamos como barrera y consuelo al mismo tiempo. No lo sé. Pero ahora sé otra cosa. Y eso es lo que te quiero contar… Anoche descubrí que el miedo es inabarcable, esa es la verdad. Una vez franqueada esta barrera ficticia y protectora, la que nos impide meter la mano en el tacho y revolver nuestra propia mierda, si nos animamos podemos vagar eternamente por ese laberinto indeseable. Yo lo hice. Anoche. Fue un momento terrible, hermoso y brutal. No tengo palabras para describirte fielmente lo que sentí. Estaba ahí parado, enrollado en la única toalla limpia que me quedaba, en mi habitación, y todo estaba igual: la cama, el ropero, el espejo, la cómoda, los adornos, la silla, la máquina de escribir, los cuadernos; pero nada era lo mismo, porque en realidad yo ya no estaba ahí, ¿me entendés?, estaba dentro del tacho. Y la pared que sostenía con mi cara ya no era la de mi habitación sino que se transformó en una superficie gelatinosa en la que todos mis temores brillaban adheridos, pegoteados y abandonados como caramelos a medio masticar. Lo curioso es que en un principio no pude identificar ninguno. Todo lo que vi fueron teseos y minotauros desbocados corriendo por pasillos estrechos, vi los brillos de espadas y de cornamentas, escuché bufidos y jadeos, me maravillé con hilos y collares de oro; indefenso ante ese revoltijo, el estómago se me retorcía en una náusea cuasi volcánica que me paralizaba de dolor. Solté la toalla y la dejé caer. No me moví. No quería. Tenía miedo. Era una estatua, un pedazo más de mampostería. Apoyé las manos en la pared a la altura de las sienes y comencé a llorar en silencio, cerré los ojos y apreté los labios, como si de esa forma además de contener el llanto pudiera ahuyentar las imágenes que se me venían encima como cuervos insolentes. Pero no me aguanté. Lloré como un chico, Claudio. Me quería ir, desaparecer, escaparme. Pero cuanto más fuerte era el esfuerzo que hacía por evadirme, más me hundía en ese fango inabarcable. El miedo es un viaje infinito. Imaginate que vas en un barco enorme, un transatlántico, cruzando el mar más grande que hayas visto jamás, bajo la noche más oscura que te haya abrazado alguna vez; pero vas de polizón, un alma clandestina atrapada entre acero, bronce, cromo, níquel, vergüenza y rencor . Y ese viaje no se termina nunca. Entre distancias absurdas caes en un puerto tras otro, encontrás caras desteñidas que no podés reconocer, pero sabés quiénes son, y no entendés por qué no las podés reconocer si son tan familiares, y es peor, y te querés bajar, pero es imposible; nadie se baja de este barco, y sos un polizón y te querés bajar igual, pero no podés, Claudio, no podés. Pensás en saltar, pero no podés. Hasta que entendés que eso no es un mar si no que estás flotando en el agua tibia y marrón que se agita dentro del mismo tacho en el que metiste la mano para revolver tu propia mierda. Es un momento trágico. Te envuelve un remolino, te levanta del piso como si fueras una hojita de papel, te sacude fuerte para los cuatro costados y te revolea…te estropea, te rompe. Y todo esto lo entendí anoche cuando salí de la ducha. Pasé un rato largo abroquelado en mi llanto tratando de recomponerme. Cuando logré serenarme, di un par de vueltas por la casa, fui a la cocina, y puse a recalentar el café que me había sobrado del desayuno. Cuando estuvo listo me senté a fumar en el sillón del escritorio. No tenía voluntad más que para fumarme ese cigarrillo. Lo disfruté. Tardó en consumirse lo mismo que yo en reflexionar todo esto. La toalla estaba tendida en el piso, húmeda y retorcida. Hundí la colilla en el cenicero y la aplasté con el índice. La melancolía me invadió por completo. Comencé a sentir un poco de frío y recién entonces me di cuenta de que estaba desnudo. –

La mañana estaba crecida y los árboles se estiraban largos hacia las alturas de los balcones buscando el sol más fuerte. Los porteros terminaban de baldear las veredas. En la cocina del bar se escuchaba el entrechocar de los cacharros y los cubiertos. Miguel Durban estaba callado, las manos apoyadas sobre su cuaderno azul, los ojos vidriosos fijos en mi cara pétrea, cansada, triste. Prendí otro cigarrillo. Aspiré profundo. Traté de recordar cuándo había sido la última vez que me había sentido tan desprotegido e inútil. Llamé al mozo y pedí la cuenta.