* seis del cinco

El 6 de mayo de 1989 se desató la tragedia invisible. Como el polvo que se barre bajo la alfombra para hacerlo desaparecer, esperando que un descuidado paso en falso lo libere para volver a ensuciar nuestros relucientes pisos, así permanecieron ocultos en mi memoria los acontecimientos de ese día destemplado. Ese día Beatriz Balmaceda cumplía catorce años. Era una flor perfecta, grácil, sensible y exótica, pero también inexpugnable y peligrosa. Y yo la sufrí. Desde siempre había tenido un encanto particular e irresistible y, sin ser demasiado bonita, cautivaba con su presencia a todo el que la conociera. Alumna perfecta y simpática, hija modelo y excelente vecina y compañera, era objeto de mi veneración y ocupaba todos mis sueños y pensamientos. Yo adoraba religiosamente a Beatriz Balmaceda y no me importaba que se aprovechara sadicamente de la confesión que le había entregado un año antes. Y aunque mi Beatriz estaba poseída interiormente por un demonio tan grande como el amor que yo le profesaba, eso tampoco me molestaba en absoluto.

Todas las noches me escapaba de mi casa después de la cena, corría las tres cuadras que me separaban de su ventana y me quedaba allí esperando durante horas que se encendiera la luz de su habitación. El acuerdo perverso que Beatriz me había planteado, y que yo acepté sin cuestionar, estipulaba que durante el día no podía acercarme, ni hablarle, ni mirarla siquiera. Ningún día y bajo ninguna circunstancia. Debía hacer de cuenta que no existía. A cambio de mi sacrificio, si es que era capaz de cumplirlo sin desviarme por la tentación, por las noches ella abría las cortinas de su habitación para que yo pudiera contemplarla mientras se desvestía antes de ir a la cama. Yo me conformaba, o tenía que conformarme, con el único momento en que ella se me entregaba. Era un momento sublime en el que aquella criatura angelical dejaba salir su lado más oscuro y tenebroso en busca del equilibrio perdido entre tanta perfección, y sabiéndome oculto en la oscuridad, se paseaba desnuda frente a la ventana. Grabadas a fuego en mis retinas sus curvas precoces me atormentan de vez en cuando, apenas cubiertas por su pelo castaño y enrulado, apenas opacadas por la imponente voluptuosidad del cuerpo de Alejandra, su hermana mayor, que ajena al pacto prohibido se transformó también en parte de las fantasías masturbatorias del adolescente fisgón que se escondía entre las ligustrinas del patio delantero de la familia Balmaceda.

Esa noche, la del 5 al 6 de mayo, una llovizna fina y persistente fue envolviéndolo todo sin que nadie se diera cuenta y el tiempo se detuvo en una única imagen borrosa, la ventana de la habitación de Beatriz. La lámpara de noche se encendió y adiviné a contraluz la silueta inconfundible de Beatriz. Lentamente desabrochó sus pantalones y los dejó caer, luego se desabotonó la camisa dejando surgir sus pechos firmes y cobrizos que yo tantas veces había admirado en nuestro juego clandestino. La lluvia se agravó, el cielo se cerró por completo y las nubes corrieron enloquecidas. Cubierto de oscuridad, vi aparecer la segunda silueta y adiviné por la altura que se trataba de Alejandra. Se quitó la ropa sin dudar y levantó los brazos arqueando la espalda. Yo estaba seguro de que ella era, después de Beatriz, la mujer más excitante que había conocido, pero esta certeza se hizo humo un instante después. La tormenta arreciaba y el viento sacudía los árboles, la ligustrina que me daba refugio me empujaba con fuerza, estaba empapado y a punto de irme, mi ritual estaba cumplido, pero cuando una tercera silueta ya sin ropa se dibujó en el marco de la puerta de la habitación, mi corazón instintivamente comenzó a latir ansioso y sentí que me fundía en el barro del jardín. No había duda, los hombros redondos, las anchas caderas, el pelo recogido, los tobillos finísimos, el cuello espigado, los pechos ovales, los muslos carnosos, los pies diminutos, la boca de rubí, los ojos de fuego; todo, absolutamente todo lo que había en ese cuerpo de delirio le pertenecía a la señora de Balmaceda. Me clavó la vista a través de las gruesas gotas deshaciendo mi escondite, con un gesto seguro e imposible de desobedecer me indicó que me acercara. Un momento después, sin saber cómo, había atravesado la ventana y me encontraba dentro de la habitación mojando la alfombra con la lluvia que me chorreaba por todo el cuerpo.

¿Cómo iba yo a saber que esa noche iba a ser poseído, lamido, tocado, bebido, acariciado, exprimido, besado, mordido, arañado, atado, vendado, marcado, chupado, golpeado, intoxicado, sobado, amado, querido, extasiado, humillado, alabado, adorado, despreciado, leído, escrito, sentenciado, manipulado, usado y abandonado por las tres Balmaceda? ¿Cómo iba a imaginarme que sus caderas bailarían sobre mí una danza loca robándome la inocencia; que estaría dentro y fuera de cada una de ellas las veces que quisiera y de la manera que quisiera; que ningún rincón de mi cuerpo quedaría sin explorar por bocas, lenguas, manos, dedos; que a nuestro alrededor todo sería gemidos, sudor y descontrol? La cabeza me estallaba de placer y de preguntas, y me entregué sin freno a la salvaje bacanal. Penetré a Beatriz con furia y mirándola a los ojos, cobrándome las veces que me había arrastrado por ella. Me sentí invencible. Fui prisionero de los labios de su madre, que me mostraron el universo entero como un festival de fuegos artificiales; conocí las propiedades contorsionistas de Alejandra y su predilección por la fuerza bruta. Me fundí con las tres a la vez confundiendo los sentidos, sin distinguirnos unos a otros, formando en la maraña un revoltijo deforme de sexos liberados y candentes. Bebí sus jugos y las vi retorcerse abrazadas como víboras por todo el suelo explotando el amor filial. Con un grito de victoria rocié sus rostros con el más puro y bello amor que alguna vez sentí. Perdí el aliento y el alma.

El señor Balmaceda abrió la puerta de golpe. En su rostro estallaba una sonrisa blanca y resplandeciente. Apagó la luz y recién entonces pude ver la torta de cumpleaños y las velas rosas que alumbraron tenuemente la habitación con su llamita. ¡Feliz cumpleaños Beatriz!, gritamos todos y aplaudimos. Beatriz se sonrojó y no pudo ocultar que se sentía feliz. Nos sentamos en ronda desnudos, menos el señor Balmaceda, y devoramos la torta de crema y chocolate. Reímos, cantamos, nos abrazamos, disfrutamos cada minuto del íntimo festejo. Lo más doloroso para mí, después de tantos años, y es la espina que me atormenta y me duele cada noche de mayo, es no haber sido invitado a la fiesta del día siguiente.