La despedida más atroz es la que nos cubre con sal. Como cualquiera de esas mañanas que salimos y no volvimos, o aquellas tardes eternas que esperamos en vano. O tal vez el último roce de dos manos cordiales y la mirada limpia y sincera, o tres palabras escritas en rojo en un papel arrugado, o la ausencia de los muebles y la marca delatora en el piso. Los alfileres vudú de los te quiero arrojados en la oscuridad y la breve sentencia de los hasta pronto que serán nunca más. Dos vagones de subte que se cruzan y en el camino esa chica que te guiña un ojo y se va hasta mañana, con suerte. Oraciones cortas, cobardes, puntos, comas, paréntesis, acentos y sangrías; un mate frío sobre la mesada de la cocina, y una taza sin lavar. La distancia insalvable entre tu boca y la mía, la bronca de la botella vacía y la traición del fósforo descabezado. Los que se van y los que nos fuimos, de los que vuelven prefiero no hablar; los pasos fallidos de la milonga postrera, y el bondi a casa de madrugada.
Será una caravana o será un verano, una baldosa floja que nos salpique la frente o un motor que pistonea sin cesar; será un bombo peronista o la imagen de la Virgen en una mancha de humedad en el techo del baño. Será la siesta que nos atonta y nos deja la boca pastosa, el gol que bate todos los récords y el fantasma del descenso; isotermas, isobaras y humedad, injusticias, insolencias, insurgentes, mal de muchos. Será el vaso de vino rancio que nos diga que la fiesta terminó. Será el momento de apagar las luces, entornar la puerta, y aferrados a un cuatro de copas, empezar a bajar la escalera, silbando bajito.