* música satánica

Vos sos música satánica

al derecho y  al revés (te doy vuelta y te recorro)

al compás de todo infierno

vos sos música satánica

la que te obliga a morder (vos me obligás)

a masticar el cigarro

un puente con lo inefable

la puteada por lo bajo

agarradita del pelo

tan obscena y tan prohibida

tan de todos y de nadie

(con las patitas al viento)

como una soga cualquiera

apretando muchos cuellos

como culos de botella

bien alto en la medianera

vos sos música satánica

como fragua que da miedo

y absurda fascinación.

Y entonces después caer

babeando, rodar, perder

arrojarse por el caño

(de metal del hidrobronz)

que dice:

no me mires cuando caigo

porque sigo siendo mentira

y ya no encuentro el piolín.

* una casa sin luz

Décima (sí, décima!) entrega de la saga del Gringo y la Lucecita, obra en colaboración con el Sr. Blopas, que también pueden encontrar en su blog “Proyecto Anecdotario”. 

La 1ra parte la encuentran acá:  dos guitarras y un cajón peruano.

La 2da parte la encuentran acá:  tinta fiera.

La 3ra parte la encuentran acá:  la última estación.

La 4ta parte la encuentran acá: los piojosos.

La 5ta parte la encuentran acá: la culpa no es del toro.

La 6ta parte la encuentran acá: bajo el agua.

La 7ma parte la encuentran acá: los eslabones.

La 8va parte la encuentran acá: en las vísperas de san la muerte.

La 9na parte la encuentran acá: melodía del desconcierto.

***

Con ojos de basilisco se encendió el estupor en las caras del Zurdo y Pichón cuando escucharon al Gringo anunciar al micrófono: “Acá los dejo con el Negro Funes, que se va a tocar unas zambitas mientras yo descanso un rato. ¡Aplausos, por favor!”. El Negro subió a la tarima con su guitarra en la diestra y los nervios en flor. Los músicos intercambiaron dos o tres palabras, y mientras la Lucecita, pícara, alentaba a las parejas a no abandonar la pista, un “adentro” optimista dio pie a una nueva tanda musical. Ningún borracho notó la diferencia de intérpretes. Aunque a Don Miguel al principio le llamó la atención el cambiazo, el Negro tocaba bastante bien y cantaba mejor que el Gringo, por lo cual todo el mundo quedó satisfecho. Mientras tanto, arropado por las vicisitudes del jolgorio, el Gringo se adentró con paso firme en las fauces oscuras de la estancia.

Lejos de allí, pero no tanto, Carlini y Becerra continuaban con su investigación gracias a las ausencias que obsequiaba la fiesta. Un edredón negro noche se extendía por las calles del pueblo cubriendo de sombras las acciones y pensamientos de los hombres de la ley, que ingresaron a lo de la Lucecita por la puerta del fondo.

–      Lo quiero bien despierto, Topito. Revisemos milímetro a milímetro este rancho. Necesitamos algo que nos alumbre, cualquier cosa que relacione a esta mocosa con el Gringo, con las muertes o con lo que carajo sea, nos va a venir bien. Abra bien los ojos. Falta poco para que en la fiesta se calmen las tabas. ¡Apúrese, vamos! –

La Lucecita demostró ser una mujer simple y austera. En la casa reinaba el orden y la practicidad. Por todo lujo ostentaba una moderna radio Philips. Eso facilitó la tarea de los oficiales, quienes como dos sabuesos buscaron posibles pistas por todas las cajoneras, repisas, mesas y mesitas. Husmearon bajo la cama y en el baño, en los frascos de la cocina y entre las hojas de los pocos libros de la biblioteca.

Como resultado de la intensa actividad, de a ratos y por lo bajo Becerra echaba maldiciones a su viejo esqueleto dolorido; viendo escasear sus fuerzas, apagaba la linterna y exhalaba sólidas vaharadas de frustración. Se sentó en el piso de la habitación, apoyó la espalda contra la cama y se sostuvo la cara con la mano. ¿Dónde se estaba equivocando? ¿Cuál era el detalle que se escapaba? Lo atormentaba el no poder hallar la clave para interpretar todo el asunto. No deseaba más cadáveres en su pueblo, pero sus deseos habían comenzado a hundirse en las aguas del fracaso. El comisario era un hombre íntegro y de pujante voluntad, aunque por momentos se le entristecía el espíritu y pensaba que en infiernos tan pequeños la búsqueda de la verdad era simplemente una quimera. Pero nadie se muere en la víspera, y no hay muerto sin velorio. El llamado de la esperanza atravesó la oscura quietud de la casa como el chispazo de un arco voltaico. Becerra levantó en un santiamén su alma del piso y el semblante se le llenó de ilusión. Era la voz de Carlini, que desde la sala le contagiaba al comisario el entusiasmo por haber descubierto una nota sobre la mesa de la cocina. No obstante, antes de ponerse en marcha, Becerra fue atropellado brutamente por su ayudante, quien a toda velocidad lo empujó adentro de un pequeño lavadero.

–      ¿¡Pero qué hace, Carlini!?-

–      ¡Shhh, entró alguien!-

Al cerrar la puerta tras de sí, ambos oficiales quedaron amontonados en el pequeño cuarto de lavar. Forzadamente quieto y en silencio, contorsionado entre mangos de escobas, palas y cajones con ropa sucia, Becerra sufrió dos calambres que le aniquilaron las piernas. Por fortuna, Carlini manoteó la boca del comisario para ahogarle el grito, mientras acomodaba el ojo contra el bocallave de la puerta. La casa estaba iluminada. En el centro de la cocina, de pie ─aunque tambaleante por el alcohol y sosteniendo entre sus manos la nota que hallara Carlini─ Agustín Barzola resollaba como un toro bravío. Abolló el papel, lo arrojó al piso y abandonó la casa con paso decidido y amenazante. El quejido metálico del Rastrojero alejándose se apagó poco tiempo después. Becerra salió del lavadero con el apuro y el entumecimiento propios de un detective a punto de resolver el último caso. Por su parte, Carlini se apuró hacia el bollito de papel y comenzó a leerlo torpemente.

–      Parece estar escrita por una mujer, comisario, es letra prolija y redonda. Está dirigida al Gervasio, el de la panadería. Yo creo que la Lucecita está tirando de los hilos peligrosamente, comisario. – Becerra escuchó con atención las palabras de Carlini: amor, pasajes, martes, tren y Buenos Aires.

–      Vamos a la panadería ya mismo.-

–      Está cerrada ahora…-

–      Cállese y sígame, Carlini. Tiene mucho que aprender aún. –

***

* dos guitarras y un cajón peruano

 

*****  

Y un día nos pusimos camperos con el Sr. Blopas y salió este post en colaboración. Por supuesto, también está publicado en su blog «Proyecto Anecdotario». Es una gran oportunidad para que dejen comments en ambos blogs, o bien para que nuestros respectivos lectores se «entrecrucen». Ojo, esto es sólo la punta del iceberg…

*****

No joda, Gringo, usté estaba ahí arriba… ¡Dígame qué vió, carajo! La orden hizo temblar las paredes de la comisaría, hartas de olor a yerba y cigarrillo. El Gringo colgó los ojos de la nada y se cuidó de abrir la boca hasta no haber repasado mentalmente una vez más las imágenes de la noche anterior.

Temprano supo caer al baile ese nuevo peoncito, el Lorenzo. Apenas conchabado en la estancia ya tenía ganado un lugar entre las cejas de unos cuantos, meta andar hablando cosas y cosas que poco tenían que ver con el campo, siempre nos venía con ideas raras que no entendíamos del todo pero que por ahí nos dejaban pensando un rato. Entre esos que lo miraban de reojo estaba Barzola, el capataz. Tipo duro Barzola. Nos llevaba con mano firme. En la ronda de cimarrones de cada tardecita, el Lorenzo se ponía a hablar, parecía un cura, hablaba mucho y no se fijaba, no se medía. Algunos ya lo tenían como un bocón y le escatimaban la charla; y para cuando entró a bandearse y a opinar demasiado, el propio Barzola zanjó la cuestión. Mal negocio eso de andar cuestionando, y menos a él. “Pa’ pensar está la ciudad, acá se trabaja callado”, lo había advertido el capataz, y yo, en secreto, estaba de acuerdo. Nunca he sido de andar vigilando los asuntos del patrón, que Dios me lleve los dedos antes, pero el Lorenzo se estaba pasando. Además, ya le había echado el ojo a la Lucecita…

Yo lo vi entrar, y a la media hora de empezar el baile, entre aburrido y ansioso, Lorenzo ya se había acomodado en un rincón del patio. Parecía una estatua. A lo mejor no entendía demasiado la manera de divertirnos que tenemos por estos pagos. Tan gris estaba, tan opaco, que aun cuando no hubieran estado borrachos, los que bailaban no habrían notado su presencia; seguían girando por toda la pista, bañados en sudor. El piso de tierra se había hecho un remolino que se metía en ojos, bocas y sobacos sin pedir permiso. Sobre una tarima improvisada con tablones y caballetes los músicos amenizábamos la velada desgranando chacareras, valsecitos y zambas; siempre que había algún festejo nos enganchaban a nosotros para tocar. El Zurdo le daba a las bordonas como para el campeonato, y las dos guitarras sonaban casi afinadas; pero eso a nadie le importaba. Y anoche además trajimos a Pichón, el sobrino del Zurdo, un colorado entusiasta que le pegaba al cajón peruano como si fuera lo último que hiciera en su vida. ¡Tenía las palmas más rojas que la cabeza! Nos complementábamos de maravillas, a veces en tiempo y todo. Taba lindo el asunto, música, vino, empanadas, y todos contentos. Tanto que al ratito nomás ya se notaban los estragos del alcohol, las risas, los alaridos descontrolados y los turbios aromas del festejo. Y eso que recién estábamos entrando en calor. La Lucecita, la hija de Barzola, revoloteaba de lo más alegre con su pollera colorada. Estaba linda la Lucecita anoche. Es linda. Si no fuera la hija del capataz… Siempre bien dispuesta pa’ lo que fuera. Por lo bajo, las malas lenguas decían que le gustaba demasiado recostarse en los pajonales. Yo no sé, no hay que andar averiguando mucho de cosas que no son de uno. Y además quién es uno para andar juzgando, ¿no?. Yo la veía andar oronda por el patio, repartiendo empanadas y revoleando las trenzas con simpatía, a veces haciendo unos pasitos al ritmo que le marcábamos nosotros desde la tarima; cosechaba miradas a granel, pero ninguno se animaba más que a destinarle una sonrisa tímida, porque la ubicación es lo primero que se aprende por estos pagos. Eso y el respeto a Barzola. Sin embargo la Lucecita parecía muy interesada en Lorenzo; le bailaba cerquita, le hacía ojitos y le llenaba el vaso a cada rato pa’ no perder su atención, la muy zorra. Yo la miraba desde arriba. La verdá, no me explico qué le habrá visto al jetón ese, si no era gran cosa. Lo único que hacía era parlotear y chupar…Tendrá que ver con que parecía más tiernito que los demás, no sé; o por ahí le había llenado la cabeza a ella también con esa cantidad de palabras raras que conocía… En fin.

Volaban los dedos del Zurdo sobre un arpegio imposible, y yo forzaba la voz en el arranque de “Tristeza del hombre solo” cuando el tinto le aflojó la moral al Lorenzo y lo dejó abandonado a la buena de Dios. Se le metió el Diablo, como quien dice, ¿no? En un tiro tuvo a la Lucecita amarrada por la cintura, frentes y pechos bien juntitos. Ella ni protestó, eh. Parecían como envenenados bailoteando así por todo el patio. Recuerdo el momento en el que el colorado cerró los ojos y se despachó con un endemoniado solo de cajón fuera de ritmo. Fue justo mientras nosotros taconeábamos con fuerza en los tablones para disimular los pifies cuando el Zurdo me cabeceó para indicarme el paso firme de Barzola que avanzaba a los empujones entre la gente, con la mirada fija en la parejita y un bulto disimulado en la cintura. Supe que la Lucecita lo había visto llegar cuando se frenó en seco y dejó de bailar. Y ahí casi se me corta la voz, pero seguí con el estribo sin sacarles la vista de encima. Pichón seguía meta repique y el Zurdo me miraba como preguntando qué hacer. Cuando llegué al último verso, “…cerrar los ojos en mis noches de perpetua soledad…”, Barzola, cegado, enfurecido, en un solo movimiento manoteó a la Lucecita, la sacó del medio y se le encimó al Lorenzo. Desde la tarima parecía un abrazo, un simple cambio de pareja. Hasta me pareció que Barzola le decía algo al oído, pero un reflejo raro me dio en los ojos y no vi bien que pasó. En medio del estruendo percusivo del colorado y de nuestro empeño para que la música nunca parara, los hombres se separaron sin dejar de bailar. Y ahí mismito, el Lorenzo comenzó a temblar como un poseído, chocando con todo lo que se le cruzaba. Algunos de los borrachos lo festejaron, quizás pensado que estaba disfrutando del baile, pero cuando los dientes le estallaron contra el suelo muy pocos sonrieron. La sangre abandonó el cuerpo del muchacho por un tajo en su costado, y a la Lucecita se la llevó el padre a los tirones. En silencio guardamos las guitarras y nos fuimos pa’ la estancia.

No había lugar para el lamento.

Me va a disculpar, comisario. La verdá que no vi nada, dijo pausadamente el Gringo con su voz clara de tenor campero y los ojos clavados en el bigote reglamentario del oficial. Una vez terminado el interrogatorio se alejó por las veredas empastadas del pueblo, silbando entre dientes una zamba nueva para el repertorio.

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