* disertaciones de un jabalí: más y más felicidad

Lo que más nos gusta es la miseria. La miseria enseña, construye. Nadie está más indefenso y expuesto a los demás que cuando se revuelca en lo más oscuro de su propio ser, y ahí nos sentimos cómodos, liberados, amamos desnudarnos y espantar al otro que nos ve, porque eso somos en el fondo, eso que todo el tiempo ocultamos porque un extraño mandato nos dice que no hay que molestar (como si ser lo que se es no tuviera que molestar a nadie) y que lo mejor es preservar de la luz las piedras que nos cuelgan del cuello y nos hunden cada vez más. Idiotas.

Hay carne, hay sangre. No trates de ser otro, no inventes lo que no sabés, hablá de vos, miserable. No se puede ser feliz, o sí, pero la dificultad que se presenta al alcanzar tal estado de bienestar es que se reducen al extremo las posibilidades de meter la mano en el propio barro; por ende nos convertimos en una línea continua, muñequitos producidos en serie en una fábrica eficiente y descomunal, alejados de la esencia particular que nos convierte en individuos, títeres de dedo, sujetos programados y acostumbrados a no cuestionar, a no elegir, a no disfrutar más que el estándar de confort que nos imponen. Es demasiado fuerte el desprecio por los no miserables. Por todos en general, pero muchísimo más por los que son tan estúpidos que creen pertenecer y se suman a huestes pestilentes tratando de cambiar el hedor de la verdad, del grito que nos esclaviza, por cobardías perfumadas de lavanda. Mueran. Mueran delante de mí y véanme sonreír.

* verde manzana

Existe un perfume peculiar, no extraño ni desconocido por nadie, que funciona para mí como una máquina del tiempo. El olor a shampoo de manzanas verdes, fresco y brillante, lleno de vida y de primavera, me transporta instantáneamente a mi infancia. Siempre al mismo momento, siempre a la misma imagen. Me llevó tiempo darme cuenta, primero no lo reconocía del todo y no podía identificarlo con seguridad, pero sí notaba en mí la sensación grácil y reconfortante de volver a ser un niño de 11 años. No comprendo bien el fenómeno y no me preocupa averiguar cómo funciona, sólo sé que apenas entra en mi nariz y estimula mi cerebro atontándolo un poco, me remonto una y otra vez a aquellas maravillosas vacaciones que pasé en el mar, aquel hermoso lugar en donde vi por primera vez una mujer desnuda.

Mi tío Lucho me quería casi como a un hijo, como al hijo varón que le faltaba, porque le había tocado en suerte ser padre de dos nenas; por este motivo, y considerando que mi destino parecía ser quedarme en la ciudad durante todo el receso escolar, tuvo un acto de nobleza y como regalo de Reyes me invitó a irme con ellos a la playa. Ese verano mis tíos se habían comprado una carpa enorme para vacacionar en familia y tomar contacto con la naturaleza. Recuerdo que la propuesta me fascinó desde el principio, el gran plan era instalarnos en un camping y vivir todo el día al aire libre, con playa, sol, árboles, muchos insectos y comida casera. Genial. Si bien estábamos en medio de médanos de tierra y arena, rodeados de frondosos árboles y algunos arbustos, el camping tenía ciertas comodidades básicas para mantener el espíritu familiar; electricidad, baños bien equipados, despensa generosa, y parrillas comunales. Acampamos a unos cien metros de los baños, y los recorríamos varias veces por día, a cualquier hora, incluso de noche. Cada día, cuando salíamos de bañarnos luego de disfrutar las largas jornadas de playa, durante todo el camino de vuelta hacia nuestra carpa, el único aroma que yo olía era el del shampoo de manzanas verdes. Era una sensación refrescante que entraba por mi nariz y me explotaba en los poros que volvían a respirar después de tanto sol. En ese momento no me recordaba a nada en particular ni me transportaba a ningún lugar, simplemente me ponía contento. Me dormía con ese perfume y soñaba con el día siguiente, con más playa, con más sol, con más juegos, con más vacaciones en familia.

La madrugada del último día que pasamos allí, me desperté muy temprano apremiado por la necesidad. Como había recorrido ya cientos de veces el camino hacia los baños, y la claridad del alba alumbraba lo suficiente, no necesité pedir ayuda ni compañía y dejé que mi tío Lucho siguiera durmiendo. El sendero que se había construido para facilitar el acceso era bastante precario, habían colocado listones de madera a modo de piso para evitar la fatiga de caminar y hundirse en la arena, y una soga blanca a cada lado fijaba sus límites. Hacia ambos lados del camino, pasando las sogas, crecían unos arbustos horribles y espinosos que daban una sensación fría y distante, casi peligrosa, contrastando con el resto del paisaje. Cuando regresaba de mi tarea, ya sin apuro, la inmensa tranquilidad me apabulló, no había nadie a la vista y no se escuchaba absolutamente nada, parecía como si todos hubieran desaparecido por la noche y me hubieran dejado allí solo e indefenso en medio de un páramo. Lo que más me perturbó, lo recuerdo bien, es que el único olor perceptible era mi preferido, manzanas verdes flotando en el aire. Supongo que porque estaba aún medio dormido me dejé llevar creyendo que soñaba; me aparté del sendero y comencé a seguir la huella de las manzanas.

Caminé entre los arbustos con dificultad, los pies se me hundían en la arenilla y las mangas y piernas de mi pijama se rasgaban con las espinas que parecían hacerse más grandes conforme yo avanzaba. Algunas ramas me rasparon la cara y las manos, pero no me importó y seguí adelante como hechizado, mientras el perfume se hacía cada vez más intenso. Llegué a un claro, donde corría un pequeñísimo hilo de agua que transformaba arena y  tierra en un lodo pegajoso y desagradable. Y allí la vi. Espléndida y pálida. Desnuda y etérea, tendida de costado en el suelo, con sólo la cabellera negra cubriéndole parte del cuerpo frágil. Me asusté y me excité al mismo tiempo, nunca había visto un cuerpo de mujer al natural, ni siquiera el de mi madre. Un cosquilleo eléctrico me recorría y me paralizaba al mismo tiempo, descubriendo en mi cuerpo sensaciones que nunca había imaginado. No podía quitarle la vista de encima y la recorría una, y otra, y otra, y otra vez; no tenía idea de que hacer ante tanta belleza, estaba superado por las circunstancias y no sabía si salir corriendo o quedarme allí eternamente, admirando mi descubrimiento. Manzanas, manzanas verdes. Toda ella olía a manzanas verdes, su cabello húmedo la delataba.

Se llamaba Natalia. Tenía catorce años y dos horas de muerta. La policía no supo darnos mayores precisiones acerca de lo sucedido. El camping fue cerrado por la temporada y creo que jamás volvió a abrir sus puertas. Mi tía tuvo un ataque de angustia y depresión que le duró varios días; mi tío Lucho no habló del tema, ni de ningún otro, hasta que volvimos a Buenos Aires. Mis ansiadas vacaciones culminaron tan sorpresivamente como habían comenzado, y nunca supe por qué.

* capitán

Cuando estuvo por fin en soledad, el Capitán tomó el libro delicadamente, lo sopesó entre sus manos rústicas y lo miró con la atención y la curiosidad respetuosa de quien tiene frente a sí algo desconocido y extraño. Estuvo así durante largo rato, repasando en su cabeza las herméticas opiniones e ideas que había mantenido de manera firme e irreductible durante toda su vida. Para el Capitán, los libros siempre fueron instrumentos de procedencia incierta y de maquiavélicos fines; se decía sí mismo y fundamentaba abiertamente a todos los que quisieran conocer su parecer, que era cosa de ingenuos dejarse maravillar por historias y fábulas ajenas, escritas por quién sabe quién y quién sabe con qué propósito; argumentaba también que solamente los temerosos y pusilánimes podían preferir refugiarse en experiencias que no habían vivenciado, aceptando la ley escrita, en lugar de entregarse al verdadero conocimiento de sentir en carne propia el placer y el sufrimiento del mundo real. El Capitán nunca había leído un libro.

La única claridad que había era la que emanaba intermitente de un hogar de leños, la única luz que se permitió tener el Capitán al momento de cometer el sacrilegio. Sin animarse a abrirlo todavía, continuó con el examen práctico del volumen. Calculó aproximadamente la cantidad de páginas sin decidirse por una cifra exacta, ya que parecían multiplicarse o dividirse cada vez que, después de quitarle la vista de encima por un segundo, volvía a mirarlo. Luego pasó el pulgar de la mano derecha por el canto de las hojas, como si estuviera manipulando una baraja de naipes, dejándolas correr y deslizarse lentamente una, dos, varias veces. Entonces notó una sensación rara y diferente, cerró los ojos, y un impulso que no pudo controlar lo obligó a hundir la nariz en los arcanos aromas que brotaban de las páginas amarillentas.

Sin darse cuenta cómo, está de pronto en medio de un campo de batalla, cabalgando furioso sobre un corcel con crines de plata y belfo de ceniza, blandiendo una espada bañada en sangre cristiana. El cielo opaco se ilumina con flechas en llamas que surcan el aire espeso de azufre; al paso de su caballo, el Capitán mata y sigue matando sin detenerse. A su diestra, a pocos metros, un extraño edecán de barba y largos cabellos rojos como la sangre que le cae por el pecho, sostiene un estandarte morado con vivos amarillos y avanza firme apartando a golpes de lanza a quienes quieren acercarse a su líder. El Capitán lo busca con la mirada y señalándole con la espada hacia el frente le ordena en un grito que lo acompañe en la última carga. Más allá, centenares de guerreros contienen el avance de las tropas de Ricardo, en el tercer día de una batalla interminable. Siente gritos de guerra y dolor, y luego de victoria, y luego de silencio. La multitud que lo ensordecía con ruidos de acero y de muerte desaparece, y sólo queda la pradera muda, regada de cuerpos que se descomponen ante sus ojos.

Aspirando profundamente, el Capitán ahora huele el perfume de una mujer que no conoce. Huele a fresas y lima, probablemente esa mujer lleve por nombre Amelia. Así lo supone el Capitán. Probablemente se conocerán algún día en la Calle del Mercado, cuando ella salga a hacer el mandado del día en busca de frutas, queso, pan y un poco de vino para la cena. Casualmente el Capitán rondará esa misma calle, la cual evita casi siempre por ser muy transitada; prefiere pasear tranquilo y en silencio, sin cruzarse con mucha gente. Pero ese día, no sabrá por qué, elegirá dar su paseo matinal por el Mercado, y olerá ese perfume de fresas y lima, bien fresco y natural, jugará a reconocerlo y encontrarlo, y una vez que llegue a Amelia, ella lo mirará de frente sin vergüenza y el le acariciará las mejillas. Probablemente serán felices por muchos años, y tendrán larga descendencia. Así lo supone el Capitán. Pero la mujer quizás llamada Amelia morirá joven y el Capitán olvidará su nombre y su perfume de fresas y lima.

El Capitán se asustó y quiso soltar el libro. Pero no pudo, porque ya no era el Capitán sino Osman, columnista de segunda línea en un prestigioso diario de Estambul. A Osman le gusta su trabajo como a pocos, y dedica todo su tiempo libre a encontrar una historia que lo catapulte a las páginas principales. Sabe que el primer paso es conseguir al menos una columna de mayor importancia, ahora en manos de otros columnistas, mayores y repetitivos, que han perdido el talento y la originalidad hace ya muchos años, a los que la gente de Estambul adora y sigue día a día sin importarle que no tengan nada que contar. Así es como Osman cada tarde, cuando sale del trabajo, cena temprano en un café tradicional; come dos bollos de queso acompañados de dos o tres vasos de rakí, escribe en un cuaderno azul todas las ideas que ha ido recopilando durante el día y sale a tiempo para tomar el bus de las seis. En veinte minutos el bus lo deja en los suburbios de la ciudad, zona profunda y áspera, pero Osman no tiene miedo. Recorre las calles, conversa con prostitutas, borrachos, drogadictos, traficantes, alcahuetes; se empapa de las historias ocultas y secretas del Estambul que nadie quiere conocer. Luego, todas las noches, en el único café que permanece abierto, pasa en limpio sus anotaciones al cuaderno y espera el bus de las tres. A la mañana siguiente, se levanta muy temprano y se dirige como todos los días a su trabajo en el periódico, a darle forma a su intrascendente columna.

Los leños crepitan, y abandonando la sombría habitación del Capitán, arden en la caldera humeante del Transiberiano, que recorre los Urales a toda máquina. La formación entera se extiende por más de quinientos metros, transportando desde Moscú hasta Vladivostok pasajeros de diversa nacionalidad, intereses y ambiciones. Hay viajantes de comercio, señoras nobles con séquito incluido, historiadores advenedizos, aventureros en busca de fama y riqueza, religiosos, una compañía de teatro de relativa fama, un columnista de un prestigioso periódico turco, dos ladrones buscados en toda Europa buscando el refugio hostil de la estepa, tradicionales damas de compañía de señores calvos, rechonchos y millonarios, etc., etc., etc. Es 1927, y en uno de los coches dormitorios han asesinado fríamente al Capitán mientras dormía. La escena del crimen es analizada al detalle por un investigador británico y su tartamudo asistente. No es conveniente sacar conclusiones apresuradas, dicen los expertos, y se disponen a estudiar el cuerpo del delito para avanzar con la resolución del misterio. Pero no es posible.

Las páginas inquietas del libro le ofrecen un intenso y penetrante olor a manzanas verdes. El Capitán tiene ahora cinco años y corre inocente y feliz por una playa de Cozumel. A su lado está su madre, una morena bella y delicada, vestida sólo con una túnica blanca, y con un arreglo floral en el cabello. El Capitán no puede dejar de sonreír y mirar embelesado todo el paisaje, siente la arena meterse entre los dedos de sus pies y las cosquillas del agua templada que lo acaricia. Su padre se baña desnudo y danza en el mar transparente, en ese tiempo detenido. A lo lejos, sobre la línea del horizonte, se ven llegar monumentales embarcaciones que enarbolan extrañas banderas en sus mástiles.

Más tarde, el Capitán fue un condenado a la horca que a pesar de su inocencia no pudo evitar la ejecución; fue profesor de una universidad de la que no pudo recordar el nombre y tampoco la asignatura; fue también grumete del galeón “Stella Maris”, con la Virgen del Carmen tatuada para siempre en la pantorrilla y una bolsa con monedas de oro colgada del cinturón; fue un poeta de vanguardia y fue un pintor holandés, atravesó a lomo de mula la Cordillera de los Andes en veinticinco jornadas, fue adúltero y fue promiscuo; fue un hombre común y corriente dejando pasar su vida frente a él sin preguntarse demasiado si estaba haciendo lo suficiente.

Cuando la luz del alba intentaba atravesar las pesadas cortinas que había cerrado preventivamente preservando la intimidad de la herejía, el Capitán volvió a la realidad y supo quién era. Tomó el libro y, sin atreverse a leer una sola palabra, lo arrojó a las últimas llamas del hogar que todavía persistían.

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