Cuando estuvo por fin en soledad, el Capitán tomó el libro delicadamente, lo sopesó entre sus manos rústicas y lo miró con la atención y la curiosidad respetuosa de quien tiene frente a sí algo desconocido y extraño. Estuvo así durante largo rato, repasando en su cabeza las herméticas opiniones e ideas que había mantenido de manera firme e irreductible durante toda su vida. Para el Capitán, los libros siempre fueron instrumentos de procedencia incierta y de maquiavélicos fines; se decía sí mismo y fundamentaba abiertamente a todos los que quisieran conocer su parecer, que era cosa de ingenuos dejarse maravillar por historias y fábulas ajenas, escritas por quién sabe quién y quién sabe con qué propósito; argumentaba también que solamente los temerosos y pusilánimes podían preferir refugiarse en experiencias que no habían vivenciado, aceptando la ley escrita, en lugar de entregarse al verdadero conocimiento de sentir en carne propia el placer y el sufrimiento del mundo real. El Capitán nunca había leído un libro.
La única claridad que había era la que emanaba intermitente de un hogar de leños, la única luz que se permitió tener el Capitán al momento de cometer el sacrilegio. Sin animarse a abrirlo todavía, continuó con el examen práctico del volumen. Calculó aproximadamente la cantidad de páginas sin decidirse por una cifra exacta, ya que parecían multiplicarse o dividirse cada vez que, después de quitarle la vista de encima por un segundo, volvía a mirarlo. Luego pasó el pulgar de la mano derecha por el canto de las hojas, como si estuviera manipulando una baraja de naipes, dejándolas correr y deslizarse lentamente una, dos, varias veces. Entonces notó una sensación rara y diferente, cerró los ojos, y un impulso que no pudo controlar lo obligó a hundir la nariz en los arcanos aromas que brotaban de las páginas amarillentas.
Sin darse cuenta cómo, está de pronto en medio de un campo de batalla, cabalgando furioso sobre un corcel con crines de plata y belfo de ceniza, blandiendo una espada bañada en sangre cristiana. El cielo opaco se ilumina con flechas en llamas que surcan el aire espeso de azufre; al paso de su caballo, el Capitán mata y sigue matando sin detenerse. A su diestra, a pocos metros, un extraño edecán de barba y largos cabellos rojos como la sangre que le cae por el pecho, sostiene un estandarte morado con vivos amarillos y avanza firme apartando a golpes de lanza a quienes quieren acercarse a su líder. El Capitán lo busca con la mirada y señalándole con la espada hacia el frente le ordena en un grito que lo acompañe en la última carga. Más allá, centenares de guerreros contienen el avance de las tropas de Ricardo, en el tercer día de una batalla interminable. Siente gritos de guerra y dolor, y luego de victoria, y luego de silencio. La multitud que lo ensordecía con ruidos de acero y de muerte desaparece, y sólo queda la pradera muda, regada de cuerpos que se descomponen ante sus ojos.
Aspirando profundamente, el Capitán ahora huele el perfume de una mujer que no conoce. Huele a fresas y lima, probablemente esa mujer lleve por nombre Amelia. Así lo supone el Capitán. Probablemente se conocerán algún día en la Calle del Mercado, cuando ella salga a hacer el mandado del día en busca de frutas, queso, pan y un poco de vino para la cena. Casualmente el Capitán rondará esa misma calle, la cual evita casi siempre por ser muy transitada; prefiere pasear tranquilo y en silencio, sin cruzarse con mucha gente. Pero ese día, no sabrá por qué, elegirá dar su paseo matinal por el Mercado, y olerá ese perfume de fresas y lima, bien fresco y natural, jugará a reconocerlo y encontrarlo, y una vez que llegue a Amelia, ella lo mirará de frente sin vergüenza y el le acariciará las mejillas. Probablemente serán felices por muchos años, y tendrán larga descendencia. Así lo supone el Capitán. Pero la mujer quizás llamada Amelia morirá joven y el Capitán olvidará su nombre y su perfume de fresas y lima.
El Capitán se asustó y quiso soltar el libro. Pero no pudo, porque ya no era el Capitán sino Osman, columnista de segunda línea en un prestigioso diario de Estambul. A Osman le gusta su trabajo como a pocos, y dedica todo su tiempo libre a encontrar una historia que lo catapulte a las páginas principales. Sabe que el primer paso es conseguir al menos una columna de mayor importancia, ahora en manos de otros columnistas, mayores y repetitivos, que han perdido el talento y la originalidad hace ya muchos años, a los que la gente de Estambul adora y sigue día a día sin importarle que no tengan nada que contar. Así es como Osman cada tarde, cuando sale del trabajo, cena temprano en un café tradicional; come dos bollos de queso acompañados de dos o tres vasos de rakí, escribe en un cuaderno azul todas las ideas que ha ido recopilando durante el día y sale a tiempo para tomar el bus de las seis. En veinte minutos el bus lo deja en los suburbios de la ciudad, zona profunda y áspera, pero Osman no tiene miedo. Recorre las calles, conversa con prostitutas, borrachos, drogadictos, traficantes, alcahuetes; se empapa de las historias ocultas y secretas del Estambul que nadie quiere conocer. Luego, todas las noches, en el único café que permanece abierto, pasa en limpio sus anotaciones al cuaderno y espera el bus de las tres. A la mañana siguiente, se levanta muy temprano y se dirige como todos los días a su trabajo en el periódico, a darle forma a su intrascendente columna.
Los leños crepitan, y abandonando la sombría habitación del Capitán, arden en la caldera humeante del Transiberiano, que recorre los Urales a toda máquina. La formación entera se extiende por más de quinientos metros, transportando desde Moscú hasta Vladivostok pasajeros de diversa nacionalidad, intereses y ambiciones. Hay viajantes de comercio, señoras nobles con séquito incluido, historiadores advenedizos, aventureros en busca de fama y riqueza, religiosos, una compañía de teatro de relativa fama, un columnista de un prestigioso periódico turco, dos ladrones buscados en toda Europa buscando el refugio hostil de la estepa, tradicionales damas de compañía de señores calvos, rechonchos y millonarios, etc., etc., etc. Es 1927, y en uno de los coches dormitorios han asesinado fríamente al Capitán mientras dormía. La escena del crimen es analizada al detalle por un investigador británico y su tartamudo asistente. No es conveniente sacar conclusiones apresuradas, dicen los expertos, y se disponen a estudiar el cuerpo del delito para avanzar con la resolución del misterio. Pero no es posible.
Las páginas inquietas del libro le ofrecen un intenso y penetrante olor a manzanas verdes. El Capitán tiene ahora cinco años y corre inocente y feliz por una playa de Cozumel. A su lado está su madre, una morena bella y delicada, vestida sólo con una túnica blanca, y con un arreglo floral en el cabello. El Capitán no puede dejar de sonreír y mirar embelesado todo el paisaje, siente la arena meterse entre los dedos de sus pies y las cosquillas del agua templada que lo acaricia. Su padre se baña desnudo y danza en el mar transparente, en ese tiempo detenido. A lo lejos, sobre la línea del horizonte, se ven llegar monumentales embarcaciones que enarbolan extrañas banderas en sus mástiles.
Más tarde, el Capitán fue un condenado a la horca que a pesar de su inocencia no pudo evitar la ejecución; fue profesor de una universidad de la que no pudo recordar el nombre y tampoco la asignatura; fue también grumete del galeón “Stella Maris”, con la Virgen del Carmen tatuada para siempre en la pantorrilla y una bolsa con monedas de oro colgada del cinturón; fue un poeta de vanguardia y fue un pintor holandés, atravesó a lomo de mula la Cordillera de los Andes en veinticinco jornadas, fue adúltero y fue promiscuo; fue un hombre común y corriente dejando pasar su vida frente a él sin preguntarse demasiado si estaba haciendo lo suficiente.
Cuando la luz del alba intentaba atravesar las pesadas cortinas que había cerrado preventivamente preservando la intimidad de la herejía, el Capitán volvió a la realidad y supo quién era. Tomó el libro y, sin atreverse a leer una sola palabra, lo arrojó a las últimas llamas del hogar que todavía persistían.
***