* pequeñas cosas

Es muy probable que detrás de las cosas que pienso todos los días, convencido de su valor, de su potencia, convencido de estar dentro de un modelo de pensamiento virtuoso, no exista absolutamente nada. Y lo terrible es que no hace ninguna diferencia. ¿Qué quedará de mí cuando me muera? ¿Quiénes recordarán lo que fui, aunque sea en porciones, en pequeños recuerdos reconstruidos por la acumulación de breves momentos que hayan compartido conmigo? ¿Y qué cara voy a poner cuando se empiecen a morir mis amigos más cercanos, imaginando que se van a ir antes que yo, y considerando objetivamente que ese momento está cada vez más cerca? Esta obsesión tal vez provenga de mis primeras desapariciones. ¿Quién hubiera sido yo si estuviera completo? Pensar fuera del modelo. De la ameba. Afuera. Imposible. Modelos represores del pensamiento y la sensibilidad. Tontas notas llenando espacio. Miedo a la muerte. Experimento terror. Colapso. Me detengo. ¿Y si ya hice todo lo que tenía por hacer? ¿Y si ya fue todo? ¿Debería despedirme así, con poca gracia, con una palmadita en la espalda?

La amnesia y la coprofagia

dos conceptos tan ajenos al común denominador

y sin embargo enquistados

y adoptados

como moneda corriente

por el 99% de los comunes

a los que les encanta bailar con nociones

tan extrañas

que no podríamos entender

ni aunque nos explotaran en la cara.

* disertaciones de un jabalí: naturaleza

Hubo barcas. Y después llamas. Y después madera estallada perdida y abandonada. Hubo todas esas cosas que nos dan miedo: claveles marchitos, sobrevivientes de alguna guerra, platos sucios, mandibuleo nocturno. De lo que no se puede estar seguro nunca es de si hubo materia prima digna o simplemente la historia de todo y de todos está conformada por residuos, esperpentos resacosos. Es lo más probable. Y así entenderíamos la naturaleza malévola de las cosas. De todas las cosas. No existe nada en ninguna tierra prometida que contenga en su esencia la virtud; de todo huímos y de todo sospechamos, porque podemos ser optimistas pero no retrasados (aunque es bien cierto que las altas cumbres divisorias de aguas nos tienden trampas todo el tiempo). Inventamos la virtud para no cagarnos de llanto todas las mañanas. La esencia de todo es pudrirse, terminarse; la finitud como objetivo sería una estupidez enorme, como el orgullo por ser coreano, árabe, ecuatoriano o argentino, eso te tocó, no hiciste nada para lograrlo, estar orgulloso por algo en lo que no intervenimos ni hicimos absolutamente nada es la necedad. Y además de coreano sos finito. Te vas a extinguir. Los coreanos arden en piras mucho más tiempo que los paraguayos, está comprobado, está registrado. Nómbrenme una sola cosa, cualquier cosa, que supongan que encierra aunque sea un reflejo de virtud. Una sola. Cualquiera. ¡Con los dioses no! Con dioses coreanos menos. No tengo alternativa, el peligro amarillo avanza y te somete. El peligro amarillo es todo, es fuente de desastre y origen del despropósito. Es la humanidad cagando fuego para postrarse ante ella misma. Hubo velas desplegadas. Y también remos. Pero ni así entendemos. ¿Está bien postrarse? Está perfecto. Es una elección más. Es una consecuencia. Invito al corchazo. Lo más revolucionario de la historia de la humanidad fueron las galletitas del zoológico, inmensamente funcionales y efectivas, instrumentos de tortura, de degradación, placebos baratos que adoptamos sin preguntar; en la marchanta inmunda vuelan por el aire los pedazos de nuestra elección, dignidad, discernimiento y también, como premio mayor, los calzones sucios que nos queremos sacar de encima, cuanto más lejos mejor. Pero la mierda siempre vuelve. Y tal vez así entendamos, si no entendimos, la naturaleza malévola de las cosas. Todo hace mal, porque te estás muriendo, te vas a morir, ya, mañana, pasado, el año que viene, te vas para el cajón mi estimado estibador, no hay vuelta. Y no tiene que ver con nada en particular, es que así funciona, nada importa que seas bello, inteligente, malformado, intransigente, vende patria, sodomita o coreano. Los planteos libertarios o altruistas mean siempre a dos metros, parten de premisas incorrectas, de una búsqueda imposible, porque no hay nada que encontrar: en el núcleo, en el interior de la ameba mongoloide que somos no existe más que la ambición. Los fantoches de siempre niegan nuestro génesis parasitario argumentando las provechosas energías que nos otorga la ambición, pero ¿cuánto tiempo más vamos a dejar que chorreen mierda por la boca? La felicidad es represión. Felices somos cuando evitamos el mal, cuando nos forzamos a elegir la opción antinatural, cuando el impulso destructivo queda aplacado por las verdades morales y éticas que nos fueron metiendo por el culo desde hace milenios. Somos felices cuando sedamos al monstruo. Galletitas. Hubo serpientes y sacerdotes. Y después magma. Y después putas paraguayas bien tetonas montando yeguas durante la noche. Soy malo, soy natural. No soy ateo, creo en Corea. Del Norte.

* disertaciones de un jabalí: seek & destroy

Somos hipócritas. Nos llenamos la boca con palabras vacías que nos sirven como estandarte representativo e identificatorio de nuestro gran compromiso y tesón en averiguar o develar el propósito único del hombre. La verdad es que no nos interesa. Acercarse cada vez más a la respuesta buscada – la que complementa el mantra repetido desde el comienzo de los tiempos: ¿cuál es mi misión? ¿para qué estoy? ¿cuál es el sentido de todo esto? – es enfrentar cara a cara la peor confirmación que podemos tener. Vamos a desaparecer. Tanto individual como colectivamente vamos a extinguirnos y eso es algo que nadie ignora, pero nos esforzamos por espantar esa reflexión de nuestras alegres cabecitas esponjosas. El mecanismo con el que desplazamos esta preocupación imposible de evitar es fabricarnos otra preocupación, más terrenal y tal vez con una resolución cercana a nuestras posibilidades de raciocinio, con la cual desplazar a la muerte por otro miedo muy particular: miedo a no haber sido digno de vivir, de no haber exprimido nuestro tiempo. Esta sensación se complementa con la fantasía de que después de muertos (aceptando la imposibilidad de digerir el final como absoluto) algo o alguien – o nosotros mismos transformados en espectros luminosos, nubes radioactivas, rayos gamma o lo que mierda fuera que nos indique nuestra superstición –  nos efectuará un reclamo sobre el comportamiento que tuvimos sobre la Tierra. Somos geniales. Somos idiotas. ¿Cómo lidiamos con esto? Simple, sostenemos esa fantasía, le agregamos guirnaldas de colores que decoran nuestra hermosa vida y presentamos como gran piñata de la fiesta nuestra nueva y admirable misión: verificar que tenemos un objetivo o propósito, encontrarlo, cumplirlo y obtener de este modo el certificado con el que responder en tiempo y forma a aquellos reclamos del más allá, el pase que nos habilite a la “segunda vida”. Muy bien. Las segundas oportunidades existen, pero no en este caso. Todo lo anterior es completamente falso. Nada se puede evitar y cualquier construcción fantasiosa lo único que hace es profundizar nuestra irracionalidad. Y el pequeño destello de lucidez que nos queda en el forro de los pantalones, es abrumadoramente cierto y paradojal: para ganarnos el cielo lo que tenemos que hacer es comprender que no existe. Incluyamos además otro importante factor de peso que nos condiciona a medida que recorremos el trayecto hacia el final: la inevitable sensación de angustia y vacío que nos atropella a cada paso que damos para completar nuestra “misión”. El esfuerzo que nos exige el conocimiento se convierte rápidamente en dolor. Y más dolor aun nos provocan los pequeños saberes que vamos adquiriendo. Con cada peldaño que subimos nos sentimos más pesados, más incómodos, y nos preguntamos todo el tiempo si vale la pena insistir. Caer es fácil. Subir es una cuestión de voluntad. Una rebelión. Un alzamiento contra la adormidera que nos rodea y domina. Pensemos mientras podamos.

* marito

Marito tiene cáncer. Se encuentra en un estadio avanzado y los médicos no le saben decir cuánto le queda; su condición se volvió crítica y comenzó a deteriorarse a la velocidad de una fruta podrida. De todas maneras goza de buen humor y no le agrega mucho dramatismo a lo que ya aceptó como el último tramo de su vida.  Según dicen, Marito siempre llevó una vida tranquila y ascética, más bien de reclusión interna, pero nadie sabe a ciencia cierta a qué se dedicaba antes de enfermarse ni cómo se había convertido en un pensionista más de Chacabuco al 300. Cuando tiene fuerzas para levantarse, Marito sale a la calle y da algunas vueltas por el barrio, va hasta el kiosco, la verdulería o el almacén, saluda a algunos vecinos y vuelve a la piecita. Pero estos días son cada vez menos y por lo general se la pasa encerrado en su habitación y echado en la cama. Las habitaciones de la pensión son todas iguales, precarias y austeras, entran con lo justo una cama, una mesa y una silla; como todo lujo hay un par de estantes y un ropero lleno de humedad. El baño es compartido. La cocina es comunal. Marito y yo tenemos habitaciones contiguas, compartimos la ochava del segundo piso, una pared descascarada y una porción chiquita de la resolana que se cuela entre los edificios de la vereda de enfrente. Marito es un buen vecino. Durante el día casi no lo veo. Por las noches lo escucho vomitar dos o tres veces por semana, el resto de las veces sólo se oyen sus arcadas y quejidos. Es muy común que los pasillos de la pensión amanezcan impregnados de un olor rancio y amargo que se desliza por debajo de las puertas y nos obliga a abrir las ventanas para ventilar la pestilencia; algunas voces aseguran por lo bajo que es culpa de Marito, pero yo apuesto más por el mal funcionamiento de las cañerías y desagotes del edificio, construido a principios del siglo pasado. No obstante estos pensamientos poco piadosos, nadie le reprocha nada y nunca hubo ninguna queja en la administración. Pensándolo bien, daría lo mismo si las hubiera o no, porque seguramente a Marito no le afectarían demasiado estas cuestiones, tiene bastante lidiando con el escenario cada vez más cercano e irreversible de su propia muerte. Cuando Marito vomita siempre es igual: primero el rugido gutural, después el chasquido violento contra el piso. Cada vez que lo escucho me imagino su cuerpo débil y amarillento doblándose de dolor y esfuerzo, extendiendo los brazos huesudos para alcanzar un vaso de agua de algún estante, y finalmente recuperando el ritmo de la respiración hasta volver a dormirse. En varias oportunidades sentí el impulso de acercarme a su puerta y preguntarle si necesitaba ayuda. Una pregunta bastante estúpida. Ayer me desperté sobresaltado, prendí un cigarrillo y miré por la ventana. Como una vieja costumbre pegué el oído a la pared, el frío de la pared y el ruido rasposo de las cañerías me pusieron la piel de gallina. Faltaban dos horas para que amaneciera pero me había desvelado. Juraría haber escuchado su risa en la oscuridad.

* adiós muchachos

Desde que tomé noción de que me iba a morir, siempre supe que lo iba a hacer de manera trágica. En realidad no es una tarea que vaya a poner en práctica directamente, no pienso en morirme como si fuera un pendiente para el fin de semana, algo planeado, algo duradero, o alguna de esas crueles y lentas agonías que se nos reparte tan a menudo; no, lo que yo siempre supe es que la muerte me va a sorprender, me va a llevar de golpe y en un segundo me va a depositar a diestra o siniestra de quien corresponda. Pero nunca fui muy amigo de las sorpresas, y menos de las de este tipo, por lo que decidí presentar una humilde batalla. Como no soy tan estúpido para pensar que puedo burlar a la parca, la meta que me impuse es simplemente, cínicamente, estropearle la sorpresa que me tenga deparada. Yo sé cómo me voy a morir. No me interesa saber cuándo ni dónde, porque perdería gran parte de la emoción, de la diversión del azar. Pero estén seguros que va a ser algo feo, repentino, accidental, va a ser una de esas cosas de las que se habla de vez en cuando y que los relatos y recuerdos desdibujan para hacerlas más llevaderas y menos dolorosas. No voy a dar más detalles para no arruinar el gusto morboso por lo inesperado y lo fatal que mucha gente comparte. Agrego, para los más curiosos, que, salvo por lo truculenta, mi muerte no va a ser gran cosa, no marcará un antes ni un después de nada, ni tendrá ningún rasgo particular que la diferencie de tantas otras, será una más, una muerte común y corriente. Tampoco es que me crea merecedor de una muerte heroica o memorable, ni siquiera pintoresca, desconfié toda mi vida de esas adjetivaciones, a las que veo como adornos innecesarios que los sobrevivientes necesitan escupir para sobrellevar la pérdida; son redenciones pedidas al muerto después de muerto. Una vida miserable no puede tener un final magistral ni glorioso. Todas las muertes son estúpidas, desde la del prócer más prócer hasta la del mierda más mierda. Por eso en mi lápida, debajo de mi nombre quiero que escriban con letras claras y elegantes: “Yo sabía.”. Y si puede ser en sajón antiguo, mejor. A lo mejor, llegado ese día, los que no me conocían bien creerán que mi vida tuvo algo de interesante y no fue tan intrascendente como la de la mayoría, como la de ellos.