No sé cuánto tiempo estuve inconsciente, pero cuando me desperté seguía siendo de mañana. Estaba tendido en la cama entre las sábanas transpiradas y tenía un trapo húmedo sobre la frente. La rubia, la morocha y la pelirroja estaban paradas al costado de la cama, observándome en silencio; ya estaban perfumadas, maquilladas y de punta en blanco, gracias a Flor que me hizo caso y se encargó de ir organizando la retirada mientras yo estaba desmayado. Había abrigado la esperanza de que cuando me despertara todo estaría en orden, es decir, me despertaría abrazado a Mariana como todos los sábados, después prepararía el desayuno y dejaría pasar el día sin demasiados planes. Pero la esperanza se me terminó muy rápido, y ahí estaba yo jugando a la estrella de cine, haciéndome el fascinante para impresionar a Olga, la rusa, desorientado, lleno de diamantes de dudosa procedencia, que seguramente alguien estaría buscando con más interés que a la sobrina del embajador, y con una sospechosa intervención quirúrgica en mi propio cuerpo. Patético.
Me incorporé un poco apoyando los codos y las miré; Olga me miraba dulcemente con una media sonrisa, Flor me guiñó un ojo y me sacó la lengua, me causó gracia y le sonreí. Cuando llegué al rostro de Mariana, la mirada petrea y amenazante que me clavó no me dejó dudas de que hervía de enojo y mal humor. “Sos un pelotudo”, me dijo crudamente, y tenía razón. Me levanté de un salto, me cargué la mochila, sin decir palabra agarré del brazo a Mariana con una mano y a Flor con la otra. Las saqué de la habitación y las puse contra la pared del pasillo, fuera de la vista de Olga, que había quedado parada sola al borde de la cama. Odiaba tener que jugar ese papel, pero evidentemente por mi condición de único hombre presente me habían delegado la responsabilidad de liderar. Y pensar que se creían feministas. Yo no tenía ningún plan, ni siquiera sabía si necesitábamos uno. Lo que sí sabía era que quería salir corriendo de ahí lo más rápido posible y depositarme lo más lejos que pudiera en cuestión de segundos. “¿Trajiste la moto?”, le pregunté a Flor. Tenía un scooter rosa que usaba casi siempre para moverse libremente por toda la ciudad y llegar a tiempo a sus múltiples ocupaciones; además de ser mi asistente en el número de magia, también era modelo vivo para escuelas de arte, recepcionista en un gimnasio, y estaba terminando el profesorado de inglés. Atorranta, sí, pero laburadora. “Sí”. “Ok, vamos a hacer lo siguiente. Ustedes dos se van en la moto y yo me llevo a Olga en un taxi, no la podemos dejar sola acá.” A veces se me ocurrían buenas ideas, prácticas y contundentes, que todos aceptaban por su lógica de acero y por ser también la mejor opción, pero la verdad es que este no fue el caso. “Bueno Robert, ¿y adónde vamos?”, me dijo victoriosa Mariana con ese tono de mierda que pone cuando está enojada y me quiere humillar en público para que todos se den cuenta. Claro, ¿adónde vamos? Ni idea, no lo había pensado.
Olga salió de la habitación y nos encontró en plena conspiración. Lejos de preocuparse, nos sacó una foto con su celular y se nos rió en la cara cuando miró cómo habíamos salido. Le saqué el teléfono de las manos y empecé a empujarla suavemente por el pasillo hacia la sala. “Vos te venís conmigo, muñeca”, dije fuerte y claro para que me entendiera. Giré la cabeza hacia Mariana y Florencia. “En una hora nos encontramos en casa. Entren por el patio.”. Creo que no les gustó mucho la idea de que las dejara solas para irme con otra, pero no protestaron. Agarré el celular de Olga y llamé a Richard. Se sorprendió de que lo llamara tan temprano un fin de semana, pero se alegró de escucharme, me había estado llamando y nunca le contesté. Claro. Ni le pregunté por los equipos, “En una hora en casa, Richard, no me cagues.” Sabía que no me iba a fallar, Richard era un amigo de fierro que siempre estaba cuando lo necesitaba, y últimamente lo necesitaba muy seguido. Cuando corté me percaté nuevamente del temita de mi mano, la incisión, el bulto, y todo eso; si bien Mariana supo inmediatamente lo que había pasado porque me conocía mejor que mi vieja, yo me prometí no decir una palabra al respecto y preservar mi idiotez del ámbito público.
Salimos al pasillo y caminamos como cuarenta metros, girando siempre a la izquierda. Habíamos elegido, según Flor, la habitación con mejor vista de todas, pero era también la más alejada de los ascensores. Los tacos altos de las chicas ni se escuchaban en la espesa alfombra roja que cubría el piso; en las paredes había reproducciones de cuadros, muy parecidas a las de la habitación, y me distraje un poco tratando de recordar los nombres de los pintores originales. Los diez segundos de espera del ascensor fueron un suplicio eterno, transpiraba y me movía para los costados resoplando y bufando, Mariana me hablaba de no sé qué y las otras dos miraban los números de los pisos que se iban iluminando lentamente. Siete. Ocho. Nueve. Cling! Puertas abiertas. Adentro. Bajando. “Pasemos desapercibidos. Hagamos como que no nos conocemos, apenas salimos del ascensor ustedes dos enfilan para la puerta y Olga y yo las seguimos unos pasos atrás. Tratemos de no mirar a nadie y de no llamar la atención, puede ser?”. Al fin pude plantear algo que tuviera sentido, teníamos que desaparecer sin dejar rastros, después veríamos como devolver a la rusita a la embajada sin problemas, y, sobre todo, teníamos que decidir que hacer con los diamantes. Nadie los había vuelto a mencionar desde que desperté del desmayo, pero eventualmente esa situación nos iba a volver a caer encima, preparados o no. Hasta entonces, perfil bajo y a prenderle velas a un par de santos. Nunca fui un tipo virtuoso en cuanto a cuestiones morales se refiere, y si el destino quiso que me encontrara con esta oportunidad, más allá del miedo mortal que me generaba, bienvenido sea, iba a aprovecharlo mientras pudiera.Tres. Dos. Uno. Cling!
Mariana y Florencia salieron primero y en pocos pasos atravesaron el lobby. Olga y yo caminábamos relajados un poco más atrás, tomados del brazo como una pareja afectuosa. Todo iba tan bien que se me dibujó una leve sonrisa de satisfacción. Pero a dos metros de la puerta, un pelado de traje y bañado en perfume se paró delante nuestro y nos cerró el camino. Olga le sonrió, como hacía con todos. Yo me frené en seco y guardé silencio, cediéndole la iniciativa al pelado. Levantó una ceja y con un gesto cómplice quiso darme a entender algo que yo no tenía idea. «Buenos días señor Redford, ¿ya se retira?. Esperamos volver a recibirlo pronto, siempre es placentero tener huéspedes como usted… y sus amigos…» Recorrió a Olga de arriba abajo sin disimulo y me tendió la mano derecha. A través de la gran puerta de vidrio vi pasar el scooter a toda velocidad encarando para el lado del bajo. «Muchas gracias», le estreché la mano con vigor y le dí un par de palmadas en el hombro; Olga nos sacó otra foto para el recuerdo y le pidió al pelado que nos saque una a nosotros dos posando delante de la fuente que decoraba la entrada, hermoso. Cuando por fin salimos a la calle, me llené los pulmones de aire buscando energía para afrontar lo que restaba de ese aciago día.
* continuará
* ver capítulos anteriores aquí