* lo que se va con la corriente

Última entrega de la saga del Gringo y la Lucecita, obra en colaboración con el Sr. Blopas, que también pueden encontrar en su blog “Proyecto Anecdotario”. 

La 1ra parte la encuentran acá:  dos guitarras y un cajón peruano.

La 2da parte la encuentran acá:  tinta fiera.

La 3ra parte la encuentran acá:  la última estación.

La 4ta parte la encuentran acá: los piojosos.

La 5ta parte la encuentran acá: la culpa no es del toro.

La 6ta parte la encuentran acá: bajo el agua.

La 7ma parte la encuentran acá: los eslabones.

La 8va parte la encuentran acá: en las vísperas de san la muerte.

La 9na parte la encuentran acá: melodía del desconcierto.

La 10ma parte la encuentran acá: una casa sin luz.

La 11ava parte la encuentran acá: sangre y harina.

La 12ava parte la encuentran acá: la crecida.

***

El auto pasó la tranquera principal cortando el aire como la sudestada, sin mendigar permiso ni ponerse a pensar en lo que se lleva por delante. La borrasca desmañada, como instrumento del destino, había cubierto con agua las huellas del Rastrojero de Barzola. Carlini lamentó los minutos perdidos en volver al camino de entrada, en las instancias decisivas cualquier retraso puede ser fatídico. La patrulla surcó por el diámetro la pista donde un rato antes habían explotado el jolgorio y el alcohol. Dicen los que saben que después de grandes festejos hay que andar prevenido, porque el equilibrio del mundo se acomoda en un instante, y el revés de la desgracia nunca tarda mucho en llegar. Carlini y Becerra lo sabían, y ya no les importaba el sigilo, ni las luces prendidas del móvil, y ni siquiera se molestaron en escudarse en su rol de pesquisas. El hombre frente al hombre. Era el momento de actuar. La tormenta clamaba con todas sus fuerzas por el final de la historia. Los frenos mojados apenas accionaron en un charco infinito frente a la casa. El chapoteo de Becerra en la marejada amainó al entrar en el living vacío, donde el agua había removido del mueblaje muchos años de olor rancio del capataz. Nadie se lo había enseñado, pero él sabía que ese olor era un pésimo augurio. La ventana se abrió de par en par y un relámpago larguísimo cortó al bies la espesura negra de la pampa. Carlini tropezó con un tronco y se sumergió de jeta en el barrial.

—¡Vamos, Carlini, puta madre, están en el barranco!

El grito del comisario acompañó el tirón salvaje que puso al ayudante otra vez de pie. A campo traviesa salieron disparados en dirección a aquellas siluetas grises que de a ratos se encendían sobre el horizonte. Poco le duraron las piernas al comisario, que a mitad de camino, empapado hasta el tuétano pero detrás de su 9 mm, llevaba en la boca el dulzor de la adrenalina y el amargor del inminente retiro de la fuerza. ¿O acaso se le estaban confundiendo los sabores? Poco más de una centena de metros habrían corrido cuando su ayudante lo sobrepasó. En ese momento el comisario Becerra pudo ver en el rostro de su fiel escudero un gesto, una mueca, o algo parecido que no pudo definir, era como si ese tipo que conocía bien de cerca ya no fuera el mismo joven, torpe e inexperto, sino que ahora llevaba estampada en toda la cara la furia del convencido. A su vez, en ese segundo plagado de epifanías, Carlini supo que en ese sprint fallido su querido comisario estaba dejando más de lo que parecía. Ninguno de ellos, sin embargo, notó a una quinta figura que corría con desmaño rumbo a la cárcava. Una vez más, como un eco de sí misma en el devenir de la humanidad, la noche cobijaba por igual a benditos y sotretas.

—Reconocélo, pedazo de mierda, ¡vos achuraste al Lorenzo!

Con la cara encendida, el Gringo se iba acercando al capataz. La hoja de la faca, brillante como un hueso descarnado al sol, desafiaba las ráfagas en la diestra inapelable del peón. Entre ambos hombres, un escaso metro. A espaldas de Barzola, el río descontrolado. ¡Qué caravana de ideas pasaron por la cabeza del asesino! No desconocía que sus posibilidades eran mínimas, pero ya era tarde para arrepentirse de algo por primera vez en la vida, y mucho más lo era para empezar a creer en Dios. El corazón le hinchaba el costillar por dentro como a las vacas viejas cuando entran al matadero. El Gringo, cegado por la furia, nunca iba a enterarse de que Barzola, desencajado, veía un sinfin de colores algodonosos que giraban a su alrededor cual espectros de varieté, ni que por sus bombachas empapadas había bajado una catarata de meo caliente. No, el Gringo nunca se enteraría, y el pensar en aquella gurisa hermosa que llevaba sangre Barzola en las venas lo encendía como un tizón en la fragua. Tenía enfrente a la única persona que podía impedirles un futuro de felicidad. Un paso más, sólo un paso más.

—¡Paráte, Gringo! —gritó Carlini. Se había parado a una distancia que le aseguraba un disparo certero, aunque no tuviera claro quién sería el destinatario.

Sin embargo, la zurda de Barzola fue más rápida que el rayo. Quizás era el que mejor sabía que no existen las retiradas elegantes, y que a lo irreversible es mejor no dilatarlo, ¿qué más puede pretender un hombre como él, al que nunca nadie le dijo como vivir, que decidir su propio final? Tomó del antebrazo al gringo y jalando con todas sus fuerzas se clavó la faca en las tripas. Al Gringo sólo le quedó revolver hasta que el cuerpo del capataz cayó hacia atrás por la cárcava y se hundió en el agua. Después tiró la faca al pasto y giró hacia Carlini, que con el dedo resbaloso sobre el gatillo y la mirada de piedra le alcanzó las esposas; “hasta acá nomás…y basta” cuentan que le dijo, pero en el campo no hay que confiar en los cuentos de las viejas. El Gringo se esposó solo y se arrodilló manso frente a Carlini justo en el momento en que el comisario, exhausto, llegó acompañado de la Lucecita. Al verla, el Gringo cerró los ojos. Ninguno de los otros supo del frío que le subió por la médula, y el pobre diablo nunca se enteraría que las gotas en la cara de la muchacha eran sólo de agua dulce.

—Felicitaciones, Topito—, cerró con voz amarga el comisario Becerra.

El resto es una historia que quedará para siempre en el campo de Don Miguel, y a la que los años le pondrán distintas variantes y condimentos. O tal vez no.

De leyendas, cuentos y fábulas se nutre la mística de ciudades, pueblos y lugares perdidos en la nada como este, y en la cabeza de cada uno de sus habitantes quedará la responsabilidad de qué hacer con la memoria. A nadie le quitará el sueño no saber qué pasó con el cuerpo nunca hallado de Barzola, tampoco se tratará de adivinar por mucho tiempo la suerte de la Lucecita en la gran ciudad, tal vez haya encontrado lo que tanto anhelaba, tal vez no, pero ya no importa; y por supuesto, las noticias sobre los días negros de encierro del Gringo se volverán cada día más escuetas, casi ínfimas, hasta desaparecer primero de las conversaciones de las viejas, luego de los pensamientos erráticos de los peones, y por último de toda la memoria colectiva de un caserío apartado, con ínfulas de pueblo noble, con gente amable y agradecida, trabajadores, estudiantes, amas de casa, guitarreros, hacendados, malandrines, hombres de ley. Un amasijo de gente común y corriente que de vez en cuando, como todos, tiene que esconder la mugre debajo del felpudo y esperar que amaine la tormenta.

FIN.

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* melodía del desconcierto

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Novena entrega de la saga del Gringo y la Lucecita, obra en colaboración con el Sr. Blopas, que también pueden encontrar en su blog “Proyecto Anecdotario”. 

La 1ra parte la encuentran acá:  dos guitarras y un cajón peruano.

La 2da parte la encuentran acá:  tinta fiera.

La 3ra parte la encuentran acá:  la última estación.

La 4ta parte la encuentran acá: los piojosos.

La 5ta parte la encuentran acá: la culpa no es del toro.

La 6ta parte la encuentran acá: bajo el agua.

La 7ma parte la encuentran acá: los eslabones.

La 8va parte la encuentran acá: en las vísperas de san la muerte.

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A un costado del escenario improvisado, el Gringo y el Zurdo afinaban las guitarras, con el mismo gesto adusto y desconfiado que se les había instalado en la cara el día en que aceptaron la propuesta de Don Miguel. “A la mala espina se la debe respetar”, decía siempre el Zurdo. El Gringo, cuyas preocupaciones excedían largamente las de su compadre, aceptaba esa sentencia, pero callaba. A veces no hay mucho que hacer contra los deseos del tallador; se aceptan las cartas y se juega con el pico cerrado tratando de evitar el mazo. Cuando los armónicos dieron el visto bueno a la afinación, los músicos respiraron hondo, se acomodaron las pilchas, los pañuelos de rigor, y se dispusieron largar el espectáculo. Desde el centro de la tarima, Pichón repicaba los dedos suavemente sobre el cajón, cortando a gatas la modorra de la concurrencia y concentrando algunas miradas vidriosas fruto de la sobremesa. Como se sabe, en cualquier festejo el hambre es lo primero que se acaba, mientras que la sed es mucho más brava de saciar; la humedad de la pampa reseca el alma y el espíritu, valga la contradicción.

Los primeros acordes se mezclaron con algunos aplausos tímidos y palabras inentendibles a las que el Gringo no prestó atención, pero que Pichón y el Zurdo consideraron de aliento. La “Chacarera de la Redención” rompió el hielo y la quietud reinante. El trío era ciertamente virtuoso. A pesar de lo inestable de la percusión, la energía que contagiaba era capaz de animar un velorio a cajón cerrado. Con el profesionalismo como bandera, el Gringo empujaba sus malos pensamientos e inevitables sospechas hacia el fondo, trataba de mantener la calma y el compás en medio de todo ese revoltijo en el que veía enredarse más y más. Sin embargo, su mirada mañera se le escapaba por todo el lugar en busca de la figura gentil de la Lucecita, que hasta ese momento se destacaba por su ausencia. Las primeras parejas se animaron y le entraron al bailongo sin esperar demasiado. Bien al fondo, donde los copetudos los pusieron por las dudas de que tuvieran olor rancio, el “Esqueleto” Borghesi, Benítez y los demás peones golpeaban la mesa con sus manos renegridas. Y aunque era aún temprano para estar entonado, el tape Ensina se le animó al estribillo con su vozarrón de llano herido. No faltaron las palabras a la memoria del difunto  Juan Gauna y para la viuda que lo lloraba. Curiosamente, nadie recordó al malogrado Lorenzo.

El baile ideado por Don Miguel transcurría sin tropiezos. Su deseo de mostrar que en la estancia nada era tan grave parecía satisfecho. A un costadito de la pista, con sendos vasos de sangría sin tomar, Becerra y Carlini repartían sus sentidos entre el jolgorio y el deber. Tenían orejas de sobra para los corrillos y también para la música, y con los cuatro ojos podían atender no sólo al Gringo y Barzola, sino también, y por qué no, al mujeraje fatal. Del otro lado de la pista, el oscuro capataz aguardaba su momento de pie contra una acacia. Los hombres de la ley parecían esperar ese mismo momento para hacer su jugada. Pero los hechos estaban a punto de desbocarse como bagual asustado. Miradas oblicuas trazaban la pista. Don Miguel observaba al Gringo; el Gringo vigilaba a Carlini y Becerra, y éstos miraban cómo Barzola, haciéndose el desentendido, relojeaba el camino que bordeaba el casco.

Los que no estaban borrachos notaron el gallo del Gringo en el tercer valsecito, justo cuando llegó al lugar, tardía y en soledad, la Lucecita. Todas las miradas recayeron en ella. Traía maquillada en el rostro una inocencia en la que ya nadie creía. En eso, los amigotes de Juan Manuel comenzaron a revolearlo al aire entre vítores y carcajadas mientras Don Miguel aplaudía contento. En ese breve y extraño desorden general, los investigadores reaccionaron con velocidad de culebra. El momento había llegado.

–  Ahora, Topito, ¡vamos! ¡Largue ese vaso, caramba! –  exhortó Becerra excitado, antes de tomar raudamente el camino de salida. Carlini dejó el vaso en una mesa cualquiera y lo siguió.

– ¿Está seguro de que es el momento? –  preguntó.

– ¡Por supuesto! La mejor manera de sorprender en este ajedrez es jugar a las damas, Topito. ¡Sígame! –

– Es usted brillante, comisario. –  dijo maravillado Carlini mientras anotaba la máxima con letra chueca y apresurada en su libreta de apuntes.

Media hora después, Barzola abandonaba la estancia en su rastrojero. Ante una seña inequívoca de la Lucecita, que había visto partir a su padre, el Gringo también supo que había llegado su momento de actuar como solista.

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