* malfatti 7

Los barrios bajos en donde nos criamos no daban muchas opciones ni posibilidades para desclasados como nosotros, o abrazabas la delincuencia o te disfrazabas de agente del orden. La línea divisoria era demasiado fina, y no había mucha diferencia entre ambas ocupaciones, solamente era una cuestión de modus operandi; como consecuencia los intereses se terminaban mezclando y los asuntos apenas turbios se hacían oscurísimos. Por un lado la elegancia, el honor, el respeto, los códigos y la generosidad, y por el otro la prepotencia, la ignorancia, la violencia y la discriminación propia de cualquier cuerpo policial que se precie de tal. Así estaban las cosas.

Siempre me causó gracia la contradicción del concepto “inteligencia policial”, sobre todo porque conocía bien a los elementos que se amontonaban entre sus filas. Balbastro, Miranda, el Tano Renzi, caído en un enfrentamiento, Maraffini, Balbi, buenos amigos de mi infancia, de tardes de siesta en voz baja y picaditos en la cortada, todos ellos eligieron ponerse la gorra sin pensar demasiado. Yo creo que estaban convencidos de que de esa manera iban a conseguir más minas, pero es una suposición.

Bajo el amparo de la ley y el uniforme, la policía se metía en nuestro territorio con menos cuidado y más avidez que nosotros mismos; y nosotros, los descarriados, los indeseables, además de pagar el pato por cosas que no nos correspondían pero nos endilgaban, muchas veces teníamos que sostener y cubrir las necesidades sociales, económicas, y hasta emocionales de los que vivían a nuestro alrededor. Aunque habíamos elegido el camino de la ilegalidad justamente para no ser como ellos, era nuestra gente. Pero muy lejos estábamos de ser Robin Hood, no se confunda. Nunca hicimos caridad, no es digno. Todo tiene su precio, y todo, pero todo, se paga acá, en este mundo. No me vengan con purgatorios, paraísos y toda esa milonga de la salvación, la redención y el perdón divino. A otro perro con ese hueso. Por eso no le debo nada a nadie, y procuro que tampoco nadie a mí; siempre consideré una deuda como una afrenta, una mancha en la solapa de la rectitud de un hombre, un dedo acusador que nos señala por la calle. Lo mejor es saldar las cuentas lo antes posible y sin titubeos.

Una sola deuda me quedó sin cobrar totalmente, pero sé que era y es imposible poder cubrirla. Se trata del episodio más doloroso que nos tocó afrontar, y que marcó un antes y un después en nuestra carrera, nos convirtió en una maquinaria precisa y aceitada que nunca volvería a equivocarse. Estábamos en nuestra etapa de piratas del asfalto, reventando camiones y reduciendo la mercadería a una velocidad asombrosa, nos iba saliendo todo a pedir de boca y por eso hacía varios meses que explotábamos esa veta. Pero nos confiamos demasiado, y pecamos de soberbios al creer que éramos infalibles. Esa mañana habíamos desayunado con Mario y Raquel y charlamos sobre una sensación rara que teníamos sobre el trabajo del día. Raquel se rió y nos dijo que su intuición femenina no le había dicho nada al respecto, pero no nos convenció. Más tarde, cuando paramos el camión, la tranquilidad del chofer al frenar y su mirada sostenida, agravaron mis sospechas de que algo no estaba bien. Cuando se levantó de golpe la cortina trasera del furgón y vimos al agente Beltrán a la cabeza del grupo de custodia, fuimos presa del asombro y el desorden. Corridas, empujones, gritos, retirada. Estábamos fritos, no nos esperábamos tener la mala suerte de interceptar el camión con el que el comisario financiaba por izquierda sus actividades non sanctas. Y encima con Beltrán.

Pensar que en la primaria nos divertíamos molestando y burlándonos del Gordo Beltrán, pobre. Alguna consecuencia debe generar tanto abuso y maltrato escolar. Por eso no me extrañó que la orden de fuego se le apresurara antes que la voz de alto. Y el pobre Mario, puro corazón, cegado por sus sentimientos hacia Raquel, corrió a cubrirla y sacarla de la línea de fuego; pero no fue lo rápido que hubiera necesitado, y no pudo esquivar la ráfaga de Beltrán que le estalló en el pecho sembrando de flores vino tinto la camisa blanca. Antes de irse, Marito me rogó con la mirada que me lleve a Raquel. No me olvido más del dolor que significó para nosotros tener que dejarlo ahi al pobrecito, quién sabe que harían con el cuerpo.

Seis meses después, cerca de Avellaneda, el cuerpo hinchado del recién ascendido Sargento Orestes Beltrán, de veinticinco años, apareció flotando en la ribera del Riachuelo, lo acompañaban su esposa Rosita y su hija de tres años Soledad. Un acto aberrante, una pérdida fatal. Un buen policía, con un futuro enorme, una familia modelo y llena de amor destrozada por un crimen sin precedentes. Nadie supo nunca nada, pero ni siquiera así me dí por pagado.

* continuará

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* malfatti 6

Mi padre disfrutó de la vida como nadie. Era un entusiasta y un creyente. Creo que de él heredé el convencimiento y el tesón. Era alto y buen mozo, y siempre tuvo mucho éxito con las mujeres; tanto éxito tuvo, que infinidad de veces nos vinieron a golpear la puerta maridos heridos en el ego exigiendo explicaciones y resarcimientos morales. En esas épocas el matrimonio y las obligaciones conyugales se tomaban en serio, no con la liviandad de ahora, por eso mi vieja siempre lo defendía y daba la cara por él. Incluso llegó a hacerse cargo de aquellas deudas por ella misma, pagándolas al contado, o al contacto. La polaca valía lo que pesaba. Entre esos vaivenes cotidianos, Antonio Malfatti, mi padre, vivía convencido de tener razón; y de esta manera se desenvolvía en todos los aspectos de su vida. Poco afecto a la jornada laboral, porque pensaba que estaba más allá de esas tareas humillantes, se consideraba un hombre de ideas. Ideas cortas, mundanas, de poco vuelo, inútiles, pero ideas al fin. Como era un hombre reservado y de muy pocas palabras, aquellas ideas nunca trascendieron de las discusiones en la sobremesa de la cena, recitadas con voz de vino tinto. Su confuso y anunciado final no sorprendió a nadie, ni siquiera a mí. A pesar de mi corta edad, comprendí que el legado que me había dejado marcado cada noche con el revés de la mano derecha me sería de gran ayuda durante toda mi vida.

La clave para triunfar en este mundo es la perseverancia. Se puede ser extremadamente brillante o talentoso, pero si no se es amigo del esfuerzo, y si no se trabaja constantemente en mejorar y en llevar a cabo los proyectos en los que creemos, podemos terminar boca abajo en un zanjón preguntándonos por qué la injusticia nos marchitó los sueños tan pronto. Y estaremos muy equivocados. Por eso es que en los principios de nuestra carrera nada nos detuvo. Ni los meses de reformatorio, ni las mil y una noches en calabozos y celdas pestilentes, ni las corridas a hospitales clandestinos para coser algún tajo malevo, ni los amigos que se nos iban yendo, ni la familia que nos daba vuelta la cara. Nada. Ni el exilio limítrofe, ni el olor rancio de la pólvora en el desayuno, ni la primera novia que nos batió más de una vez. Seguimos adelante sin dudar, aprendiendo de cada caída y de cada descuido, perfeccionándonos cada vez más. Inventamos la profesión y delineamos a paso de hormiga lo que luego se convirtió en La Biblia del malhechor, según algunas crónicas tendenciosas. Le confieso que me da cierto orgullo.

Mi herencia paterna de convencimiento y tesón, como le dije al principio, fueron las características de mi liderazgo en “La Violeta”. Nunca me tembló el pulso en todo ese tiempo, para bien o para mal, y siempre viví convencido de lo que hacía. No era mi destino confundirme entre las sombras grises de la sociedad adormecida y conformista, no estaba hecho para malograr mi futuro aceptando los preceptos que nos querían imponer. No, no, yo estaba para más. Y la fruta no cae lejos del árbol.

* continuará

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* malfatti 5

Créame, no fue fácil encauzar todo este asunto. La clandestinidad tiene sus pro y sus contra, existen vericuetos impensados en donde uno va cayendo y se las tiene que arreglar como puede. Lo primero y lo más importante que aprendí una vez que entré en este baile, es que está lleno de traidores. Tarde o temprano entran a tallar cuestiones inevitables como la envidia, la avaricia, el rencor, y esas cosas tan inherentes al ser humano. No es nada personal, simplemente gajes del oficio. Pero como reza el refrán que repetía todo el tiempo el Negro Soria, el que avisa no traiciona. Por eso con el correr del tiempo me fui haciendo cada vez más ducho para interpretar a la gente. Gestos, palabras, silencios, miradas, nada se me escapaba; de esta forma evité hacerme mala sangre cada vez que alguno se desbarrancaba y había que ponerlo en vereda.

Por suerte nosotros nos destacamos siempre por ser muy unidos. El espíritu de grupo se hace muy fuerte en este tipo de trabajo, cada uno acepta sus responsabilidades y se hace cargo de sus aciertos y errores para que la máquina siga andando como corresponde. Por ejemplo, ningún reproche ni ninguna palabra agraviante se le escuchó al Cholito cuando le rompimos las dos rodillas con un martillo por habernos querido madrugar con una mercadería recién salida del puerto. Se la bancó como un duque, lástima que la infección se lo llevó diez días después. Injusticias de la vida. En fin, por este tipo de organización y método de trabajo es que nos hicimos un lugar, un nombre; en esos tiempos todo era bastante improvisado y con esfuerzo nos fuimos ganando el respeto y la admiración, aunque también el temor, de nuestros pares y conocidos.

Usando la cabeza siempre se llega más lejos y más rápido que usando el corazón, suena duro e insensible, pero es así. Aunque muchas veces me tuve que morder los labios por la rabia contenida, mis decisiones se basaron siempre en la planificación, el análisis y el empirismo; si hubiera dejado entrar la duda en algún momento, no hubiera sido posible separar los negocios de los sentimientos. Créame, nada personal.

* continuará

* malfatti 4

Como venía contando, conocí a Mario y a Raquel al poco tiempo que empezamos con nuestro negocio. Raquel era un año mayor que yo, y era hermosa. Perdón, me adelanté un poco. Los héroes, me dijo mi abuelo varias veces, aleccionándome solapadamente, son personas predestinadas al fracaso; el derrotero o la acción superlativa que los convierte en tal, en algo admirable para el resto de la gente, no es otra cosa que su destino mismo, y salvando contados casos, siempre conduce a la desgracia.

Mario y Raquel fueron nuestros héroes. Se habían ganado el apodo de “Los Ravioles” en una de nuestras primeras travesías, la noche que se nos ocurrió incursionar en el arte culinario y reventamos magistralmente “La Especialista”, la fábrica de pastas a dos cuadras de casa. Mario era un tipo de primera, racional, detallista y con una eficacia que asustaba, pero el pobre santo era demasiado sensible para estas cosas. Yo no lo llamaría de ningún modo blandito, porque era un guapo en serio, de los de antes, pero nunca pudo zafar de la culpa y el remordimiento, sumándole también que estaba todo el tiempo pendiente de Raquel y eso lo hacía perder un poco el foco del asunto, cosa que más adelante nos complicaría bastante. Raquelita, por el contrario, era la mina más visceral e impulsiva que conocí en toda mi vida. Era hermosa, no sé si les dije, y sólo tenía ojos para Mario, su amor de siempre. Operativamente era brillante, pero cuando le hervía la sangre era un caballo desbocado, cosa que también nos traería complicaciones posteriores.

Y en el medio de todo estaba yo, tratando de comandar con pulso firme a “La Violeta”, como algunos matutinos empezaron a llamar un tiempo después a nuestra sociedad, buscando el equilibrio justo entre el esfuerzo, el disfrute, el peligro, y el amor. Reflexioné mucho acerca de si el crimen pagaba o no pagaba. Me pasé tardes enteras leyendo la fija mientras evaluaba la conveniencia de tener una vida sacrificada y corriente, o una completamente diferente moldeada por mis propias ambiciones. No necesité ser por demás avispado para entender la situación, así que me aparté por completo de la senda trágica del héroe para forjar mi vida sobre el empedrado traicionero del delito. Gracias Nono.

*continuará