Los barrios bajos en donde nos criamos no daban muchas opciones ni posibilidades para desclasados como nosotros, o abrazabas la delincuencia o te disfrazabas de agente del orden. La línea divisoria era demasiado fina, y no había mucha diferencia entre ambas ocupaciones, solamente era una cuestión de modus operandi; como consecuencia los intereses se terminaban mezclando y los asuntos apenas turbios se hacían oscurísimos. Por un lado la elegancia, el honor, el respeto, los códigos y la generosidad, y por el otro la prepotencia, la ignorancia, la violencia y la discriminación propia de cualquier cuerpo policial que se precie de tal. Así estaban las cosas.
Siempre me causó gracia la contradicción del concepto “inteligencia policial”, sobre todo porque conocía bien a los elementos que se amontonaban entre sus filas. Balbastro, Miranda, el Tano Renzi, caído en un enfrentamiento, Maraffini, Balbi, buenos amigos de mi infancia, de tardes de siesta en voz baja y picaditos en la cortada, todos ellos eligieron ponerse la gorra sin pensar demasiado. Yo creo que estaban convencidos de que de esa manera iban a conseguir más minas, pero es una suposición.
Bajo el amparo de la ley y el uniforme, la policía se metía en nuestro territorio con menos cuidado y más avidez que nosotros mismos; y nosotros, los descarriados, los indeseables, además de pagar el pato por cosas que no nos correspondían pero nos endilgaban, muchas veces teníamos que sostener y cubrir las necesidades sociales, económicas, y hasta emocionales de los que vivían a nuestro alrededor. Aunque habíamos elegido el camino de la ilegalidad justamente para no ser como ellos, era nuestra gente. Pero muy lejos estábamos de ser Robin Hood, no se confunda. Nunca hicimos caridad, no es digno. Todo tiene su precio, y todo, pero todo, se paga acá, en este mundo. No me vengan con purgatorios, paraísos y toda esa milonga de la salvación, la redención y el perdón divino. A otro perro con ese hueso. Por eso no le debo nada a nadie, y procuro que tampoco nadie a mí; siempre consideré una deuda como una afrenta, una mancha en la solapa de la rectitud de un hombre, un dedo acusador que nos señala por la calle. Lo mejor es saldar las cuentas lo antes posible y sin titubeos.
Una sola deuda me quedó sin cobrar totalmente, pero sé que era y es imposible poder cubrirla. Se trata del episodio más doloroso que nos tocó afrontar, y que marcó un antes y un después en nuestra carrera, nos convirtió en una maquinaria precisa y aceitada que nunca volvería a equivocarse. Estábamos en nuestra etapa de piratas del asfalto, reventando camiones y reduciendo la mercadería a una velocidad asombrosa, nos iba saliendo todo a pedir de boca y por eso hacía varios meses que explotábamos esa veta. Pero nos confiamos demasiado, y pecamos de soberbios al creer que éramos infalibles. Esa mañana habíamos desayunado con Mario y Raquel y charlamos sobre una sensación rara que teníamos sobre el trabajo del día. Raquel se rió y nos dijo que su intuición femenina no le había dicho nada al respecto, pero no nos convenció. Más tarde, cuando paramos el camión, la tranquilidad del chofer al frenar y su mirada sostenida, agravaron mis sospechas de que algo no estaba bien. Cuando se levantó de golpe la cortina trasera del furgón y vimos al agente Beltrán a la cabeza del grupo de custodia, fuimos presa del asombro y el desorden. Corridas, empujones, gritos, retirada. Estábamos fritos, no nos esperábamos tener la mala suerte de interceptar el camión con el que el comisario financiaba por izquierda sus actividades non sanctas. Y encima con Beltrán.
Pensar que en la primaria nos divertíamos molestando y burlándonos del Gordo Beltrán, pobre. Alguna consecuencia debe generar tanto abuso y maltrato escolar. Por eso no me extrañó que la orden de fuego se le apresurara antes que la voz de alto. Y el pobre Mario, puro corazón, cegado por sus sentimientos hacia Raquel, corrió a cubrirla y sacarla de la línea de fuego; pero no fue lo rápido que hubiera necesitado, y no pudo esquivar la ráfaga de Beltrán que le estalló en el pecho sembrando de flores vino tinto la camisa blanca. Antes de irse, Marito me rogó con la mirada que me lleve a Raquel. No me olvido más del dolor que significó para nosotros tener que dejarlo ahi al pobrecito, quién sabe que harían con el cuerpo.
Seis meses después, cerca de Avellaneda, el cuerpo hinchado del recién ascendido Sargento Orestes Beltrán, de veinticinco años, apareció flotando en la ribera del Riachuelo, lo acompañaban su esposa Rosita y su hija de tres años Soledad. Un acto aberrante, una pérdida fatal. Un buen policía, con un futuro enorme, una familia modelo y llena de amor destrozada por un crimen sin precedentes. Nadie supo nunca nada, pero ni siquiera así me dí por pagado.
* continuará