* cerca

Como un cobarde, de los mejores, huí de lo que quedaba de mi día y me dediqué a sobrevolar las calles mugrientas de la Gran Rosario como un moscardón atolondrado, un bicho molesto con vuelo corto y torpe, por decirlo de una manera poética y no ahondar en las razones que me habían llevado hasta ahí, pero la realidad es que yo sabía en el fondo que aunque el cobarde escape nunca se deshace de los recuerdos, y los estigmas de su poco valor se le quedan impregnados en la piel. Esto no es Ámsterdam, pensé, pero las putas deben ser bastante solidarias, bueno, como todas las putas, también pensé eso, pero en el momento me arrepentí de haberlo pensado, porque sabía que todo lo que iba a encontrar iba a ser menores explotadas por gordos en musculosa, chorreantes de transpiración, o en el mejor de los casos un rejunte de cuarentonas fláccidas y reventadas. No es Ámsterdam, no, es Rosario, ciudad de lepra, bandera, canallas y comegatos, centro urbano potencial modelo ejemplar corazón de la provincia cuna de artistas y de chorros y de putas y de filos y de garcas y de otarios, la postal del interior próspero y degradante. Y yo huyendo. Corriendo en cualquier dirección con tal de no volver a enfrentarme a los días anteriores, a las horas anteriores, subiendo y bajando autopistas para no detenerme, para no pausar la retirada que ya había firmado tiempo antes sin darme cuenta.

Qué poca astucia, campeón, me dije mientras seguía manejando por las callecitas inmundas buscando luces rojas y carteles escritos a mano que invitaran a pasar un buen momento; en cada esquina me detenía un poco y trataba de averiguar de dónde provenía el olor espeso a guiso de pobre que se  me colaba en la nariz, hasta que entendí que toda la ciudad olía así, a decadencia y oportunismo, a desencanto y resignación. Qué poca astucia la mía al querer perderme en ese punto del mapa, un lugar horrible que no era Ámsterdam y que para mí no tendría que tener referencia de latitud ni longitud, para que nadie pueda encontrarlo, para que flote en la nada como vértice extremo de la desolación. Frené. Un farol tiraba una lucecita de mierda que caía perpendicular sobre la guantera. Fumé un cigarrillo, después otro, y un tercero. Estaba calmo, estaba ausente, era un insecto comiendo los restos de una bolsa de basura abandonada a la intemperie; bauticé la cosa como el Síndrome del Escultor: un hombre mediocre que cree que observando un bloque de piedra inútil puede, con su certero criterio y su poderosa observación, pulirlo, moldearlo y transformarlo en algo bello. Así, mis “placenteras” huidas trataban de mitigar la sensación de sentirme miserable hasta la náusea, sin lograrlo.

Arranqué, seguí derecho, doblé, retomé, volví a doblar. Adelante, atrás, alrededor, el desierto de la noche, el miedo a los márgenes, el ronquido grave de la oscuridad. Las calles eran los filamentos intermitentes de una ciudad en corto, odiada, de la que me quería esconder, las calles que no cambiaron ni un milímetro y se ven iguales a las que recorrí, de otro modo y con otras expectativas, en un pasado lejano y polvoriento. ¿Qué queda de ese tiempo? El mismo yo, que soy el mismo pero ya menos crédulo. Y todo me resultaba tan familiar que metía miedo. Me metí por una lateral y seguí manejando como todas las noches, a la deriva, pasando de un lugar a otro a través de un molinete infinito, que siempre me soltaba en caída libre por la garganta áspera y sofocante del embudo de los extramuros, que te absorbía con lentitud, paciencia y ferocidad.

En Ámsterdam las cosas deben ser muy distintas, pensé, esta misma calle podría llamarse igual pero sobre los cordones en lugar de yuyos desprolijos habría ramitos de albahaca bien cuidados y ordenadamente distribuidos, yo sería un ilustre colegiado dando un paseo distendido después de un gran día de trabajo, donde está ese baldío seguramente funcionaría un coffee shop, y no se escucharían los ladridos de los perros sino melodías serenas y relajantes saliendo por las ventanas de los departamentos. Es otro mundo, es otra cosa, allá los insurrectos no terminan tirados en una zanja como despojos, ni se los utilizaría como advertencia para los que siguen, allá, seguramente los sientan en un sillón tapizado símil cuero, les darían un vaso de agua y les preguntarían cortésmente, pero con seriedad y rigor, por qué hicieron lo que hicieron, o por qué no hicieron lo que debían hacer, o por qué pensaron en hacer algo que no les correspondía ni hacer ni pensar. Pero esto no es Ámsterdam. En determinados lugares las cosas se solucionan con rebenque, no con diálogo. Así somos, así nos tocó aguantar.

Dos horas después seguía girando. La calma se torna arisca siempre que sabe que la estamos buscando. Porque en definitiva eso es todo, vivir tranquilos, por eso es que hacemos lo que hacemos y tomamos las decisiones que tomamos. Tenía la garganta seca y las piernas cansadas de tanto manejar. Entré en el bar “La Liga”, el único que encontré abierto. No esperaba nada más que poder tomar algo en silencio y sin que nadie me molestara. Sobre la barra, y en cada una de las mesas, había una vela apagada. Por si se corta la luz, me dijo el mozo. Asentí por costumbre aunque me pareció de un pesimismo admirable. Un gran lugar, un pequeño confesionario donde sentirte sin culpa uno de los últimos guijarros lanzados al aire por la mano del que manda. Desde una foto colgada en la pared el Negro Palma me sonreía y me ofrecía la pelota con las dos manos. Terminé la sangría y decidí que lo mejor era emprender el regreso y dejar de pensar tanto. Salí, subí al auto, arranqué, empecé a volver despacio, muy despacio. En la esquina de la canchita vi, apoyada contra el alambrado, a una putita castaña, de quince o dieciséis años. Linda, nuevita. Los encantos de la prostitución se dirigen cada vez más hacia el plano de la perversión y el degeneramiento, por eso la mugre cada vez es más difícil de limpiar y erradicar de esta ciudad de mierda. La miré y me hizo un par de gestos. Le ofrecí llevarla con su familia o acercarla a algún lado. Me dijo que no y también me dijo pelotudo. Quien no quiere dejarse ayudar no merece ser ayudado. Arranqué. Por el retrovisor se iban yendo las luces de la Rosario guardada bajo la alfombra, mientras que por el parabrisas se me venía encima la ciudad de exportación y la sonrisa seriada. Fue una noche como otras, de impulso y de reflexión. Llegué a casa y guardé la cuchilla en el cajón.

 

 

* santos en camiseta

Al atardecer, la plaza cambia de rostro. Atrás queda el desfile de vendedores de globos y pirulines, de maridos que aprietan el paso para llegar temprano a casa, de perros fieles que arrastran viejos amos, de tabloides leídos por esposas aburridas, de ancianos que esquivan el tiempo, de rodillas sucias que patean pelotas de goma; y llegan las sombras. Desaparece la selva tropical y asoma la jungla áspera, intrigante; la sonrisa amable da paso al gesto burlón y macabro del después de hora. Siluetas sin cara apoyan la espalda contra los árboles, merodean los senderos con las manos en los bolsillos, caminan sin hacer ruido. Los pájaros duermen entre las ramas y preparan las golas para la mañana siguiente. Sombras clandestinas vagan sin prisa, buscando rincones para el amor, acechando desprevenidos, armando y desarmando destinos propios y ajenos. Cuando no hay viento se puede escuchar claramente el susurro de las pirañas. Sentado en un banco alejado de la vereda, desde donde podía ver con claridad las figuras de los sátiros que adornaban la fuente principal, yo era una sombra de jueves más.

En medio de aquel cardumen voraz distinguí a la distancia el paso inconfundible de Cairo. Tiene un andar contradictorio, cansino y enérgico al mismo tiempo. Parece que se moviera solamente de la cintura para abajo; las piernas como resortes y el torso estaqueado, como si no acusara recibo de la orden de movimiento. Cairo camina rápido pero no se nota. Pocos metros antes de llegar hasta el banco, cobijado por el follaje de los sauces, pitó su cigarrillo y me sonrió. La sonrisa de Cairo es una de esas experiencias que uno desearía olvidar al instante.

–          Vamos. – me dijo amablemente, haciendo un gesto con la mano.

Cairo no saluda, para él cualquier forma de cortesía y buenos modales es una pérdida de tiempo, lo superfluo lo estorba. Cortamos la plaza en diagonal por un caminito estrecho y salimos por Anchorena, doblamos en Córdoba y nos metimos en un bar.

Cairo tiro un puñado de maníes en su cerveza y chasqueó la lengua al tiempo que soltaba el humo por la nariz. Me miró fijo un momento como buscando la manera correcta de decirme algo. Yo lo miré y me troné los dedos. No dijo nada y pinchó un cuadradito de mortadela. Terminamos la tablita de fiambres en silencio, relajados, mirando con aire ausente las mesas, los mozos, las luces, los reflejos de los autos en el ventanal, la barra con la chopera, las manchas de grasa y aceite que decoraban los manteles, los cuadritos de flores en las paredes; por un momento me sentí parte de un paisaje inmóvil, como protagonista secundario de una foto minúscula en una revista gastronómica de baja tirada. En una mesa cerca de la puerta, un chabón de bigote y musculosa que no pasaba de los treinta nos relojeaba con disimulo de vez en cuando. Cuando el mozo nos puso delante la cuarta birra, la figura desgarbada y lánguida de González atravesó la puerta y recorrió el bar buscándonos con la mirada. El tipo de bigotes ni lo miró.

–          Ahí está el pelotudo ese.- se fastidió Cairo.

–          Temprano. – dije.

–          Siempre llega temprano porque está al pedo.- resopló por la nariz.

González se arrimó, agarró una silla de otra mesa desocupada y se sentó con nosotros. El mozo hizo como que no lo vio y se escondió atrás de una columna. Cairo miró la hora y golpeó con el índice el reloj, asegurándose de que el segundero funcionara correctamente.

–          A veces se me para. – dijo.

–          Voy a mear. – avisé sin necesidad.

–          No, acá no. – me dijo Cairo muy serio pero sin mirarme. – Aguantá. –

–          ¿Por qué acá no? Quiero mear.-

–          Porque esta zona está llena de putos. –

–          ¿Y? –

–          Aguantá. –

–          ¿Me estás jodiendo? ¿Qué me importa que sea zona de putos? Yo no soy puto. –

–          No se va a mear al baño de un bar de putos. –

–          No es un bar de putos. Es un bar. –

–          Es lo mismo, hay putos. –

–          Bueno, entonces acompañame y no me rompas más las bolas, si tanto te preocupa. –

–          Ni loco, van a pensar que somos putos. Mirá el bigotudo ese cómo te carpetea. –

–          Voy a mear. – dije y me fui para el baño pensando en la larga noche que nos esperaba.

Evidentemente la llegada de González malhumoró como siempre a Cairo. El problema entre ellos venía desde hace tiempo, desde el incidente del tenedor. Se trataba más bien de un problema unilateral, porque González desconocía (o pretendía desconocer) el disgusto y desagrado que el marco estúpido de sus anteojos, el pelo enrulado como virulana, la ropa limpia y planchadísima, el olor a Pino Silvestre, los zapatos abotinados, la boca fina y viscosa de reptil, la voz ridículamente aniñada, cada rasgo infame de su persona, producía en Cairo.

Cuando volví a la mesa González se sonaba los mocos con un pañuelo a cuadros marrones y celestes. Enfrente tenía una taza té. Cairo no lo miraba ni le hablaba, estaba sentado de costado, con las piernas cruzadas, mirando para afuera como si estuviera solo y jugaba con un cigarrillo apagado entre los dedos. Hacía rato que los tres no pasábamos un rato juntos, cosas de la vida. Los mejores amigos atraviesan esos períodos con naturalidad. A diferencia de las mujeres, que no comprenden la naturaleza del vínculo, nosotros, los compadres, nos apoyamos en una red elástica que no importa cuánto se estire ni cuánto se alejen sus extremos, nunca se rompe; y por sobre todas las cosas, nos brinda la tranquilidad absoluta de que apenas necesitemos cerrar filas para templar el ánimo o el espíritu, basta una sola palabra para que la distancia desaparezca de un chicotazo. González era un salame y un inútil, pero siempre estaba cuando se lo necesitaba, y Cairo era Cairo. Ese jueves de julio, de bufanda y llovizna, sentados a la mesa de un bar de putos, los tres remontábamos la noche empujados por el único valor intrínseco que sostiene a la amistad: la lealtad.

Una semana antes, con sólo una mirada, habíamos firmado un acuerdo tácito. Cualquiera hubiera hecho lo mismo.

–          No es un chiste, es en serio. – dijo Juancito bajando la mirada y la voz.

–          No puede ser, dejate de joder. – repuso Cairo sin dejar de mirar el partido.

–          En serio. –

–          ¿Nada, nada? – pregunté yo.

–          Nada.-

–          Pero nada de nada…¿nada? – repetí incrédulo. Juancito era la persona más sincera que conocía, casi nunca mentía y no tenía demasiado que ocultar, tal vez por eso podía atravesar ese momento humillante para la mayoría con envidiable hidalguía.

–          No. –

–          No, me estás jodiendo. – y esta vez Cairo sí dejó de mirar el partido y bajó el volumen del televisor. – ¿Nada de nada? ¿Cómo puede ser? ¿Nunca te la chuparon? ¿Un favorcito? ¿Una lamida aunque sea? ¡Por lo menos decime que te la tocaron un poco!

–          No. – Juancito miraba el partido sin mover un músculo.

–          ¿Pero cómo puede ser? ¡Te vas a morir a pajas! Decime por favor que algo tocaste. ¡Una teta, un culo, algo! –

–          Y…algunas tetas sí. –

–          Cairo… – dijo González con voz finita.

–          Shh… Bueno, quedate tranquilo pibe, esto se resuelve fácil. Dejámelo a mí. –

–          Cairo… –

–          ¿Qué mierda querés? –

–          Yo conozco un lugar. – sonrió González mientras terminaba el mate haciendo ruido.

–          Me da vergüenza. – murmuró Juancito. Pero a nosotros no nos daba vergüenza, ni lástima, ni risa, ni nada. Teníamos una misión que cumplir.

–          Listo, no se hable más. – cerró la conversación Cairo. – Subí el volumen que ya termina. –

Así de simple, mirando los goles de Batistuta en la Copa América nos enteramos de la suerte injusta de Juancito. Veintitrés años sin conocer la cara de Dios, una desgracia que si no se revertía pronto podía causar estragos en el resto de su vida. Nosotros sabíamos bien que nadie tenía el éxito asegurado por coger más o menos, pero también sabíamos que para sobrellevar la angustia, la ansiedad y la desazón de crecer, no hay nada mejor que hundirse entre las piernas flameantes de una mujer.

Parado en la vereda, con un gorro de lana marrón y blanco un poco chico para su cabeza, Juancito nos hizo señas a través del ventanal del bar. Pagamos rápido y salimos. El lugar que conocía González quedaba a unas pocas cuadras. Caminamos despacio pero decididos. La humedad y el rocío habían convertido a las baldosas y al asfalto en una resbaladiza trampa mortal. González y yo íbamos adelante, cuidando de no pisar ninguna baldosa floja; tres pasos más atrás, Cairo traía abrazado del cuello a Juancito.

–          Hoy debutás, pendejo. ¿Estás contento? –

–          No, estoy cagado en las patas. –

Cada tanto se escuchaba chirridos de frenadas. Pensábamos en las caras de espanto de los conductores, y en lo que se les estaría cruzando por la cabeza cuando el auto se les iba de cola en la avenida o los frenos tardaban en responder. El olor a hormigón mojado me producía una sensación extraña que se me alojaba en la nuca y en las palmas de las manos. Cuando llegamos a la puerta del Bam Bam, esa sensación me llegó hasta los dientes. “Pool – Tragos – Videos”, rezaba el cartel de neón arriba de la puerta, y más abajo, en azul, naranja y amarillo, “Bam Bam –  El Original”. Cairo me miró. Yo lo miré. Ambos miramos a González. Todos evitamos mirar a Juancito. Claramente el criterio de selección de González dejaba mucho que desear, pero él parecía no hacerse cargo, incluso mantuvo la sonrisita de yeso cuando Cairo lo fulminó con la mirada. La ilusión debe ser lo anteúltimo que se pierde. De todos modos nunca fuimos de retroceder, menos aun cuando se trataba de una cuestión de honor como esa. Cuando atravesamos la puerta de ese escabroso lupanar supimos que caminábamos por una cornisa resbalosa, y que corríamos el riesgo de patinar igual que los autos que habíamos escuchado apenas unas cuadras atrás.

El interior era como cualquier interior, pero más áspero. No nos importó el olor a perfume barato y porro que se nos coló de golpe y nos produjo cierto mareo, ni el sudor pestilente que empapaba el cuello de la camisa del barman; tampoco los dos peruanos que pulseaban en una mesa rodeados por otros tres que vitoreaban como si fuera el campeonato del mundo. Tan enfocados estábamos en nuestra misión que ni siquiera nos llamó la atención el piloncito de estampitas que descansaba sobre la barra; San Expedito, San Cayetano, el Gauchito, Ceferino, pero ni una santa, ni siquiera la Difunta. Pudiera ser que los llamados de fe fueran considerados cuestión de género, quién sabe. No era nuestra preocupación. Queríamos las minas, queríamos carne, saber qué clase de mercadería ofrecía el Bam Bam. Cairo soltó un suspiro fétido y nauseabundo, mezcla de tabaco, cerveza y mortadela; Juancito estaba mudo, mirando el piso, y González insistía en que confiáramos en él. El Bam Bam tiene garantía, nos dijo, no falla nunca; pasar por el Bam Bam es como un segundo bautismo, o tercero, o cuarto, o quinto, no importa, salís hecho un hombre nuevo, agregó. Y entonces entendí las estampitas.

Cairo cruzó dos palabras con un tipo de camisa roja. Al instante el tipo nos hizo avanzar un poco más al fondo, donde había una plataforma de unos cincuenta centímetros de alto. Corrió una cortina de pana que tapaba un lateral, chifló tres veces y aparecieron las chicas. Todas en tanga, tacos y tetas; algunas combinaban el color. Empezaron a bailotear y a girar fuera de ritmo, dedicándonos sonrisas y lengüeteos ensayados. Los cuatro nos quedamos embobados como vaca que mira el tren.

–          Lo mejor del mercado, muchachos. ¡Lo mejor! – nos dijo el tipo de camisa roja. – Aquellas cuatro son dominicanas, y las dos de más acá llegaron ayer de Puerto Rico. ¡A estrenar! Elijan, elijan nomás. – Le puso tanto entusiasmo que casi le creímos lo del estreno. Por otro lado, nos alivió saber que contábamos con la fraternidad y experiencia centroamericanas. Más de una vez, en otras noches tal vez más oscuras que esa que transitaba, otras hermanas caribeñas nos habían hecho ver las estrellas bailando la rumba del colchón.

González, Cairo y yo miramos a Juancito con cara de “¡mirá a qué lugar te trajimos, eh!”, y levantando el mentón lo apuramos para que se decida por alguna. No parecía muy convencido.

–          Qué se yo, cualquiera. Esa. – dijo.

–          No. – lo corrigió Cairo. – Esa no. Aquella, agarrá aquella. – agregó señalando con la cabeza a una morocha petisa pero contundente que tenía mejor delantera que Brasil del 70. Parecía que llevaba colgando dos cabezas de enano en una bandeja.

–          Dejalo elegir a él, Cairo. Es su momento, su noche. – me acuerdo muy bien que intervine a favor de Juancito. Y de la misma forma en que me acuerdo muy bien lo que le dije, me es imposible olvidar su respuesta, esas palabras que aún después de tanto tiempo me acompañan como una enseñanza fundamental, y que me fueron tan útiles y reconfortantes a lo largo de toda mi vida. Me puso la mano en el hombro y me separó un poco para que Juancito no escuchara, me miró fijo, y con calma paternal me iluminó el camino.

–          Mirá, mirá bien. Tiene que ser esa, no hay otra. Es la más tetona de todas. Las tetonas gritan como locas en la cama, y cuando te las estás cogiendo te sentís un campeón. Y este pibe tiene que debutar como un campeón. –

Con esa lógica implacable y bondadosa me dejó sin réplica. Volvimos al lado de Juancito, que seguía parado a un costado de la plataforma y tenía los ojos como el dos de oro.

–          Elegite esa Juancito, es una máquina. – apoyé a Cairo con convencimiento. Juancito asintió sin reparos, no le iba a dar muchas vueltas al asunto.

–          ¿Dónde se metió el pelotudo este? –

Apenas el vozarrón de Cairo terminó la frase, González apareció trayendo con envidiable habilidad tres vasos de whisky y una Coca.

–          ¿J&B? –

–          Smuggler. –

–          ¿Y la Coca? –

–          Para Juancito. No vaya a ser que se ponga en pedo y después no le funcione el muñeco. Lo traumamos. –

–          Sos un fenómeno. – le dije y agarré mi vaso.

Juancito desapareció tras la cortina de pana, con la cortita que lo arrastraba del brazo derecho, y con el vaso de coca en la mano izquierda. No miró para atrás ni una sola vez. González y yo nos acodamos en la barra a esperar, jugando con los hielos de los vasos. Sospeché que eso ni siquiera era Smuggler. Cairo se quedó conversando con el tipo de camisa roja. Cairo hablaba, señalaba a las chicas, nos miraba a nosotros y palmeaba en el hombro al tipo de camisa roja. El tipo asentía y sonreía. Así durante cinco minutos. Después el tipo devolvió las palmaditas a Cairo, le hizo una seña al barman, y se sentó, desentendido, en una mesa que rebalsaba de botellas vacías, junto a un viejo de camiseta. Cairo caminó hasta la barra con la sonrisa dibujada y el vaso vacío.

–          Listo, todo arreglado. Este tipo es buena gente. –

–          Yo te dije, este lugar no falla. – se agrandó González, su aporte a la causa parecía ir sobre rieles. – ¿Negociaste el billete? –

–          Sí, papá. Alcides necesita que se corra la voz sobre las chicas nuevas. – se refirió Cairo al tipo de camisa roja. – Si la ponemos todos nos hace una rebaja. Es como si le hiciéramos el control de calidad. Total, mientras esperamos al pibe nos podemos echar un polvito, ¿no? – Prendió un cigarrillo y giró hacia la plataforma. Las chicas seguían ahí arriba pero ya no bailaban, cuchicheaban entre ellas y mascaban chicle.

–           Yo quiero esa, mirá el culo que tiene. Se parece a mi tía. – dijo González con voz de pito.

–          Vos sos un enfermo. – lo increpó Cairo lanzando una bocanada que quedó suspendida entre los dos.

–          Vos no conocés a mi tía. – le retrucó González y enfiló para la tarima alargando los brazos hacia la caribeña que le despertó el amor filial.

Cairo y yo elegimos dos que nos parecieron las más jóvenes y las menos baqueteadas. Parecían recién vueltas del viaje de egresados, pero supusimos que tenían arriba de veinte y que los aires del caribe las mantenían en muy buen estado. Por las dudas no preguntamos si teníamos razón. El viejo de camiseta y Alcides jugaban al dominó y soltaban carcajadas que por momentos tapaban la música de fondo. Las típicas carcajadas de la gente que está de vuelta, que vio demasiadas cosas, que disfruta hasta lo profundo las cosas más pequeñas. Mientras traspasaba la cortina de pana de la mano de la pendejita, envidié la frescura de esas risas, me imaginé sentado a la mesa de dominó, colando el doble seis, pero supe que todavía me faltaba una vida para poder reírme con ellos.

Veinte minutos después, cuando volví al salón, Juancito y González estaban sentados en una mesa. Los peruanos se habían ido. El olor a porro seguía siendo persistente pero yo estaba inundado del aroma a puta nueva. González tenía la frente apoyada en la mesa y los brazos colgando, lloraba y gemía como en un velorio. Juancito tomaba una cerveza, tenía el semblante sereno y los ojos brillantes.

–          Dame un faso. – le dije cuando me senté a su lado. – Y, ¿cómo te fue? –

–          Genial. Era una máquina, me reventó. Estoy hecho mierda, se me aflojan las patas. Una fiera la petisa. –

–          Bien, bien, ¡me alegro! ¡Grande Juancito! – grité y lo abracé. – Dame un faso, dale. –

–          No sabés como gritaba. Creo que le gusté. – me dijo contento. Me dio un cigarrillo y lo encendió haciendo pantalla con la mano.

–          Mi tía…mi tía…- lloraba González desconsolado. –

–          ¿Y a este que le pasa? –

–          Nada, está borracho. Cuando salió ya estaba regulando. – me ilustró Juancito.

Esperamos a Cairo, que salió al ratito con el sobretodo en la mano. Juntamos la guita y nos despedimos de Alcides a los abrazos y risotadas. Estaba más contento que nosotros, y nos hizo jurarle que íbamos a volver el fin de semana. Llegaban más chicas, nos anunció con un guiño. El viejo de camiseta nos abrió la puerta y nos dio una estampita a cada uno. A mí me tocó San Antonio. En la vereda, el frío nos sopapeó y nos recompusimos del embotamiento. González apenas podía tenerse en pie, decidimos hacer tiempo en el bar hasta que se recuperara, nadie tenía responsabilidades que enfrentar al otro día.

En el televisor del bar estaban dando la repetición de Argentina – Brasil de la semana pasada. Pedimos tres submarinos, un café doble para González, y un tostado de jamón y queso para cada uno. A esas horas, cerca de las dos de la mañana, las sombras van y vienen, los pajaritos duermen inflados en las ramas de los árboles, los perros trotan por el barrio revolviendo las bolsas de basura, los semáforos regalan ondas verdes; los más afortunados sueñan debajo de acolchados de plumas, los menos, se la rebuscan entre cartones. Juancito es un hombre, González es un salame, y Cairo es Cairo. Se iba una noche más, y no nos importaba, porque a nadie teníamos que demostrarle nada. Estábamos donde queríamos estar. No hablamos mucho, nos comimos el tostado y vimos otra vez el partido entero. Gritamos los goles y todo.

* la ciega

Si te querías echar un buen polvo tenías que ir a lo de La Ciega. Era un tugurio sórdido y pintoresco. Cuando caía el sol la resaca de las calles se arrastraba hasta el bar, y el lugar se llenaba en cámara lenta de borrachos acodados en la barra, punteros yendo y viniendo entre las mesas, maricas en plan de cacería, drogones llenos de promesas rotas, infelices sin talento, pendejos con aires de bohemios, escritores perseguidos por la historia que no llega y alguna que otra vieja torta sentada cerca de los baños espiando sin disimulo. Apenas ponías un pie adentro el olor a aceite quemado te carcomía la nariz, se te pegaba en las uñas, y se fundía en la ropa y en el pelo; hasta la cerveza olía a la “especialidad de la casa”: un revuelto de papa, huevo, panceta y salchichas, con mucha pimienta, que crujía durante toda la noche en sartenes desvencijadas y se servía como asqueroso manjar sin ningún pudor. Debajo de la escalera que llevaba a los privados se apiñaban cajones de cerveza, botellas de vino, varios tachos con restos de comida, bandejas y platos sucios, manteles tirados en el piso y un puñado de moscas verdes sobrevolando el festín.

Era mi lugar favorito. Por las chicas. Las putas de La Ciega no eran bellezas exóticas ni tenían formas descomunales, tampoco hacían servicios especiales ni aceptaban propuestas extrañas. Ibas, la ponías, y te ibas. Así de simple. Pero para mí, lo precioso, lo festivo, era llegar temprano, cuando la “selecta clientela” se reducía a unas pocas caras tristes y cansadas, echarme un par de cañas al ritmo de una cumbia pesada y densa, charlar un poco sobre el clima o la economía, y elegir tranquilo a mi Sherezade de cada noche. Porque a mí me gustaba escucharlas. Nunca les hablaba de mí porque no quería aburrirlas, todos mis días eran el mismo y mi vida era la línea continua del electrocardiograma de un muerto.

De todas, mi preferida era Julieta, o July la Caderas, morocha de pelo ondulado y brazos firmes, con la piel de oliva y manos de concertista. No era la única, claro, porque el deseo llama seguido y la lujuria siempre fue mi pecado favorito; y por otro lado, sería bastante estúpido plantearse una situación de exclusividad o inventarse un enamoramiento con una puta, nunca caería tan bajo. Los días en que la elegía, compraba dos o tres fichas para que no me faltase tiempo, y subíamos la escalera agarrados de la mano esquivando trapos y escobillones que el encargado siempre olvidaba. Arriba, los llantos y gemidos de las borregas fingiendo placer y dolor, la mezcla que tanto excita a los hombres porque se creen machos cabríos, atravesaban las paredes como si nada. A veces era difícil concentrarse con el golpeteo de los cabezales de las camas contra la pared lindante. Los cambios de quincena, cuando la guita en el bolsillo renovaba los ánimos y el vigor, los cuadritos y crucifijos temblaban y se sacudían, pero protegidos por algún santo nunca se caían, y mantenían la mirada vigilante sobre los pecadores que se mezclaban entre las sábanas roñosas. El tono de voz de Julieta era un tanto irritante, demasiado agudo, pero se elevaba sobre el quilombo y, después de coger, prendíamos un faso y yo me dejaba arrastrar por la historia que ella tuviera ganas de contarme ese día. Así me enteré de un supuesto viaje a México, de una carrera trunca, de un hermano proscrito primero y desaparecido después, varios intentos de rescatarse de la mala vida que quedaron en nada, de su admiración por las películas de Torre Nilsson y un malestar crónico en el hígado. De mí nunca supo nada, ni siquiera recuerdo haberle dicho mi nombre. Las pocas veces que hablé, debe haber sido para comentar alguna histórica Prada – Gatica o recordar la epopeya de Firpo ante Dempsey. Después dejó de interesarme el boxeo y me callé.

Fue una noche de frío. Afuera llovía con unas ganas retenidas de quién sabe cuánto tiempo, el pronóstico alertaba inundaciones leves en el bajo; adentro el techo resistía como podía y la humedad de los sacos y bufandas se iba secando al calor de las estufas de kerosene desprendiendo vapores olorosos. El Pejerrey entró empapado y chorreando, se quedó parado en el centro del salón, nos miró con miedo y con la voz firme pero oscurecida nos dijo a todos y a ninguno “Se fue. Lo bajaron.” No hicieron falta explicaciones ni preguntas. Un changarín golpeó con el puño sobre la barra y puteó al cielo, la música de fondo pareció morirse de golpe, los maricas se abrazaron, y todos se pusieron a pensar, supongo, en la mañana siguiente, y en la otra, y en el resto de los días que vendrían. Un par de bigotudos se levantaron y salieron apurados, tal vez asustados y con muchas cosas que resolver antes de fugar; otros hicieron fila para usar el teléfono, avisar a la familia, idear un plan de acción. Yo sabía que todo era inútil, la máquina se había puesto en marcha hacía rato y ya era tarde para frenarla. Pensé en mis libros y en el sindicato, en las marchas y las visitas a la comisaría sin registro de entrada. Pensé en la despedida de mi vieja y en el Peugeot que tenía en el taller y que nunca recuperaría. Apuré el trago. La Caderas estaba trabajando y yo no tenía tiempo para esperarla. Me levanté las solapas del sobretodo y salí a la calle a enchastrarme los zapatos con el barro.