* betsa, vicky, y todas las otras estúpidas

No me pagan por historias como esta. Las historias que me dan de comer son pura mierda. Si buscan historias ejemplares, epifanías, masturbación semántica, altruismo, o historias de amor sin amor y sin historia, hablen con los editores. Esos son los hijos de puta más perfectos que conozco. Ni una horda de putitas quinceañeras drogadictas vividoras podría llegar a ser tan perjudicial para un cagaletras como el criterio de un editor. Vayan con ellos. No van a tener ningún reparo en ofrecerles bandejas repletas de mierda. Toneladas de mierda. Mierda a montones. Mierda que rebalsa. Mierda espesa y mierda babosa. Mierda líquida, sólida y gaseosa. Mierda de todo tipo. Satisfacción asegurada para el distinguido gusto del consumidor. Abran los ojos, cierren la boca. Hay mierda para todos. Felicidades.

Pero hoy no van a tener la satisfacción de verme arrastrar por esa esquina, hoy no van a degustar mis deposiciones. Para eso vuelvan el martes. Existen momentos en los cuales hay que ceder, prostituirse, y conformar al otro. Para esta detestable faena yo elegí los martes. Lo aprendí de Betsa. La primera vez que cogimos, apenas terminamos el segundo polvo, se tomó un vaso de agua, se tapó las tetas con la sábana y en un claro abuso de confianza empezó a hablarme de mí. Tenía una voz horrorosa, insoportable, pero tenía un culo tan perfecto y voraz que cuando te la cogías te hacía sentir que existía un significado único de la vida, y estaba ahí adentro. Nunca volví a ver algo así. Era hipnótico y adictivo. Si no me dormí después de acabar y me quedé escuchándola con atención fue por pura lascivia, quería seguir visitando ese culo tantas veces como me fuera posible.

–       Tenés que mentir. Todos mienten. Tu problema es que creés que tu verdad es más interesante que las otras. Y la realidad es que a nadie le importa un carajo de nada. La sinceridad no te va a llevar a ninguna parte, olvidate. – me dijo mientras estiraba la pierna derecha hacia el techo y se miraba las uñas mal pintadas. – Para fracasados estamos todos los demás, los que tenemos que laburar todo el  día porque no servimos para otra cosa. Vos no tenés que laburar, solamente tenés mentir un poco más. ¿Qué vas a hacer? ¿Seguir con la queja vacía de todos los días? Por ese camino lo único que vas a conseguir es cogerte alguna idiota como yo de vez en cuando. –

–       No es un mal plan. – No se me ocurrió qué otra cosa decirle, no estaba en un momento reflexivo. Me miró con odio. Se dio vuelta y se durmió. Me senté en una silla, la observé largo rato; los pies, las piernas, la espalda, el cuello, las orejas, el castaño oscuro de las raíces que asomaban entre el rubio artificial. Después me puse a mirar por la ventana.

Nadie me hablaba con tanta franqueza y lucidez como Betsa. No era loca ni prostituta. Ni borracha ni drogadicta. Era rosarina, tenía veintitrés años y trabajaba como empleada en una farmacia. Estuvimos juntos casi seis meses. No voy a hablar de amor, porque no lo hubo. Sería fácil decir que nos enamoramos, que nos quisimos hasta enfermarnos, que crecimos como individuos el uno junto al otro, y que la fatalidad del destino nos separó injustamente. Pero para eso hablen con los editores. Entre Betsa y yo no sucedió nada de eso. Como la mayoría de los bichos egoístas que andan dando vueltas por ahí, los dos dejamos que las cosas nos pasaran de costado y fuimos perdiendo interés en la relación. Se fue sin devolverme las llaves. Nunca volvió de sorpresa a prepararme la cena. Lo que más extraño, además del sexo y las conversaciones nocturnas, son los alplax y los rivotriles que traía escondidos en la cartera cada vez que me visitaba. Sin duda ella perdió mucho menos que yo.

Después de Betsa llegaron muchas otras, como ella misma había predicho. Pero la más estúpida de todas fue Vicky. Tal vez debido a una neurosis de abandono o simplemente por idiotez congénita, estaba convencida de que a mí me encantaba cumplir sus pedidos triviales. “Escribime algo”, me decía como si yo no tuviera otra cosa mejor que hacer que revolverme en esa mierda. La mujer es un medio, no un fin. Pero ella ni lo sabía ni lo imaginaba. No cedí ni me traicioné, sólo la estafé. Durante un par de meses transcribí algunos versos de Benedetti sobre servilletas de papel, agregaba alguna dedicatoria cursi, a veces más cursi que el mismo poema, y se las entregaba puntualmente, todos los martes, junto con una cajita de fósforos. Leer y quemar, era la consigna. Vicky leía, quemaba, y sonreía. Un día me sorprendió.

–       Yo sé que vos no me escribís las cosas que me querés hacer creer que me escribís. –

–       Aja. – le di espacio para que se explayara.

–       Pero no me importa. Porque el esfuerzo es el mismo. Me pone contenta que te tomes ese trabajo para hacerme sentir bien. –

–       Ok. – contesté. Me paré y me vestí. Nunca más la vi. Nunca más la llamé, ni nunca más le atendí el teléfono. Demasiadas cosas tenía yo en mi cabeza como para tener que tolerar a una persona así de conformista. Ni siquiera tenía el culo de Betsa. Ni cerca.

 

* disertaciones de un jabalí: sábato automático sin corrección

La cuchara redonda revuelve la sopa. Chorrean fideítos, moñitos no, municiones, cabellos de ángel. Y se acabó. Mi novia es guionista y me ayuda, mejor dicho trata de ayudarme, porque yo soy difícil, a ser un hombre mejor. En este tiempo atravieso la infeliz etapa de creer que para ser un hombre mejor tengo que escribir más, mucho, escribir a rolete, sacarme de encima cosas que ni yo mismo sé que están ahí. Pero no puedo escribir, no me sale una puta palabra. Sigo siendo un hombre malo. Nunca pude someterme a ningún tipo de método. Creo que este tema de los métodos sirve para actividades poco expresivas; es decir, no me parece que la escritura, esa tarea que tanto nos duele, en la que nos desnudamos y nos arrancamos los pedazos para que impíos lectores nos devoren pieza a pieza llenándose de horror, lástima, aburrimiento o fascinación, sea susceptible de ser regulada bajo los preceptos de algún método. Salvo que quisiéramos empalagarnos de artificios, no lo veo posible. Todo método, como toda fórmula, persigue la efectividad, no importa demasiado el daño colateral. Una vez preso de una fórmula, sin que importe un carajo nada de nada, cualquier hijo de vecino que maneje con corrección un procesador de textos puede llegar a ser Danielle Steel, o Robin Cook, o cualquiera de esos alfeñiques, y llegado el caso de querer disfrazarse de arriesgado, y no me importa cuántos pongan el grito en el cielo porque hablo siempre desde el lugar que más me gusta, el prejuicio, cualquiera puede llegar a ser (Dios no lo permita) Stephen King. El “fenómeno” del terror es una mierda. Sábato también es una mierda, Bioy es una mierda. Y el cielo de los intocables se llena de gritos de quién sabe quién, llorando por ídolos de barro. En esto no existen los ídolos, aprendan, repitan y escríbanlo cien veces; los ídolos estallaron hace tiempo. Y ahora resulta que Palahniuk es una maravilla, ¿me están jodiendo, no? El buen Chuck le debe a David Fincher una monumento más grande que el Coloso de Rodas. Qué jodidos estamos.

Es de noche otra vez, y a pesar de que fue una buena semana me siento como siempre. Vacío. Hoy leí sobre la muerte sorpresiva de un joven y supuesto genial escritor y periodista uruguayo, yo no lo conocía, pero parece ser que ahora, después de muerto, es más genial que antes. Se resalta su carácter, su vehemencia, su tenacidad, su estilo crudo y la mar en coche. Murió con menos de cincuenta años. Otro boludo más. Seguramente era una mierda como todos los otros. Y vos acá, con 35 y en bajada por el tobogán; la ficha cae y de pronto te das cuenta de que se te acabó la cuerda. Una lástima, pero sos una mierda igual que todos; Bioy, Sábato, Cook, el uruguayo. La diferencia es que vos no echaste olor por ningún lado. La bocha salió larga y no llegaste. Hoy los dientes se te pudren mientras vas a buscar a los chicos al colegio. Hoy tu mujer se compró una crema nueva, y después de mirar la novela se hizo la paja encerrada en el garaje para que nadie la escuche. Hoy casi se te para. Hoy tu viejo te confesó que es puto y vos ni siquiera parpadeaste. ¿Quién es este viejo puto? Ayer macho alfa y hoy sopa fría y olvidada. Oraciones cortas que queman el papel como un chorro de vómito sobre la piel. Un vómito parecido al que debió haber lanzado la no tan joven promesa uruguaya cuando un paro cardíaco le cortó la carrera sin avisar. Si me acordara el nombre todo esto tendría algún sentido, o por lo menos sería un poco más gracioso. Porque la gracia no depende de las barbaridades que se digan, sino de la capacidad de interpretación. Es una cuestión de competencias, el problema es que estamos rodeados de incompetentes. El miedo es igual. Miedo es el teléfono a las tres de la mañana, no un payaso de mierda, no un travesti conflictuado, no un vampiro reflexivo ni un extraño con una tenaza en la mano. Miedo es saber que podés ahorcar a una persona con tus manos, miedo son dos días exactamente iguales, miedo no es prender un fósforo en la oscuridad, miedo no es un ciego. Y otra vez el viejo choto de Sábato y otra vez los gritos en el cielo y las maldiciones sobre mí para que baile sobre lenguas de fuego por toda la eternidad. Y así las cosas.

¿Sería de Peñarol? Tendría que averiguar. Podría cruzarme a Uruguay e investigar, hasta quizás me haga famoso a costa de otro escritor reventado al que le gustaba sacarse fotos graciosas. No, ni en pedo, yo no me voy a romper el culo para ser famoso; eso siempre me lo dice mi novia, que es guionista ¿les dije?. Todo el tiempo me corre con que yo no hago ningún esfuerzo para conseguir lo que quiero. Obviamente tiene razón, pero yo opto por no darle bola y seguir lamentándome de mi desgracia sin mover un dedo, como buen miserable. Soy un hombre de ideas, no de acción. Yo pienso, yo no hago, para tomar riesgos hay gente entrenada (no me refiero ni a Sábato ni a Palahniuk, por decir alguien, arriesgaría que tampoco al uruguayo, pero no lo conocía). Y así se te va la vida, muñeco, pensando qué querés hacer cuando cumplas 36, y después de la caída libre, el final del tobogán te deje estrolado en el arenero de la plaza, mientras tus hijos y los hijos de otra gente cualquiera te miran sin entender que si no hacen algo van a terminar como vos.

(Les dejo la nota que leí y que sirvió como disparador. El escritor uruguayo se llama – llamaba- Gustavo Escanlar. Sirva de humilde homenaje este texto que sin control ni filtro alguno, fue lo primero que pude escribir en bastante tiempo. Gracias, Cabeza.) El link: El Pibe Cabeza

* marrón oscuro

Cuando la miro yo no veo lo que me muestra, escarbo bajo el disfraz. Si sonríe, sentada frente a mí, esquivo los dientes perfectos y me deslizo por su lengua mojada y carnosa dejándome caer en su interior; soy un bicho malvado y peludo que se afirma con sus patas cortas y gordas a su garganta y comienza un descenso obligado, una búsqueda criminal. Atravieso el esófago sin problemas, me afirmo a la traquea que se agita en risotadas, nado y aleteo en los jugos del estómago y detengo mi marcha al llegar a los intestinos. Recién ahí, rodeado de mierda en plena fabricación, desarmo y recompongo a la mujer que me dedica una sonrisa de fiesta. En marrón oscuro veo las noches de sexo aburrido y monótono que soporta creyéndolas fascinantes y placenteras, veo al pusilánime, pero entusiasta, al que le cayó el traje de compañero ideal; en marrón claro veo las convicciones vendidas al mejor postor, que suele ser el que le solucione el dilema de tener que pensar y concluir, y veo también los gustos y tendencias adoptadas porque sí, sin reflexión, veo comodidad. Camino sobre bolos alimenticios a medio procesar y veo los sueños arrumbados que todavía se empeña en conservar, aún con riesgo de constipación mortal, o en el mejor de los casos infección; también veo todas las palabras tragadas en esos lapsus cada vez más repetidos de inseguridad o cobardía, y más allá la necesidad imperiosa de ser agradable y divertida, de ser deseada y recordada. Se me hunden las patas sobre la mierda blanda, semilíquida y amarillenta, y me doy cuenta de que en este charco es donde trata de esconder las lágrimas de los treinta cumplidos y de la oportunidad que se fue sin que se diera cuenta. Me dan ganas de decirle “te descubrí”. Me dan ganas de contarle que cada vez que la veo pasar delante mío hacia la cocina sé que es una provocación, nadie toma tanto café; confesarle que le miro el culo durante todo el trayecto y que sé que cada tres pasos quiebra la cadera con gesto estudiado, la mirada en el suelo, y levanta demás los talones para acentuar bajo la pollera las nalgas todavía firmes. Me dan ganas de soplarle al oído que en las copas de agua también puede servir vino. Todos los días pienso que se lo voy a decir, pero cuando me mira con esa sonrisa de felicidad estúpida me doy cuenta de que no vale la pena.

* domingo

No puedo parar de fumar porque no tengo nada más que hacer. Se me fueron las luces del día sin darme cuenta y como siempre me golpea el sentido de inutilidad que me inunda desde hace años. Mañana tengo que volver a morir las ocho horas correspondientes y religiosas de la jornada laboral, como si fuera necesario, como si fuera vital. Como si a alguien le importara que ese trabajo se haga, como si todo lo que uno es fuera definido por su trabajo y por su salario, como si el universo dependiera de mi acto reflejo inútil y obsoleto. Pura mierda. Toda mierda. La misma blanda mierda en la que nos revolcamos con cara de contentos, la lucha en el barro de las putas viejas que no se dieron cuenta de que se terminó el cuarto de hora. No pasa nada, solamente es domingo. Mi nueva vecina está por empezar a llorar como todas las noches; estas paredes son demasiado finas para filtrar miserias, me tendría que mudar. Pero me gusta el barrio. Estos días deberían estar prohibidos. No los domingos, los otros. Los domingos podés pensar en lo que se le cante todas las veces que quiera, podés fumar y fumar, podés saltar y saltar, podés mirarte los dedos de los pies sin remordimientos sobre lo que hiciste ayer a la noche. Podés escribir, podés dibujar, podés divagar, rascarte, bañarte, afeitarte y volar volar volar volar hasta que se hace de noche y otra vez a la próxima calesita del lunes. La angustia del domingo a la tarde es que somos demasiado libres. Demasiado. Si pudieras ser quien vos quieras, ¿elegirías ser la misma persona u otra diferente? Y si esta otra persona pudiera elegir, ¿se elegiría a sí misma? Y llegado el caso de resolver el tema de la libre elección y poder ser alguien más, ¿quién elegiría ser vos?. Que descanses.

* venus

Lo peor no era el olor a mierda fétido, nauseabundo y familiar que se colaba por debajo de la puerta hinchada por la humedad, inundando el dormitorio, apenas iluminado por la luz mortecina del velador, y penetrando inacabable por mis fosas nasales. Me había acostumbrado al chillido filoso e intermitente proveniente del rincón derecho de la habitación, bajo el anaquel repleto de fotografías de gente que ya no estaba; y podía escuchar claramente al puñado de cucarachas que correteaban veloces e incesantes entre las sobras, desechos y fluidos que se esparcían sobre el piso de machimbre. Bañado en sudor, expectante e inmóvil, controlando la respiración y bajando mi ritmo cardíaco casi hasta adormecerme; enredado y confundido mientras repasaba mentalmente cuántos escalones, cuántas baldosas, cuántos pasos, me habían llevado a esa casa, a esa habitación, al interior de ese ropero estrecho desde el cual, a través de una rendija diminuta, vigilaba tu silueta escuálida bajo la sábana. Lo peor no eran las polillas caminándome por el cuerpo entumecido, ni el presentimiento de que en cualquier momento te ibas a despertar sobresaltada, adivinándome entre la ropa de invierno, clavándome la mirada llorosa y suplicante de tantas otras veces. No, no era eso. En la quietud espesa del ambiente aletargado, flotaba solitaria tu última noche. No habría más despertares risueños con rayos de sol que te entibiaran la espalda en el desayuno, se acabarían los sueños en donde tu pequeña felicidad cotidiana se volvía una única cara sonriente y bonachona, que te alzaba en brazos y te llevaba a recorrer inmensos jardines repletos de magnolias, dalias, y soberbios y amarillísimos girasoles; ya no te  sentarías junto a la ventana a observar como se escapaba el pavimento por debajo de las ruedas de los autos, y ya nunca más mirarías morbosa e impúdica a los jovenes mancebos que alquilabas para satisfacer tu sed de Venus venida a menos, miserable. Ya no más. No, eso no era lo peor. Lo peor era saber que después de esa noche, yo iba a seguir ahí, esperando.