* hormigas

Hoy todo está silencioso. Desde que volví parece como si el edificio estuviera vacío y quieto, como dormido. En realidad parece que estuviera muerto. Más que un edificio humilde de cuatro plantas parece un panteón ajado y descolorido. Me imagino a todos mis vecinos recostados en sus camas, con su mejor traje, inmóviles, las manos cruzadas sobre el pecho y un rictus indefinible que les deforma la cara. Los veo y los huelo. Los muertos que habitan conmigo este sepulcro de hormigón y fierro están descansando, bastante tuvieron con el trajín de un día circular. Es un edificio tranquilo. Una pequeña mole desvencijada, en falsa escuadra, inclinada hacia la esquina como si quisiera asomarse y ver más allá. Seguramente el arquitecto que lo construyó no pensó nunca que su obra se volvería una sombra renga y cubierta de moho que apenas se mantiene en pie. Tampoco debe haberse imaginado que estas paredes, estas vigas y estos cielo rasos nos cobijarían a nosotros, los desalmados, los sin fe, los mudos obreros de un hormiguero llamado Buenos Aires que van y vienen sin preguntarse demasiado. Trabajar, comer, dormir, trabajar. Bah, no sé que pensaría, tal vez lo construyó así defectuoso sabiendo que los futuros ocupantes poco tendríamos para decir al respecto. Silencio, silencio.

No hay gritos en el piso de abajo, no está la tele de la vieja del primero, ni los llantos de mi nueva vecina, la que todavía no logra acostumbrarse a la mudanza, a estar ni tan cerca ni tan lejos de una vida de verdad. A lo lejos lloran perros. Me tiro en la cama y dejo que el motor de la heladera ronronee como un gato y sea mi canción de cuna. Podría salir a dar una vuelta, ir hasta los puestos que están sobre California y comer una bondiolita con un vaso de vino o dos; o podría ir a tocarle la puerta a la llorona con cualquier excusa tonta y ver si me invita a pasar, a lo mejor entre mate y mate se nos despierta el cariño. Pero me tendría que bañar. Y además haríamos ruido.

* domingo

No puedo parar de fumar porque no tengo nada más que hacer. Se me fueron las luces del día sin darme cuenta y como siempre me golpea el sentido de inutilidad que me inunda desde hace años. Mañana tengo que volver a morir las ocho horas correspondientes y religiosas de la jornada laboral, como si fuera necesario, como si fuera vital. Como si a alguien le importara que ese trabajo se haga, como si todo lo que uno es fuera definido por su trabajo y por su salario, como si el universo dependiera de mi acto reflejo inútil y obsoleto. Pura mierda. Toda mierda. La misma blanda mierda en la que nos revolcamos con cara de contentos, la lucha en el barro de las putas viejas que no se dieron cuenta de que se terminó el cuarto de hora. No pasa nada, solamente es domingo. Mi nueva vecina está por empezar a llorar como todas las noches; estas paredes son demasiado finas para filtrar miserias, me tendría que mudar. Pero me gusta el barrio. Estos días deberían estar prohibidos. No los domingos, los otros. Los domingos podés pensar en lo que se le cante todas las veces que quiera, podés fumar y fumar, podés saltar y saltar, podés mirarte los dedos de los pies sin remordimientos sobre lo que hiciste ayer a la noche. Podés escribir, podés dibujar, podés divagar, rascarte, bañarte, afeitarte y volar volar volar volar hasta que se hace de noche y otra vez a la próxima calesita del lunes. La angustia del domingo a la tarde es que somos demasiado libres. Demasiado. Si pudieras ser quien vos quieras, ¿elegirías ser la misma persona u otra diferente? Y si esta otra persona pudiera elegir, ¿se elegiría a sí misma? Y llegado el caso de resolver el tema de la libre elección y poder ser alguien más, ¿quién elegiría ser vos?. Que descanses.

* nada que decir

En el horno se asaban dos pedazos de cerdo y algunas papas. Llegó puntual y con una botella de vino tinto. Puso un disco de Neil Young, se descalzó y comenzó a hurgar en mi biblioteca mientras yo preparaba la mesa. Prendí un cigarrillo y abrí la ventana. Fuera de la oficina éramos diferentes; más libres, más auténticos, más falibles. Cuando estábamos solos éramos lo más cercano a lo que queríamos ser. Ni a mí me importaba su marido ni a ella la diferencia de edad, ambos disfrutábamos del morbo que nos generaba todo aquello. Nos terminamos la botella y nos sentamos a esperar, abrazados y en silencio, que el cerdo estuviera listo.

Hacía tiempo que no teníamos sexo, desde el quinto mes de embarazo habíamos espaciado nuestros encuentros íntimos, más por mí que por ella, no me sentía cómodo y estaba más pendiente del cuidado que del placer. Ninguno de los dos estaba seguro de quién era el padre, si su marido o yo, pero tampoco nos importaba. Le sentaban muy bien los kilos de más que había sumado desde la última vez; las mejillas infladas resaltaban la belleza insoportable de su rostro, la que lastima sólo de verla. Si tuviera que definirla en una sola palabra, no podría. Todo en ella aparecía de repente, era un vendaval que arrastraba consigo todo lo que deseaba, y lo que no, lo desperdigaba en pedazos por los aires. Si fuera mi esposa en lugar de mi amante, seguramente en una noche profunda y negra, cerca de las tres de la mañana, la estrangularía.

No es fácil ser intrascendente, no es fácil vivir en un presente continuo sin anhelos ni proyecciones, no es fácil no tener nunca nada que decir; el arte de desaparecer nos sentaba muy bien, casi sin proponérnoslo flotábamos en la bruma del desgano con placidez, abúlicos por elección. Lo único que nos interesaba en ese momento era quedarnos sentados en silencio escuchando la voz rasposa y cortante de Neil Young. Y en eso estábamos.

* ambulancias

Llueve. Por la ventana entran chispas de agua que cortan un poco el vaho y el encierro de mi habitación. Ya cené, miré televisión y me tomé una cerveza. Sobre la mesa los restos de pollo resisten el calor y la humedad. Desde la avenida llega tímido el ulular de una sirena, no llego a distinguir si son los bomberos, la policía, o alguna ambulancia apurada por salvar una vida. Podría llamarlos y ahorrarles la peligrosa aventura de correr bajo la lluvia esquivando autos y cortando semáforos hasta encontrar el destino. Es acá, sí, Aldo, del 4º A. Los esperaría sentado en mi silla, tranquilo, terminando otra cerveza helada. El único esfuerzo que tendrían que hacer es subir cuatro pisos por escalera porque el ascensor se rompió, otra vez. No me resistiría, contestaría todas las preguntas con precisión, y hasta los invitaría con algo fresco. Sería una buena noche, ellos no se angustiarían con ningún accidente, ninguna pelea de borrachos, ningún infarto o embolia; conversaríamos un rato y me harían un certificado para que mañana no tenga que ir a trabajar. Entre todos, con sencillez, habremos salvado una vida.

* los durmientes

Hoy volví a casa en tren. En la mitad del trayecto cerré los ojos y me puse a jugar, abriéndolos a intervalos irregulares y contemplando cómo el paisaje, dentro y fuera del vagón, cambiaba y se reconstruía constantemente. La gente aparecía y desaparecía, algunas personas eran reemplazadas por otras, a veces más bajas, a veces más gordas; los árboles viraban del ocre al naranja, y las esquinas pasaban de largo apenas perceptibles en la oscuridad que crecía y se adueñaba del escenario vespertino. Cada vez que cerraba y apretaba mis párpados para volver a comenzar con la transformación, sentía claramente el zumbido de los tubos fluorescentes que parpadeaban y teñian a los pasajeros con su luz mortecina, escuchaba los durmientes de madera quejarse y crujir a nuestro paso uniforme; y cada vez que los abría deseaba no volver a esa sofocante habitación de una sola silla y de un solo plato.

Una chica se detuvo brevemente frente a mí y me miró a los ojos, estuve a punto de sonreirle pero apartó la mirada y se mezcló entre la gente. Me sentí despreciado. Dejé correr esa sensación y me concentré en mis cosas. Pensé en Mora, mi compañera de trabajo, y en cuánto me gustaría acostarme con ella, aunque fuera bastante idiota; pensé en la vieja lisiada del segundo piso y en la mina nueva que se mudó hace poco, debería averiguar cómo se llama; pensé en la enorme cantidad de hierros y maderos que se necesitaron para construir un ferrocarril como este, pensé en lo genial que sería hacer un gol de cabeza en el picadito del domingo, y pensé en que otra vez no tenía nada para cenar. Volví a mirar el interior del vagón, el reflejo de los tubos me nubló la vista sin que pudiera distinguir más que siluetas sacudiéndose rítmicamente. Faltaba poco para llegar cuando en mi voluntaria ceguera me sentí como una presa indefensa e ignorante, observada con hambrienta atención. ¿Sería ella otra vez? Me hubiera gustado sonreirle a alguien hoy.

La de hoy será otra noche en silencio, tranquila, ausente, con sombras chinas en las paredes, con evangelistas sonando por lo bajo en la radio, otra noche a veinte metros de la esquina que las putas risueñas y escandalosas de Barracas eligen como oficina. Será otra noche de transpirar las sábanas dando vueltas y vueltas hasta dejarse vencer. ¿Cuántas noches, de esas noches húmedas y viscosas, te despertaste de un sueño terrible y sudoroso, acuciado hasta la desesperación por el rostro apenas distinguible de una mujer que diez años atrás jurabas irreemplazable, y de la que hoy ni siquiera recordás la inicial de su nombre? ¿Cuántas noches tuviste la amarga certeza de que cuando despertases al otro día, y salieras al balcón a regar las plantas, ni tus propios malvones te reconocerían?