* mercurio

Una pierna, un tobillo, un rosario,

una soga, una cinta, un cincel.

La brava, la mansa, la yegua,

una puerta bordada y una lengua de fuego.

¿Y qué hacemos con la furia si el mercurio es un veneno?

Una cama, un museo, un muslo,

una oración clandestina.

La espalda de frente a mí,

las piernas en falsa escuadra

y una virgen fundida en bronce.

* buitres

Las ciudades son efímeras. Y los buitres. Podemos irnos a voluntad de las cosas intrascendentes. Nuestras victorias morales, egoístas, nuestros actos de superación, pequeñeces a las que nos aferramos por esa mala costumbre de convertir cualquier detalle en un acto de fe. Religiosidad contundente, ladrillos de mi casa espiritual. Es la sal, es la garganta. Y esta ciudad que decís tuya, esta ciudad que te parece tan conocida, no es más que un yuyal absurdo en el que todo lo que surge se contamina. Nacido el hombre, nacido el mal. La memoria es un chacal, y ahí estás vos.

* música satánica

Vos sos música satánica

al derecho y  al revés (te doy vuelta y te recorro)

al compás de todo infierno

vos sos música satánica

la que te obliga a morder (vos me obligás)

a masticar el cigarro

un puente con lo inefable

la puteada por lo bajo

agarradita del pelo

tan obscena y tan prohibida

tan de todos y de nadie

(con las patitas al viento)

como una soga cualquiera

apretando muchos cuellos

como culos de botella

bien alto en la medianera

vos sos música satánica

como fragua que da miedo

y absurda fascinación.

Y entonces después caer

babeando, rodar, perder

arrojarse por el caño

(de metal del hidrobronz)

que dice:

no me mires cuando caigo

porque sigo siendo mentira

y ya no encuentro el piolín.

* pequeña estupidez relativa

La distancia entre dos personas, o entre una persona y cualquier otra cosa, no es algo que pueda buscarse o manipularse. Puede haber intentos de achicar o agrandar la brecha, como quien juega con una banda elástica entre los dedos, pero esos intentos forzados, inducidos, son operadores externos que nos imponemos para mantener dentro nuestro la ilusión de que podemos controlar nuestra manera de vincularnos a voluntad. Sin embargo hay cosas que no pueden planearse ni proyectarse – salvo en un campo teórico en el cual sabemos que nos movemos casi a ciegas – y mucho menos proteger de los embates del cambio y la evolución. La distancia es una de esas cosas que percibimos de manera intensa y contundente pero que en el fondo, en la cuenta final, siempre está en manos ajenas. Por eso estar lejos o estar cerca no debería preocuparnos. Somos parte de una marea para nada caprichosa de tiempo y espacio, y lo mejor es relajarse y disfrutar del movimiento, del vaivén, de los diferentes órdenes en los que nos toca estar. Estoy convencido de que esos días que nos llevan y traen de historia en historia siempre son el mismo día, tal vez hoy, y que no lo sepamos no es un castigo de la incertidumbre, sino una bendición que evita que desaparezcamos abajo del agua.

* pajaritos rocanrol

aquellos pajaritos que me hacían jugar bien al fútbol

se vienen, me empujan, me gritan

me dicen movete, corré, saltá

movete, pibe, jugá

y yo no sé qué hacer

porque no puedo interpretar

no proceso las ordenes

ni las indicaciones

soy un coso de azul cobalto

metido en un fierro, un caño

maniobrado con pulso firme

agarrado por la mano de alguien

que mete y saca y sacude

y tampoco sabe, como yo no sé,

qué carajo hacer (me gustaría abrazarlo)

no sabemos, decía, cómo hacer

para obedecer, para marcar la tarjeta

para estar siempre bien parado

ruleta verde ruleta césped ruleta muerte

sintético, sintético

porque ya no hay nada real

bajamos las persianas

y reventamos las ofertas

movete, corré, saltá

pajaritos rivotriles

pajaritos rocanrol

pajaritos revolean

miguitas de pan al viento

me hacen así con el pico

y dicen tumba, tambor, temblor.

* pequeñas cosas

Es muy probable que detrás de las cosas que pienso todos los días, convencido de su valor, de su potencia, convencido de estar dentro de un modelo de pensamiento virtuoso, no exista absolutamente nada. Y lo terrible es que no hace ninguna diferencia. ¿Qué quedará de mí cuando me muera? ¿Quiénes recordarán lo que fui, aunque sea en porciones, en pequeños recuerdos reconstruidos por la acumulación de breves momentos que hayan compartido conmigo? ¿Y qué cara voy a poner cuando se empiecen a morir mis amigos más cercanos, imaginando que se van a ir antes que yo, y considerando objetivamente que ese momento está cada vez más cerca? Esta obsesión tal vez provenga de mis primeras desapariciones. ¿Quién hubiera sido yo si estuviera completo? Pensar fuera del modelo. De la ameba. Afuera. Imposible. Modelos represores del pensamiento y la sensibilidad. Tontas notas llenando espacio. Miedo a la muerte. Experimento terror. Colapso. Me detengo. ¿Y si ya hice todo lo que tenía por hacer? ¿Y si ya fue todo? ¿Debería despedirme así, con poca gracia, con una palmadita en la espalda?

La amnesia y la coprofagia

dos conceptos tan ajenos al común denominador

y sin embargo enquistados

y adoptados

como moneda corriente

por el 99% de los comunes

a los que les encanta bailar con nociones

tan extrañas

que no podríamos entender

ni aunque nos explotaran en la cara.

* lo que se va con la corriente

Última entrega de la saga del Gringo y la Lucecita, obra en colaboración con el Sr. Blopas, que también pueden encontrar en su blog “Proyecto Anecdotario”. 

La 1ra parte la encuentran acá:  dos guitarras y un cajón peruano.

La 2da parte la encuentran acá:  tinta fiera.

La 3ra parte la encuentran acá:  la última estación.

La 4ta parte la encuentran acá: los piojosos.

La 5ta parte la encuentran acá: la culpa no es del toro.

La 6ta parte la encuentran acá: bajo el agua.

La 7ma parte la encuentran acá: los eslabones.

La 8va parte la encuentran acá: en las vísperas de san la muerte.

La 9na parte la encuentran acá: melodía del desconcierto.

La 10ma parte la encuentran acá: una casa sin luz.

La 11ava parte la encuentran acá: sangre y harina.

La 12ava parte la encuentran acá: la crecida.

***

El auto pasó la tranquera principal cortando el aire como la sudestada, sin mendigar permiso ni ponerse a pensar en lo que se lleva por delante. La borrasca desmañada, como instrumento del destino, había cubierto con agua las huellas del Rastrojero de Barzola. Carlini lamentó los minutos perdidos en volver al camino de entrada, en las instancias decisivas cualquier retraso puede ser fatídico. La patrulla surcó por el diámetro la pista donde un rato antes habían explotado el jolgorio y el alcohol. Dicen los que saben que después de grandes festejos hay que andar prevenido, porque el equilibrio del mundo se acomoda en un instante, y el revés de la desgracia nunca tarda mucho en llegar. Carlini y Becerra lo sabían, y ya no les importaba el sigilo, ni las luces prendidas del móvil, y ni siquiera se molestaron en escudarse en su rol de pesquisas. El hombre frente al hombre. Era el momento de actuar. La tormenta clamaba con todas sus fuerzas por el final de la historia. Los frenos mojados apenas accionaron en un charco infinito frente a la casa. El chapoteo de Becerra en la marejada amainó al entrar en el living vacío, donde el agua había removido del mueblaje muchos años de olor rancio del capataz. Nadie se lo había enseñado, pero él sabía que ese olor era un pésimo augurio. La ventana se abrió de par en par y un relámpago larguísimo cortó al bies la espesura negra de la pampa. Carlini tropezó con un tronco y se sumergió de jeta en el barrial.

—¡Vamos, Carlini, puta madre, están en el barranco!

El grito del comisario acompañó el tirón salvaje que puso al ayudante otra vez de pie. A campo traviesa salieron disparados en dirección a aquellas siluetas grises que de a ratos se encendían sobre el horizonte. Poco le duraron las piernas al comisario, que a mitad de camino, empapado hasta el tuétano pero detrás de su 9 mm, llevaba en la boca el dulzor de la adrenalina y el amargor del inminente retiro de la fuerza. ¿O acaso se le estaban confundiendo los sabores? Poco más de una centena de metros habrían corrido cuando su ayudante lo sobrepasó. En ese momento el comisario Becerra pudo ver en el rostro de su fiel escudero un gesto, una mueca, o algo parecido que no pudo definir, era como si ese tipo que conocía bien de cerca ya no fuera el mismo joven, torpe e inexperto, sino que ahora llevaba estampada en toda la cara la furia del convencido. A su vez, en ese segundo plagado de epifanías, Carlini supo que en ese sprint fallido su querido comisario estaba dejando más de lo que parecía. Ninguno de ellos, sin embargo, notó a una quinta figura que corría con desmaño rumbo a la cárcava. Una vez más, como un eco de sí misma en el devenir de la humanidad, la noche cobijaba por igual a benditos y sotretas.

—Reconocélo, pedazo de mierda, ¡vos achuraste al Lorenzo!

Con la cara encendida, el Gringo se iba acercando al capataz. La hoja de la faca, brillante como un hueso descarnado al sol, desafiaba las ráfagas en la diestra inapelable del peón. Entre ambos hombres, un escaso metro. A espaldas de Barzola, el río descontrolado. ¡Qué caravana de ideas pasaron por la cabeza del asesino! No desconocía que sus posibilidades eran mínimas, pero ya era tarde para arrepentirse de algo por primera vez en la vida, y mucho más lo era para empezar a creer en Dios. El corazón le hinchaba el costillar por dentro como a las vacas viejas cuando entran al matadero. El Gringo, cegado por la furia, nunca iba a enterarse de que Barzola, desencajado, veía un sinfin de colores algodonosos que giraban a su alrededor cual espectros de varieté, ni que por sus bombachas empapadas había bajado una catarata de meo caliente. No, el Gringo nunca se enteraría, y el pensar en aquella gurisa hermosa que llevaba sangre Barzola en las venas lo encendía como un tizón en la fragua. Tenía enfrente a la única persona que podía impedirles un futuro de felicidad. Un paso más, sólo un paso más.

—¡Paráte, Gringo! —gritó Carlini. Se había parado a una distancia que le aseguraba un disparo certero, aunque no tuviera claro quién sería el destinatario.

Sin embargo, la zurda de Barzola fue más rápida que el rayo. Quizás era el que mejor sabía que no existen las retiradas elegantes, y que a lo irreversible es mejor no dilatarlo, ¿qué más puede pretender un hombre como él, al que nunca nadie le dijo como vivir, que decidir su propio final? Tomó del antebrazo al gringo y jalando con todas sus fuerzas se clavó la faca en las tripas. Al Gringo sólo le quedó revolver hasta que el cuerpo del capataz cayó hacia atrás por la cárcava y se hundió en el agua. Después tiró la faca al pasto y giró hacia Carlini, que con el dedo resbaloso sobre el gatillo y la mirada de piedra le alcanzó las esposas; “hasta acá nomás…y basta” cuentan que le dijo, pero en el campo no hay que confiar en los cuentos de las viejas. El Gringo se esposó solo y se arrodilló manso frente a Carlini justo en el momento en que el comisario, exhausto, llegó acompañado de la Lucecita. Al verla, el Gringo cerró los ojos. Ninguno de los otros supo del frío que le subió por la médula, y el pobre diablo nunca se enteraría que las gotas en la cara de la muchacha eran sólo de agua dulce.

—Felicitaciones, Topito—, cerró con voz amarga el comisario Becerra.

El resto es una historia que quedará para siempre en el campo de Don Miguel, y a la que los años le pondrán distintas variantes y condimentos. O tal vez no.

De leyendas, cuentos y fábulas se nutre la mística de ciudades, pueblos y lugares perdidos en la nada como este, y en la cabeza de cada uno de sus habitantes quedará la responsabilidad de qué hacer con la memoria. A nadie le quitará el sueño no saber qué pasó con el cuerpo nunca hallado de Barzola, tampoco se tratará de adivinar por mucho tiempo la suerte de la Lucecita en la gran ciudad, tal vez haya encontrado lo que tanto anhelaba, tal vez no, pero ya no importa; y por supuesto, las noticias sobre los días negros de encierro del Gringo se volverán cada día más escuetas, casi ínfimas, hasta desaparecer primero de las conversaciones de las viejas, luego de los pensamientos erráticos de los peones, y por último de toda la memoria colectiva de un caserío apartado, con ínfulas de pueblo noble, con gente amable y agradecida, trabajadores, estudiantes, amas de casa, guitarreros, hacendados, malandrines, hombres de ley. Un amasijo de gente común y corriente que de vez en cuando, como todos, tiene que esconder la mugre debajo del felpudo y esperar que amaine la tormenta.

FIN.

***

* capo

Compro arroz que no se pasa

pero organizo mis prioridades como el orto.

Le temo al granizo pero igual

me creo la última esperanza blanca.

Distingo las tetas falsas y fumo como al descuido.

Me muevo a la velocidad de la eficiencia

y me las cojo a todas.

Repudio con todas mis fuerzas

todas aquellas cosas que haya que repudiar,

y confío ciegamente en la dignidad del trabajo.

Si me tuviera que definir en tres o cuatro palabras

No dudaría en decir

Que soy un mediocre

Que se mueve entre las sombras

Orgulloso de su ignorancia.

**