* pequeñas cosas

Es muy probable que detrás de las cosas que pienso todos los días, convencido de su valor, de su potencia, convencido de estar dentro de un modelo de pensamiento virtuoso, no exista absolutamente nada. Y lo terrible es que no hace ninguna diferencia. ¿Qué quedará de mí cuando me muera? ¿Quiénes recordarán lo que fui, aunque sea en porciones, en pequeños recuerdos reconstruidos por la acumulación de breves momentos que hayan compartido conmigo? ¿Y qué cara voy a poner cuando se empiecen a morir mis amigos más cercanos, imaginando que se van a ir antes que yo, y considerando objetivamente que ese momento está cada vez más cerca? Esta obsesión tal vez provenga de mis primeras desapariciones. ¿Quién hubiera sido yo si estuviera completo? Pensar fuera del modelo. De la ameba. Afuera. Imposible. Modelos represores del pensamiento y la sensibilidad. Tontas notas llenando espacio. Miedo a la muerte. Experimento terror. Colapso. Me detengo. ¿Y si ya hice todo lo que tenía por hacer? ¿Y si ya fue todo? ¿Debería despedirme así, con poca gracia, con una palmadita en la espalda?

La amnesia y la coprofagia

dos conceptos tan ajenos al común denominador

y sin embargo enquistados

y adoptados

como moneda corriente

por el 99% de los comunes

a los que les encanta bailar con nociones

tan extrañas

que no podríamos entender

ni aunque nos explotaran en la cara.

* bedoya

Todas las noches, después de cenar y antes de acostarse, Bedoya se sirve un gran vaso con agua, ginebra y hielo y se sienta en su escritorio a escribir con detenimiento y detalle todo lo que le ocurrió durante el día. Ese ritual adoptado después de la separación le sirve de ejercicio y secretamente espera encontrar algún día entre todos los otros días que se pasa escribiendo, la inspiración definitiva que lo consagre al éxito. Esto es la vida misma, se ilusiona Bedoya a medida que escribe y va dejando asentadas en negro sobre blanco sus vicisitudes diarias. Pero en un rincón no muy profundo y para nada desconocido de su interior, Bedoya sabe que la suya es una tarea inútil. No es un hombre ingenuo ni de esos que se obnubilan fácilmente por extrañas fantasías. No hay en su búsqueda el menor indicio de una historia fascinante, atractiva, ni siquiera aceptable; querer transformar un diario íntimo, por más buena voluntad que se tenga, en una historia merecedora de ser contada es, sencillamente, una estupidez. La vida no se escribe. La vida no se lee. No existe la vida misma, reflexiona Bedoya. O en todo caso no es para nada interesante. Pensemos en mí mismo, anota Bedoya en el margen del cuaderno. Un hombre fuerte, sano y saludable que se despierta todos los días al alba y desayuna frugalmente, se ducha, se afeita, se calza un traje marrón, azul o gris según el clima, recorre media ciudad a bordo de un colectivo atestado, un hombre común que no habla con nadie en todo el trayecto, que no mira a nadie y al que nadie mira, que llega siempre a horario a la oficina y se instala en un pequeño escritorio por las próximas siete u ocho horas, que emprende el regreso sin apuro, que los días en que vuelve en tren se toma cinco minutos para saborear un café en el bar de la estación, que cuando llega a su hogar se fuma el primer cigarrillo del día y enciende la televisión para que le haga compañía mientras se prepara la cena, come en silencio y en solitario, se cambia el traje y la corbata por el pijama a cuadros que le ajusta un poco la barriga, llena un gran vaso con agua, ginebra y hielo y se pone a escribir metódica y detalladamente todo lo que le ocurrió durante el día. La vida misma no existe, se repite Bedoya, pero no se desanima. Tiene muchos días por delante para darle vueltas al asunto y encontrar la punta del ovillo. Se rompe la cabeza Bedoya maquinando la estrategia a seguir, a sabiendas de que si continúa por el aburrido y facilista camino de relatar la cotidianeidad como tal y que si sigue engañándose al respecto dándole a esa pobre producción vacía un valor que no tiene y que nunca tendrá, jamás se alejará de la mediocridad a la que tanto teme. Y aunque no pueda, se dice Bedoya a sí mismo, es preferible mil veces el infierno del fracaso al aburrimiento de la estabilidad. En todo esto piensa Bedoya mientras escribe y toma ginebra.