* hormigas

Hoy todo está silencioso. Desde que volví parece como si el edificio estuviera vacío y quieto, como dormido. En realidad parece que estuviera muerto. Más que un edificio humilde de cuatro plantas parece un panteón ajado y descolorido. Me imagino a todos mis vecinos recostados en sus camas, con su mejor traje, inmóviles, las manos cruzadas sobre el pecho y un rictus indefinible que les deforma la cara. Los veo y los huelo. Los muertos que habitan conmigo este sepulcro de hormigón y fierro están descansando, bastante tuvieron con el trajín de un día circular. Es un edificio tranquilo. Una pequeña mole desvencijada, en falsa escuadra, inclinada hacia la esquina como si quisiera asomarse y ver más allá. Seguramente el arquitecto que lo construyó no pensó nunca que su obra se volvería una sombra renga y cubierta de moho que apenas se mantiene en pie. Tampoco debe haberse imaginado que estas paredes, estas vigas y estos cielo rasos nos cobijarían a nosotros, los desalmados, los sin fe, los mudos obreros de un hormiguero llamado Buenos Aires que van y vienen sin preguntarse demasiado. Trabajar, comer, dormir, trabajar. Bah, no sé que pensaría, tal vez lo construyó así defectuoso sabiendo que los futuros ocupantes poco tendríamos para decir al respecto. Silencio, silencio.

No hay gritos en el piso de abajo, no está la tele de la vieja del primero, ni los llantos de mi nueva vecina, la que todavía no logra acostumbrarse a la mudanza, a estar ni tan cerca ni tan lejos de una vida de verdad. A lo lejos lloran perros. Me tiro en la cama y dejo que el motor de la heladera ronronee como un gato y sea mi canción de cuna. Podría salir a dar una vuelta, ir hasta los puestos que están sobre California y comer una bondiolita con un vaso de vino o dos; o podría ir a tocarle la puerta a la llorona con cualquier excusa tonta y ver si me invita a pasar, a lo mejor entre mate y mate se nos despierta el cariño. Pero me tendría que bañar. Y además haríamos ruido.