* fiambres

1.

No se bien cómo contar esta historia sin impresionar ni ofender a nadie, sin herir susceptibilidades, sin tornarla mórbida, cruel y repugnante. Trataré de contarla de la manera más clara posible, rememorando los hechos tal como los viví hace veinticinco años, con la infantil ingenuidad que tenía entonces, y que nunca volveré a tener.

Anselmo tendría trece años, Ismael unos quince o dieciséis, y Saúl, el mayor, casi veinte. Los tres eran hermanos, y por inescrutables designios los tres tenían problemas. Los tres eran retrasados, débiles mentales, tarados. Nadie se explicaba por qué la tragedia se había ensañado de tal forma con aquella familia. No había modo de explicarlo ni de entenderlo. A puertas cerradas se hablaba en murmullos de los problemas que pueden generarse a través de supuestos incestos, de la constante debilitación de los genes, del castigo divino, de la degradación y extinción de las razas. Se hablaba también de la poca hombría del padre, de que no tenía el vigor suficiente como para germinar una buena semilla, hasta algunas veces las culpas también caían sobre la pobre madre y una supuesta y oculta enfermedad que la hacía producir solamente material de descarte. Todo era cuestión de culpas. Cuando en la mesa surgían estas conversaciones, yo me limitaba a tomar la sopa sin hacer ruido, mirando sin opinar ni meterme en las cosas de los mayores, porque a mí, a pesar de todo, me caían bien.

La familia era dueña de una fiambrería muy limpia y bien abastecida. Enormes jamones y redondas mortadelas decoraban el lugar, sobre el mostrador abundaban las hormas de quesos tentadores, diferentes y exóticos embutidos colgaban bamboleantes de ganchos de acero y aromatizaban el lugar con fuerte presencia, abriendo el estómago de los afortunados clientes. Ismael y Saúl se integraban sin problemas al negocio, y era común verlos algunos fines de semana detrás del mostrador y las heladeras ayudando a su padre. Incluso a veces, y si se había portado bien, a Ismael se le permitía manejar la cortadora de fiambre. Curiosamente, la mayor clientela se daba en esos días en que los hermanos atendían el lugar, no hace falta indagar mucho en las razones. Anselmo era el caso más complicado; si bien los tres tenían, como se estila decir ahora, capacidades diferentes, en el caso de Anselmo la diferencia era declaradamente enorme. Casi no hablaba, nunca había aprendido del todo y lo poco que lograba articular no tenía sentido alguno; tenía siempre la mirada colgada en algún rincón, y era difícil verlo sin el hilo de baba que le chorreaba desde la comisura derecha hasta la remera o la camisa; con esa baba eterna se maceraba las uñas de las manos y las masticaba hasta dejarse la punta de los dedos en carne viva. Con el tiempo aprendió, nadie sabe como, a controlar un poco más los esfínteres, y ya no compartía con todos las manchas y humedades que solían frecuentar sus pantalones, y sobre todo nos alivió a todos de soportar el olor asqueroso y putrefacto que desprendía su suciedad y se mezclaba con el perfume del gruyere, el roquefort o el parmesano cada vez que entrábamos a la fiambrería a comprar algo. Los más ladinos del barrio aseguraban que los dos primeros habían sido un ensayo, y que el tercero les había salido perfectamente idiota. Por supuesto que estas afirmaciones nunca llegaron a oídos de la familia, y si llegaron nunca hicieron acuse de recibo y siguieron adelante como si fueran una familia normal. Pero no lo eran.

2.

La familia contrató una institutriz. Ayudaba a la familia en la estimulación y la educación, hasta donde fuera posible, de Anselmo, Ismael y Saúl. Se llamaba Sara, pero le gustaba que le dijeran Sarita, y tendría aproximadamente unos veinticinco años. Vivía con ellos en la misma casa y varias veces era común verla en la fiambrería trabajando con alguno de los hermanos. Sarita era buena. Las malas lenguas de siempre decían que era una abusadora y que estaba estafando a la pobre familia, todos sabían que no había recuperación posible para esos pobres chicos. Tal vez en algo tuvieran razón, pero no en todo. Y yo me enteré de la peor manera posible.

Ese miércoles que parecía viernes mi hermano y yo estábamos mirando televisión mientras mamá preparaba la cena. De pronto salió desesperada de la cocina y con cuatro palabras rápidas me mandó a la fiambrería a buscar un cuarto de panceta. Amagué negarme pero en sus ojos vi que sería imposible. Cuando llegué no me sorprendió encontrar el negocio cerrado y en semipenumbras, ya era tarde. Una sola luz titilaba bien al fondo, pasando la puerta que había al lado de la heladera más chica. Ese resplandor fue lo que me animó a hacer un último esfuerzo con tal de evitar el reto de mi vieja por no haber llegado a tiempo. Golpeé el vidrio sin esperanzas, pero para mi sorpresa la puerta se abrió mansa. Alguien había olvidado echar llave y pasador. Entré hasta la mitad del local. Nadie salió. Llamé en voz alta, pero tampoco nadie respondió. Me acerqué hasta la puerta de la luz titilante. Estaba entreabierta. La abrí del todo y entré.

3.

El asco me cruzó la cara con un sablazo impúdico. Sentí ganas de vomitar pero al mismo tiempo no pude dejar de mirar. Ahí estaban los tres idiotas, desnudos, con los sexos erectos flameando en plena excitación miraban a su padre mientras manoseaba y desnudaba a Sarita. Falos bobos sin control ni dirección, sin realidad que los alumbre, potentes morteros de simientes seguramente estúpidas y falladas que engendrarían una nueva generación de retrasados, oligofrénicos, tarados, estúpidos; plena algarabía de imbéciles verga en mano con sonrisa babeante de libido, fuerza bruta desbocada como jauría y sin embargo, incapaces de tocarle un pelo a Sarita. En ese sadismo restrictivo residía el disfrute y el placer enfermizo de su padre y de Sarita, que dejándose llevar por el desenfreno y el morbo utilizaban como meros espectadores de su función maldita a los tres disminuidos. Y el único testigo, involuntario, era yo. El miedo me recorría el cuerpo como un millón de hormigas atacando una azucarera de porcelana. El cuerpo de Sarita se retorcía reluciente, embadurnado con la grasa de los jamones, entre kilos de queso y mozzarella. Gemía sin parar, la lengua limpiaba la saliva que mojaba los labios, tenía los ojos blancos de placer y con las caderas hacia adelante recibía feliz las embestidas de su empleador, del progenitor fracasado de las tres lacras que lo vitoreaban enardecidas.

Duro, inerte, pasmado, mudo, paralizado. Así estaba yo, esperando la orden divina que me dijera qué hacer ante la execrable escena. Pero esa orden nunca llegó y tuve que decidir por mí mismo. Sigilosamente retrocedí y me escabullí detrás del mostrador grande, me agaché, cerré los ojos y controlé mi respiración. Sobre el mostrador había una cuchilla con mango de asta, bien afilada. La tomé y volví a agacharme tras el mostrador; se me caían las lágrimas de los nervios pero la decisión ya estaba tomada. Yo tenía solamente diez años. ¿Qué podía haber hecho? ¿Cómo jugar con la relatividad de las consecuencias ante lo absoluto de la situación? Abrí la heladera, corté a ojo un pedazo de panceta que me pareció cerca de un cuarto, y un poco de queso que me comí mientras volvía caminando a casa, a cenar en familia.

* domingo

No puedo parar de fumar porque no tengo nada más que hacer. Se me fueron las luces del día sin darme cuenta y como siempre me golpea el sentido de inutilidad que me inunda desde hace años. Mañana tengo que volver a morir las ocho horas correspondientes y religiosas de la jornada laboral, como si fuera necesario, como si fuera vital. Como si a alguien le importara que ese trabajo se haga, como si todo lo que uno es fuera definido por su trabajo y por su salario, como si el universo dependiera de mi acto reflejo inútil y obsoleto. Pura mierda. Toda mierda. La misma blanda mierda en la que nos revolcamos con cara de contentos, la lucha en el barro de las putas viejas que no se dieron cuenta de que se terminó el cuarto de hora. No pasa nada, solamente es domingo. Mi nueva vecina está por empezar a llorar como todas las noches; estas paredes son demasiado finas para filtrar miserias, me tendría que mudar. Pero me gusta el barrio. Estos días deberían estar prohibidos. No los domingos, los otros. Los domingos podés pensar en lo que se le cante todas las veces que quiera, podés fumar y fumar, podés saltar y saltar, podés mirarte los dedos de los pies sin remordimientos sobre lo que hiciste ayer a la noche. Podés escribir, podés dibujar, podés divagar, rascarte, bañarte, afeitarte y volar volar volar volar hasta que se hace de noche y otra vez a la próxima calesita del lunes. La angustia del domingo a la tarde es que somos demasiado libres. Demasiado. Si pudieras ser quien vos quieras, ¿elegirías ser la misma persona u otra diferente? Y si esta otra persona pudiera elegir, ¿se elegiría a sí misma? Y llegado el caso de resolver el tema de la libre elección y poder ser alguien más, ¿quién elegiría ser vos?. Que descanses.

* rasputín

Envenename, acuchillame, pegame tres tiros y tirame a un río congelado para que nadie me encuentre hasta la próxima primavera. Borrá como si nada mi presencia de las memorias y recuerdos de todos aquellos que alguna vez me conocieron o supieron de mí. Alejame de los tiempos iracundos que remueven los cimientos de la capital y cortame la carrera antes de que siga muriendo errante por ahí, en procesión sin fin. Arrancá toda mi historia como si fuera una hoja mecanografiada llena de errores y tirala a la basura con el resto de la mugre y las vidas desperdiciadas. No me dejes construir un futuro promisorio, ni feliz, ni pretencioso, ni siquiera miserable, ni angustiante, ni penoso. Sometete a mis caprichos y no me dejes ni pensar en seguir siendo un quiste en esta superficie; llevate mi presente a los suburbios y prendelo fuego con los diarios de la tarde. Y mientras todo arde en silencio, consolate sabiendo que se trató de una obra de bien.

* seis del cinco

El 6 de mayo de 1989 se desató la tragedia invisible. Como el polvo que se barre bajo la alfombra para hacerlo desaparecer, esperando que un descuidado paso en falso lo libere para volver a ensuciar nuestros relucientes pisos, así permanecieron ocultos en mi memoria los acontecimientos de ese día destemplado. Ese día Beatriz Balmaceda cumplía catorce años. Era una flor perfecta, grácil, sensible y exótica, pero también inexpugnable y peligrosa. Y yo la sufrí. Desde siempre había tenido un encanto particular e irresistible y, sin ser demasiado bonita, cautivaba con su presencia a todo el que la conociera. Alumna perfecta y simpática, hija modelo y excelente vecina y compañera, era objeto de mi veneración y ocupaba todos mis sueños y pensamientos. Yo adoraba religiosamente a Beatriz Balmaceda y no me importaba que se aprovechara sadicamente de la confesión que le había entregado un año antes. Y aunque mi Beatriz estaba poseída interiormente por un demonio tan grande como el amor que yo le profesaba, eso tampoco me molestaba en absoluto.

Todas las noches me escapaba de mi casa después de la cena, corría las tres cuadras que me separaban de su ventana y me quedaba allí esperando durante horas que se encendiera la luz de su habitación. El acuerdo perverso que Beatriz me había planteado, y que yo acepté sin cuestionar, estipulaba que durante el día no podía acercarme, ni hablarle, ni mirarla siquiera. Ningún día y bajo ninguna circunstancia. Debía hacer de cuenta que no existía. A cambio de mi sacrificio, si es que era capaz de cumplirlo sin desviarme por la tentación, por las noches ella abría las cortinas de su habitación para que yo pudiera contemplarla mientras se desvestía antes de ir a la cama. Yo me conformaba, o tenía que conformarme, con el único momento en que ella se me entregaba. Era un momento sublime en el que aquella criatura angelical dejaba salir su lado más oscuro y tenebroso en busca del equilibrio perdido entre tanta perfección, y sabiéndome oculto en la oscuridad, se paseaba desnuda frente a la ventana. Grabadas a fuego en mis retinas sus curvas precoces me atormentan de vez en cuando, apenas cubiertas por su pelo castaño y enrulado, apenas opacadas por la imponente voluptuosidad del cuerpo de Alejandra, su hermana mayor, que ajena al pacto prohibido se transformó también en parte de las fantasías masturbatorias del adolescente fisgón que se escondía entre las ligustrinas del patio delantero de la familia Balmaceda.

Esa noche, la del 5 al 6 de mayo, una llovizna fina y persistente fue envolviéndolo todo sin que nadie se diera cuenta y el tiempo se detuvo en una única imagen borrosa, la ventana de la habitación de Beatriz. La lámpara de noche se encendió y adiviné a contraluz la silueta inconfundible de Beatriz. Lentamente desabrochó sus pantalones y los dejó caer, luego se desabotonó la camisa dejando surgir sus pechos firmes y cobrizos que yo tantas veces había admirado en nuestro juego clandestino. La lluvia se agravó, el cielo se cerró por completo y las nubes corrieron enloquecidas. Cubierto de oscuridad, vi aparecer la segunda silueta y adiviné por la altura que se trataba de Alejandra. Se quitó la ropa sin dudar y levantó los brazos arqueando la espalda. Yo estaba seguro de que ella era, después de Beatriz, la mujer más excitante que había conocido, pero esta certeza se hizo humo un instante después. La tormenta arreciaba y el viento sacudía los árboles, la ligustrina que me daba refugio me empujaba con fuerza, estaba empapado y a punto de irme, mi ritual estaba cumplido, pero cuando una tercera silueta ya sin ropa se dibujó en el marco de la puerta de la habitación, mi corazón instintivamente comenzó a latir ansioso y sentí que me fundía en el barro del jardín. No había duda, los hombros redondos, las anchas caderas, el pelo recogido, los tobillos finísimos, el cuello espigado, los pechos ovales, los muslos carnosos, los pies diminutos, la boca de rubí, los ojos de fuego; todo, absolutamente todo lo que había en ese cuerpo de delirio le pertenecía a la señora de Balmaceda. Me clavó la vista a través de las gruesas gotas deshaciendo mi escondite, con un gesto seguro e imposible de desobedecer me indicó que me acercara. Un momento después, sin saber cómo, había atravesado la ventana y me encontraba dentro de la habitación mojando la alfombra con la lluvia que me chorreaba por todo el cuerpo.

¿Cómo iba yo a saber que esa noche iba a ser poseído, lamido, tocado, bebido, acariciado, exprimido, besado, mordido, arañado, atado, vendado, marcado, chupado, golpeado, intoxicado, sobado, amado, querido, extasiado, humillado, alabado, adorado, despreciado, leído, escrito, sentenciado, manipulado, usado y abandonado por las tres Balmaceda? ¿Cómo iba a imaginarme que sus caderas bailarían sobre mí una danza loca robándome la inocencia; que estaría dentro y fuera de cada una de ellas las veces que quisiera y de la manera que quisiera; que ningún rincón de mi cuerpo quedaría sin explorar por bocas, lenguas, manos, dedos; que a nuestro alrededor todo sería gemidos, sudor y descontrol? La cabeza me estallaba de placer y de preguntas, y me entregué sin freno a la salvaje bacanal. Penetré a Beatriz con furia y mirándola a los ojos, cobrándome las veces que me había arrastrado por ella. Me sentí invencible. Fui prisionero de los labios de su madre, que me mostraron el universo entero como un festival de fuegos artificiales; conocí las propiedades contorsionistas de Alejandra y su predilección por la fuerza bruta. Me fundí con las tres a la vez confundiendo los sentidos, sin distinguirnos unos a otros, formando en la maraña un revoltijo deforme de sexos liberados y candentes. Bebí sus jugos y las vi retorcerse abrazadas como víboras por todo el suelo explotando el amor filial. Con un grito de victoria rocié sus rostros con el más puro y bello amor que alguna vez sentí. Perdí el aliento y el alma.

El señor Balmaceda abrió la puerta de golpe. En su rostro estallaba una sonrisa blanca y resplandeciente. Apagó la luz y recién entonces pude ver la torta de cumpleaños y las velas rosas que alumbraron tenuemente la habitación con su llamita. ¡Feliz cumpleaños Beatriz!, gritamos todos y aplaudimos. Beatriz se sonrojó y no pudo ocultar que se sentía feliz. Nos sentamos en ronda desnudos, menos el señor Balmaceda, y devoramos la torta de crema y chocolate. Reímos, cantamos, nos abrazamos, disfrutamos cada minuto del íntimo festejo. Lo más doloroso para mí, después de tantos años, y es la espina que me atormenta y me duele cada noche de mayo, es no haber sido invitado a la fiesta del día siguiente.

* nada que decir

En el horno se asaban dos pedazos de cerdo y algunas papas. Llegó puntual y con una botella de vino tinto. Puso un disco de Neil Young, se descalzó y comenzó a hurgar en mi biblioteca mientras yo preparaba la mesa. Prendí un cigarrillo y abrí la ventana. Fuera de la oficina éramos diferentes; más libres, más auténticos, más falibles. Cuando estábamos solos éramos lo más cercano a lo que queríamos ser. Ni a mí me importaba su marido ni a ella la diferencia de edad, ambos disfrutábamos del morbo que nos generaba todo aquello. Nos terminamos la botella y nos sentamos a esperar, abrazados y en silencio, que el cerdo estuviera listo.

Hacía tiempo que no teníamos sexo, desde el quinto mes de embarazo habíamos espaciado nuestros encuentros íntimos, más por mí que por ella, no me sentía cómodo y estaba más pendiente del cuidado que del placer. Ninguno de los dos estaba seguro de quién era el padre, si su marido o yo, pero tampoco nos importaba. Le sentaban muy bien los kilos de más que había sumado desde la última vez; las mejillas infladas resaltaban la belleza insoportable de su rostro, la que lastima sólo de verla. Si tuviera que definirla en una sola palabra, no podría. Todo en ella aparecía de repente, era un vendaval que arrastraba consigo todo lo que deseaba, y lo que no, lo desperdigaba en pedazos por los aires. Si fuera mi esposa en lugar de mi amante, seguramente en una noche profunda y negra, cerca de las tres de la mañana, la estrangularía.

No es fácil ser intrascendente, no es fácil vivir en un presente continuo sin anhelos ni proyecciones, no es fácil no tener nunca nada que decir; el arte de desaparecer nos sentaba muy bien, casi sin proponérnoslo flotábamos en la bruma del desgano con placidez, abúlicos por elección. Lo único que nos interesaba en ese momento era quedarnos sentados en silencio escuchando la voz rasposa y cortante de Neil Young. Y en eso estábamos.