* el corso fantasmal (parental advisory in crescendo)

Escribo con la distancia propia del que no estuvo nunca en ningún lugar. No puedo precisar si fue gradual o de repente, pero un día me di cuenta de que había perdido la capacidad de transmitir lo que sentía. Asumo que fue gradual. Los recuerdos y sensaciones fueron desapareciendo como el polvo que estalla en el aire cuando soplamos un mueble adormecido, en deformes partículas calcinadas por los rayos del sol. Después de largo tiempo, días, meses, años, intentando encontrar una solución, pensé que lo mejor era recurrir a la experiencia; empecé a buscar en mi memoria los fragmentos de aquello que había perdido sin darme cuenta, a hurgar en mis recuerdos y repasarlos sistemáticamente para reconocer las sensaciones y traerlas nuevamente hasta mí. No funcionó. En algún tramo había perdido la conexión. Me encontré detenido en el tiempo, flotando en alguna parte dentro del devenir de alguna cosa, sin hacer ni pensar ni desear. Lo que más miedo me daba era la sensación de soledad, la única que conservaba. Me sentía cada vez más apartado de todo, separado de la realidad, alejado de las personas que me rodeaban. Mi primera reacción fue la de culpar a los demás, a su falta de percepción, a vivir presos de un conformismo miserable que los llevaba de las narices a aceptar sin cuestionar; veía solamente máscaras detrás de las cuales no podía imaginarme ninguna sonrisa, ya no sabía quiénes eran, tan distintos a mí, tan iguales entre ellos. Una farsa gigantesca, pero que a la vez me atemorizaba por el poder que tenía y que crecía cada vez más. Mi condición empeoraba y me anillaba sobre mí mismo como una víbora verde amarronada. Fracasaba. Me encerraba, me quedaba mudo, me forzaba a mí mismo a hacer algo que ya no podía hacer, inconscientemente, para protegerme de esa frustración, habitaba una nebulosa enorme y potente que me impedía concentrarme en algo concreto. Era una presión leve pero constante, y en aumento, en el medio de la frente, una superficie extraña que latía, se achicaba y se concentraba en un punto, como un átomo, me aplastaba el cerebro, cortaba la sinapsis, y eliminaba los puntos de mis oraciones. Lo único que quería hacer era dormir. Siempre. Todo el tiempo. Dormir y sólo dormir. La confusión me abrumaba. Pero no podía rendirme. Confieso que muchas veces me di vergüenza a mí mismo por mi lógica barroca. En el centro está la luz, me repetía. El gran diferencial fue la noción de felicidad. Mi noción de felicidad. Contrastaba tanto del resto que me empezaron a molestar, a entristecer, sentía que me iba a seguir marchitando lenta, pasivamente, si permanecía tan cercano a esas personas. A todas las personas. Cuestión de paradigmas. Y otra vez el miedo. Pensé entonces en cómo hacer para resistir, para no extinguirme. Entendí que si exploraba más allá de mí mismo tal vez pudiera descubrir la falla en la barrera que nos separaba. Pero tampoco funcionó. Explorando la otredad me topé con un efecto inverso al esperado, me espanté al darme cuenta que esa otredad, lejos de completarme y darme sentido como parte de un todo, me resignificaba como portador de un paradigma diferente. Pero no como el único. Entonces volvió la esperanza. Tenía que encontrar a los otros, a mis iguales, mis compañeros. A los que igual que yo se desvanecían día a día contrariados por el sinsentido de pertenecer. El desafío era encontrarlos, ¿cómo encontrar a los que eligen convertirse en fantasmas por puro egoísmo? ¿Y cómo generar unión entre aquellos que se encierran a cada paso más profundamente en su interior? ¿Dónde encontrar a los errantes del pensamiento? ¿En qué lugar se refugian esos leprosos intransigentes? Lo supe al instante. En el vicio. Porque en el vicio de un hombre se esconde el más profundo de sus dolores. Y más allá del dolor está la verdad. Y antes de eso, nada. Un hombre sin vicios es un hipócrita, un reprimido, un fantoche execrable en busca de redención, una basura a la que lo único que le interesa es mostrarse impoluto. Vivimos rodeados de amantes de la perfección y de la verdad, pero la otra, la de todos los días, la hegemónica, la incuestionable. Lo que no saben, estos señores que manejan con cuidado y cuidan sus pertenencias, estos señores que piensan (o creen pensar) que la dignidad es discursiva y que la coherencia es una virtud eterna, es que la verdad que tanto defienden pero que jamás se animan a buscar, es una verga enorme y caliente que se abre paso sin distinguir entre culo flaco o culo gordo, y que con la primera embestida te llega hasta la garganta dejándote mudo, con el nuevo mundo ante tus ojos extraviados en sangre. Entonces, señores perfectos, honestos, bienaventurados, intachables, inmaculados, ¡conserven el culo sano y sigan encomendándose a los santos que prefieran, que este desfiladero es demasiado angosto para que lo caminen los timoratos y los advenedizos como ustedes! ¡Sepan ustedes, nuevos hombres en fuga del siglo veintiuno, que nosotros, los saltimbanquis de este Corso Fantasmal, los que todavía nos negamos al desfile público por la avenida, nos encontramos, nos abrazamos, nos reinventamos una vez más! Y sepan también que preferimos esperar el final con la verga en la mano antes que con un libro de oraciones en el bolsillo.

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* melodía del desconcierto

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Novena entrega de la saga del Gringo y la Lucecita, obra en colaboración con el Sr. Blopas, que también pueden encontrar en su blog “Proyecto Anecdotario”. 

La 1ra parte la encuentran acá:  dos guitarras y un cajón peruano.

La 2da parte la encuentran acá:  tinta fiera.

La 3ra parte la encuentran acá:  la última estación.

La 4ta parte la encuentran acá: los piojosos.

La 5ta parte la encuentran acá: la culpa no es del toro.

La 6ta parte la encuentran acá: bajo el agua.

La 7ma parte la encuentran acá: los eslabones.

La 8va parte la encuentran acá: en las vísperas de san la muerte.

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A un costado del escenario improvisado, el Gringo y el Zurdo afinaban las guitarras, con el mismo gesto adusto y desconfiado que se les había instalado en la cara el día en que aceptaron la propuesta de Don Miguel. “A la mala espina se la debe respetar”, decía siempre el Zurdo. El Gringo, cuyas preocupaciones excedían largamente las de su compadre, aceptaba esa sentencia, pero callaba. A veces no hay mucho que hacer contra los deseos del tallador; se aceptan las cartas y se juega con el pico cerrado tratando de evitar el mazo. Cuando los armónicos dieron el visto bueno a la afinación, los músicos respiraron hondo, se acomodaron las pilchas, los pañuelos de rigor, y se dispusieron largar el espectáculo. Desde el centro de la tarima, Pichón repicaba los dedos suavemente sobre el cajón, cortando a gatas la modorra de la concurrencia y concentrando algunas miradas vidriosas fruto de la sobremesa. Como se sabe, en cualquier festejo el hambre es lo primero que se acaba, mientras que la sed es mucho más brava de saciar; la humedad de la pampa reseca el alma y el espíritu, valga la contradicción.

Los primeros acordes se mezclaron con algunos aplausos tímidos y palabras inentendibles a las que el Gringo no prestó atención, pero que Pichón y el Zurdo consideraron de aliento. La “Chacarera de la Redención” rompió el hielo y la quietud reinante. El trío era ciertamente virtuoso. A pesar de lo inestable de la percusión, la energía que contagiaba era capaz de animar un velorio a cajón cerrado. Con el profesionalismo como bandera, el Gringo empujaba sus malos pensamientos e inevitables sospechas hacia el fondo, trataba de mantener la calma y el compás en medio de todo ese revoltijo en el que veía enredarse más y más. Sin embargo, su mirada mañera se le escapaba por todo el lugar en busca de la figura gentil de la Lucecita, que hasta ese momento se destacaba por su ausencia. Las primeras parejas se animaron y le entraron al bailongo sin esperar demasiado. Bien al fondo, donde los copetudos los pusieron por las dudas de que tuvieran olor rancio, el “Esqueleto” Borghesi, Benítez y los demás peones golpeaban la mesa con sus manos renegridas. Y aunque era aún temprano para estar entonado, el tape Ensina se le animó al estribillo con su vozarrón de llano herido. No faltaron las palabras a la memoria del difunto  Juan Gauna y para la viuda que lo lloraba. Curiosamente, nadie recordó al malogrado Lorenzo.

El baile ideado por Don Miguel transcurría sin tropiezos. Su deseo de mostrar que en la estancia nada era tan grave parecía satisfecho. A un costadito de la pista, con sendos vasos de sangría sin tomar, Becerra y Carlini repartían sus sentidos entre el jolgorio y el deber. Tenían orejas de sobra para los corrillos y también para la música, y con los cuatro ojos podían atender no sólo al Gringo y Barzola, sino también, y por qué no, al mujeraje fatal. Del otro lado de la pista, el oscuro capataz aguardaba su momento de pie contra una acacia. Los hombres de la ley parecían esperar ese mismo momento para hacer su jugada. Pero los hechos estaban a punto de desbocarse como bagual asustado. Miradas oblicuas trazaban la pista. Don Miguel observaba al Gringo; el Gringo vigilaba a Carlini y Becerra, y éstos miraban cómo Barzola, haciéndose el desentendido, relojeaba el camino que bordeaba el casco.

Los que no estaban borrachos notaron el gallo del Gringo en el tercer valsecito, justo cuando llegó al lugar, tardía y en soledad, la Lucecita. Todas las miradas recayeron en ella. Traía maquillada en el rostro una inocencia en la que ya nadie creía. En eso, los amigotes de Juan Manuel comenzaron a revolearlo al aire entre vítores y carcajadas mientras Don Miguel aplaudía contento. En ese breve y extraño desorden general, los investigadores reaccionaron con velocidad de culebra. El momento había llegado.

–  Ahora, Topito, ¡vamos! ¡Largue ese vaso, caramba! –  exhortó Becerra excitado, antes de tomar raudamente el camino de salida. Carlini dejó el vaso en una mesa cualquiera y lo siguió.

– ¿Está seguro de que es el momento? –  preguntó.

– ¡Por supuesto! La mejor manera de sorprender en este ajedrez es jugar a las damas, Topito. ¡Sígame! –

– Es usted brillante, comisario. –  dijo maravillado Carlini mientras anotaba la máxima con letra chueca y apresurada en su libreta de apuntes.

Media hora después, Barzola abandonaba la estancia en su rastrojero. Ante una seña inequívoca de la Lucecita, que había visto partir a su padre, el Gringo también supo que había llegado su momento de actuar como solista.

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* en las vísperas de san la muerte

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Octava entrega de la saga del Gringo y la Lucecita, obra en colaboración con el Sr. Blopas, que también pueden encontrar en su blog “Proyecto Anecdotario”. 

La 1ra parte la encuentran acá:  dos guitarras y un cajón peruano.

La 2da parte la encuentran acá:  tinta fiera.

La 3ra parte la encuentran acá:  la última estación.

La 4ta parte la encuentran acá: los piojosos.

La 5ta parte la encuentran acá: la culpa no es del toro.

La 6ta parte la encuentran acá: bajo el agua.

La 7ma parte la encuentran acá: los eslabones.

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A lo largo de varias generaciones, la familia Goitía había labrado su historia en la zona, una historia en apariencia sin máculas que imponía a la vez respeto, admiración y confianza. Los Goitía, del patrón Don Miguel para abajo, eran conscientes de ello y si bien muchas veces podrían haberse aprovechado de su condición, nunca lo habían hecho. No obstante, también sabían que aquellas dos muertes en sus dominios habían sacudido tanto la monotonía del pueblo como los ánimos internos en la estancia. La buena voluntad de la peonada, esos inservibles desagradecidos que siempre andaban trayendo problemas, se había quebrado como un tallo seco y ya no se podía contar con Barzola para recomponerla; el capataz ya no era el mismo, se lo notaba disperso, ajeno a las decisiones importantes y sin el pulso firme que lo caracterizaba para manejar a aquellos salvajes.

Pronto tendría lugar el cumpleaños de Juan Manuel, el menor de los Goitía, preferido de Don Miguel, y en contra de las recomendaciones de mantener el perfil bajo, el jefe de la familia decidió armar un festejo a la medida. Se mandó invitar a todo el mundo, desde los vecinos más ilustres, pasando por comerciantes, funcionarios, el párroco, el doctor, hasta a los peones, la generosidad de la familia debía quedar fuera de toda duda. Incluso le habían hablado muy especialmente al comisario Becerra para que se dejara ver por ahí; siempre es bueno reafirmar que se camina por la misma vereda que la ley. Los Goitía no eran de andar haciendo ostentación, a pesar de la gran cantidad de gente invitada sería una jornada tranquila: mediodía de asado y vino, por la tarde unas carreras de sortija y vino, y al caer el sol un cierre con baile, guitarreada y vino. Don Miguel había resuelto contratar al Gringo y su trío, a sabiendas de que los músicos gozaban de gran fama y eran apreciados por todos, y también como un guiño conciliatorio hacia la peonada. Al principio los músicos no se mostraron muy entusiasmados, pusieron algunas excusas referidas a un repertorio agotado, al cansancio, a viajes incomprobables a estancias alejadas, pero ninguno de los tres hizo alusión alguna a su anterior presentación. Esquivaron el asunto hasta que Don Miguel zanjó la cuestión con un fajo de billetes de notorio calibre. El Zurdo, Pichón y el Gringo finalmente se rindieron ante la oferta con el descontento natural de los herejes necesitados.

En la comisaría las caras y los ánimos no andaban mejor. La investigación marchaba lenta como un buey en el barro y, para colmo de males, la presión popular comenzaba a hacerse notar. De buenas a primeras, en los troncos de la plaza y sobre algunas paredes habían aparecido afiches que reclamaban justicia por la muerte impune de Juan Gauna. Un periódico de la capital había escrito una nota al respecto, y recién entonces los altos jefes policiales despertaron de su acostumbrada modorra, comenzaron a hacer preguntas obligadas y a exigir resultados inmediatos. Con todo esto, el acostumbrado buen humor de Becerra y Carlini había comenzado a resquebrajarse como un cuero al sol. Sin embargo, seguían adelante sin cambiar un ápice su hipótesis de trabajo. Habían debido desandar varios senderos en la investigación ya que nadie en el pueblo ni en la estancia había podido aportar ni un solo dato valioso. Pero ellos morirían en la suya si era necesario. Y asistir al baile sería, justamente, uno de los últimos cartuchos que podían quemar antes de ver rodar por tierra sus cabezas.

En la estancia, los piojosos de Barzola recibieron la invitación en silencio. Se miraron preocupados y los semblantes de fueron tornando poco a poco más amargos, ásperos, y resignados que de costumbre. Nadie mejor que ellos sabía, o adivinaba, que la puerta de entrada a toda la desgracia que aquejaba al pueblo había sido un festejo muy similar al que se avecinaba. Al mal paso darle prisa, pensaron algunos y siguieron la ronda del mate, aunque evitaron mirar el banco vacío que sabía ocupar el Gringo, y la silueta del capataz que se recortaba a contraluz en el marco de la puerta.

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