* los piojosos

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Cuarta entrega de la saga del Gringo y la Lucecita, obra en colaboración con el Sr. Blopas, que también pueden encontrar en su blog “Proyecto Anecdotario”

La 1ra parte la encuentran acá:  dos guitarras y un cajón peruano.

La 2da parte la encuentran acá:  tinta fiera.

La 3ra parte la encuentran acá:  la última estación.

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Antes de que el gallo cantara, Barzola ya tenía un ojo abierto. Se levantó tranquilo después de un buen descanso. El sueño de los justos, le gustaba decir. Miró por la ventana y a un costado del galpón distinguió a los dos chuchos que todavía dormían a pata suelta. Llenó el mate y salió sigilosamente por la puerta del frente para descubrir con alegría las astillas espejadas que el sereno había depositado sobre el pasto durante la noche. Sin acusar mella alguna en sus rituales cotidianos, y a pesar de los sucesos trágicos que lo habían tenido de protagonista dos noches antes, le puso luz un a cigarro armado y clavó una mirada serena en la línea infinita del horizonte pampeano.

Los hábitos de Barzola no conocían de domingos ni de fiestas de guardar. Su trabajo era su vida, y su vida era un tronco que flotaba a media agua en la jangada. Sabía que los patrones aprobaban de buen gusto su estilo para manejar la peonada, seco y tenaz como el pampero, y también que los de abajo no perdían oportunidad para cuchichear sus odios contenidos en cada descanso. En la disciplina y el despojo había logrado el temple campero de sus ancestros. Hasta donde podía llegarse con la memoria, todos los Barzola habían sido iguales, unos cueros resecos al sol. Con la ansiedad del que espera arrojó al pasto el cigarro a medio fumar. Las tareas se habían atrasado y necesitaba poner en marcha el día porque la urgencia de lo pendiente le urticaba la piel. Con todo, se sentía aliviado de no haberle visto las caras a los peones por veinticuatro horas. No es que le dieran demasiados problemas, pero el trato constante con ellos, o al menos con algunos, lo terminaba fastidiando.

Por más que aún no había amanecido, en la casa de los peones se veía luz, y hacia allí dirigió sus pasos Barzola. Seguro de no haber sido visto ni oído, el capataz decidió no entrar. Amén de no querer incomodar con su presencia, pensó que quizás podía averiguar qué se andaba diciendo de él, y por sobre todas las cosas, quién. Con los perros echados a sus pies cual sombras mudas, Barzola pegó su oído de tísico a la ventana del fondo y escuchó por igual injusticias y verdades sobrevolando la llama azul del calentador a kerosene. La mayoría mateaba sin abrir la boca, como si lo presintieran ahí fuera. La voz del uña ‘i gato, un retacón forzudo con cara de diablo, terciaba en la charla. Más tarde lo enviaría con el tape Ensina a los lotes bajos contra el río, donde estaban las vaquillonas. Varios alambrados se habían caído y el uña ‘i gato se llevaba bien con los torniquetes. Los dos eran perros leales. También reconoció a Juan Gauna susurrando pestes, y algo se le retorció en el triperío. No bien el sol despuntase lo mandaría al lote de los toros, a medirles el perímetro de las bolas con un piolín. Con un poco de suerte, los angus lo liberarían del mierda ese de Gauna. Otros más hablaron de él… Rafael Benítez, el esqueleto Borghesi y el Zurdo. Como entre espasmos, el mate iba pasando de mano en mano a la espera del gallo remolón. El cielo apenas salpicado de nubes mostrábase ya rojizo cuando Barzola tragó la hiel de su saliva y se aprestó a entrar. Ya alguna vez en el pasado, en una charla de hombres con su propio hermano había fijado firmemente su posición acerca de cómo manejar estas cuestiones.

–       No es que sean malos.- le había explicado Barzola a su hermano Armando. – Pero tampoco son necesariamente buenos. Lo que pasa es que para hacer este trabajo se necesita un carácter especial. Acá tenés que ser de lapacho, no cualquier clavo le entra a esa madera. El campo es duro, Armando. Vos me dirás que todo trabajo es así, pero yo te digo que no. Acá yo he visto mancarse al más valiente, y también he visto llorar como una mujer despechada a hombres que parecían no temerle a nada. He visto pasar por esta pampa muchas más caras de las que te imaginás, que se esfumaron como sombras y nunca más volvieron; todo por no tener el carácter necesario. De eso te hablo. Yo me pasé ocho años rompiéndome el lomo antes de ser capataz…y nunca me achiqué. Y ahora le doy para adelante como un buey, ¿Qué te pensás, que ahora me rasco en el palenque? ¿Que trabajo menos que antes? ¿Que me agarró el mal del ombú? No señor, al contrario, no te imaginás lo difícil que es manejar a esta manga de piojosos.-

–       Acabás de decirme que no eran malos… – repuso Armando, que era el único farmacéutico del pueblo y que a gatas si salía alguna vez de esa infame zona urbana. Tras el mostrador era capaz de mentir cuánto sabía de asuntos camperos, pero no frente a su hermano.

–       No, no son malos… Pero una cosa no quita la otra. Los llamo piojosos en otro sentido. Es que a veces me dan un poco de lástima...- dijo el capataz sincerando la voz y encendiendo un breve cigarro. – Son piojosos porque están infectado, Armando. Y lo peor es que no lo saben. Están infectados con el virus de la ignorancia, y la ignorancia te deja a pata de todo.

–       ¿Y vos los curás de esa ignorancia? – preguntó el farmacéutico un poco aburrido.

–       No, yo no los curo.- Barzola hizo una pausa larga y miró por la ventana a una matita de pasto que pasaba empujada por el viento de la tarde. – Yo los amanso y los entreno. –

Para devolverle el mate al cebador de turno, el sordo Verenito tuvo que estirarse por sobre la calavera de vaca que con sus cuernos oficiaba de banquito matero. Nadie abrió la boca acerca de esa ausencia, simplemente obraron como siempre, callar e ignorar. Un silencio obtuso inundaba la casa cuando el gallo cantó y Barzola ingresó con su cara de pocos amigos para asignarle a cada uno su tarea del día. Apenas si saludó. De manera más o menos inmediata todos salieron al campo. Sólo quedó Barzola, hundido en sus pensamientos. Allí parado con las botas en el verdín parecía estar viendo a su hija en la casa del pueblo. Ella dormía desentendida del mundo y de todo lo malo que estaba por llegar. Desarmadas las trenzas, la cabeza de la Lucecita era una maraña renegrida y compleja sobre la almohada, y las frazadas amarillas copiaban como arcilla las formas redondas de su cuerpo. Agustín Barzola pensaba con amor a su hija mientras en su cabeza rebotaban como pelotas una cantidad de preguntas siniestras. ¿En qué momento su vida cayó por el barranco? ¿Fue por su falta de fe que el Diablo taimado pudo nublarle el entendimiento? No tenía ninguna respuesta, pero de algo estaba seguro: en sólo dos días la vida se le había puesto de culo como una taba mal tirada.

El ruido de un caminar pesado por el camino de acceso al casco sacó al capataz de sus meditaciones. No tuvo necesidad de mirar quién era, simplemente esperó el momento justo para darse media vuelta y tenderle una diestra acalorada. Las palabras también parecían estar de más, y ese apretón de manos todo lo decía. Desde hacía dos días Barzola había contraído una gran deuda con él y, por fortuna, aún ignoraba cómo iba a terminar de pagarla.

–       Sólo una cosa –, dijo Barzola en voz muy baja y señalando hacia el piso con la vista – límpiese ya mismo la sangre de esa bota. – Sorprendido, el Gringo agradeció secamente y prosiguió su camino rumbo a la tarea que le fuera asignada y que le tomaría el resto del día.

* la última estación

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Tercera entrega de la saga del Gringo y la Lucecita, obra en colaboración con el Sr. Blopas, que también pueden encontrar en su blog “Proyecto Anecdotario”

La 1ra parte la encuentran acá:  dos guitarras y un cajón peruano.

La 2da parte la encuentran acá:  tinta fiera.

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Hacía años que el ferrocarril había dejado de pasar por el pueblo. Dijera un hombre de la empresa por la radio: “El ramal es deficitario; hemos hecho grandes esfuerzos para mantenerlo en funcionamiento, pero la realidad es que el cierre es la única solución.” Los habitantes escucharon atentamente la noticia, y muchos pensaron que al final nada iba a suceder, pero en pocos meses comenzaron a sentir en carne propia la crueldad del desamparo. Por eso la mayoría abandonó el pueblo en busca de mejores horizontes. Los pocos obstinados que se quedaron fueron testigos de la caída de la antigua estación, en cuya vereda vegetaban, desmañados y enfermos, al menos veinte paraísos. Siempre oportunistas, los chimangos anidaban en los huecos de los troncos, desde donde vigilaban lo poco que aún quedaba para vigilar. Esa noche, los últimos pajarracos que se negaban a abandonar el pueblo vieron una silueta avanzar hacia lo profundo del pajonal como alma que lleva el Diablo. Vieron al hombre llegar y frenar en seco. Una segunda figura vestida de negro salió a su encuentro desde los fondos del último andén. No hubo saludos, apenas unas palabras que sonaron vacilantes.

–          Tenés que ayudarme, Gringo…-  La voz de la Lucecita hizo que el corazón del peón diera un respingo. Los chimangos abrieron grandes los ojos y prestaron atención.

–         Viniste…-

–         ¿Cómo no iba a venir? –

–         Como la última vez… –

–         Sos rencoroso, che. – La Lucecita sonrió desplegando los artilugios estudiados que siempre le habían dado resultado; miraba al piso mientras se acariciaba las trenzas, y con el pie derecho pisoteaba un yuyo aplanando un poco la tierra. – Yo te avisé que no iba a poder venir, el papá me vigilaba. Y por eso te quiero hablar, me tenés que ayudar…-

–         No, no me avisaste. – dijo el Gringo amargamente. Y en el momento en que el reproche salía de su boca, por la cabeza le iba pasando una sucesión de imágenes como naipes mal barajados, que saltaba de una a otra y se detenía en la visión anhelada de la Lucecita bajo su cuerpo, en medio del pajonal, los dos removiendo la tierra con el deseo cruel de la pampa.

–         Bueno, pero tuve la intención. ¿O vos pensás que soy mala? No, yo no soy mala, tengo miedo nomás. Miedo porque veo cómo todo se complica y no soy dueña de vivir mi vida, de poder hacer lo que yo quiera; siempre vigilada, siempre pensando en las cosas que se andan diciendo por ahí. A mí no me gusta vivir así, Gringo. Yo no quiero vivir así.- hizo una pausa y clavó el verde de sus ojos en el pardo oscuro de los del Gringo. – Y yo sé que vos me querés, me querés bien. Por eso te pido ayuda, porque sola no puedo hacer nada… –

–         ¿Y yo qué puedo hacer? Si no soy nadie. – la voz del Gringo ya no tenía la firmeza y convicción de siempre, en cada palabra había un poco de tristeza y amargura que formaban, en el conjunto total, una desolación profunda. – Yo no puedo hacer nada, Lucecita, más que soportar…-

–         Gringo, yo te conozco. Y no soy tonta, aunque parezca. Yo sé que no sos el simple peón que decís, y sé muy bien que escondés algo mucho más peligroso que la habilidad con la guitarra. Si hay alguien que puede hacer algo acá, sos vos, ¿me entendés? No tengas miedo, yo necesito un hombre con coraje ahora, no un miedoso. –

La cara del Gringo se transformó. La amargura mutó en fiereza contenida y los ojos pardos brillaron en la oscuridad que cubría los alrededores de la abandonada estación. Ahora las imágenes en su cabeza corrían veloces como un tren fantasma. Una tras otra las estaciones se sucedían en los pensamientos del Gringo pero todas eran fugaces; los vagones traqueteaban por una vía que él mismo creía ya abandonada y fuera de servicio, pero a medida que los rieles tomaban temperatura el tren aceleraba y aceleraba, revolvían en su interior los recuerdos más secretos. La voz de la hija de Barzola lo sacó del vértigo justo en el momento en que la formación se detenía de golpe en la estación más ominosa y lo volvió a la realidad con un susurro extorsivo.

–          Sacame de acá, Gringo. Si me librás de todo esto puedo ser tuya para siempre. Vámonos de acá, dejemos este pueblo atrás. –

La luz entre ambos cuerpos se apagó de repente. La Lucecita avanzó hasta palpar los brazos acerados del peón, quien de haber intuido cuánto daño le haría esa mentira se habría apartado en el instante. Pero la carne es blanda. La Lucecita le desabrochó dos botones de la camisa, le besó el pecho y siguió subiendo por el sudoroso cuello hasta las orejas con los labios entreabiertos. Alterado, jadeante como un perro con sed, el Gringo parecía echar luz por la piel. Estaba listo para descender a los infiernos y vencer a Satanás en su propia salamanca si era necesario. Su boca se había inundado de una saliva espesa que asomaba hecha espuma por las comisuras de sus labios. Así y todo se besaron por un instante, hasta que la diestra del Gringo comenzó a levantarle muslo arriba la falda a la muchacha. Pero la Lucecita se apartó violentamente, acomodándose la ropa, las trenzas y el pañuelo que llevaba al cuello.

–         No, Gringo. No te apures. Es mejor que me vaya…tengo que volver antes de que el papá descubra que no estoy. Ya sabés cómo es él, tarde o temprano lo va a averiguar, lo nuestro, digo… Pensá bien lo que te dije. –

Los extensos terrenos del ferrocarril se desplegaban ante el Gringo como una sábana blanca bajo la luna. Habían adquirido una nueva fisonomía en la cual ahora podía reconocer no sólo sombras, sino también claridades. No hubo despedidas. La muchacha giró y sin más emprendió el regreso. Él la acompaño con la mirada hasta que en la distancia su ropa negra la disimuló en la oscuridad. El hombre se arremangó, la sangre le hervía en las venas. No traía reloj, pero sabía que el tiempo había pasado sin clemencia. Andar por las calles a esa hora sería tan desaconsejable como volver a su rancho y meter al Pichón en sus propios problemas. En poco tiempo llegaría el alba, y las tareas en la estancia comenzaban siempre al cantar el primer gallo. Al rojo como una fragua, el Gringo emprendió la caminata. Le quedaban quince kilómetros y mucha oscuridad para enfriarse y pensar qué hacer con Barzola, con la Lucecita y con su vida. Algunos trenes hay que tomarlos una sola vez en la vida, pensaba. O a lo mejor no. A un costado, refugiados por los paraísos, los chimangos lo vieron irse con su paso enérgico, agitaron un poco las plumas y cerraron los ojos esperando el amanecer.

* tinta fiera

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Segunda entrega de la monumental obra en colaboración con el Sr. Blopas, que también pueden encontrar en su blog “Proyecto Anecdotario”. La historia del Gringo avanza por el empedrado traicionero del destino, y a falta de certezas, buenas son las historias contadas a dos plumas. Y atenti, porque no hay dos sin tres…

La primera parte la encuentran acá: sí, acá.

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Un escalofrío le recorrió el espinazo al Gringo cuando desde la esquina vio el reflejo de un papel muy blanco que asomaba por la boca del buzón. No esperaba nada de nadie y estaba de franco por lo de la noche anterior, ¿cómo no desconfiar? Pero continuó caminando como un caballero inglés, tranquilamente desesperado. Las contrataciones solían ser en la estancia o en los mismos bailes, y no en su casa del pueblo, por lo que no le cabían dudas de que ese papelito era un mal agüero. Al llegar a la puerta maldijo en silencio y con ganas las desgracias que, estaba seguro, muy pronto llegarían. Con cara de perro que acaba de tirar una maceta, relojeó la cuadra en ambos sentidos, y al percatarse de que nadie miraba, con la velocidad de un refucilo manoteó el papel y pasó la reja del frente con paso firme. Parado en el jardincito que separaba la reja de la puerta de calle, miró al cielo con ojos baqueanos adivinando la proximidad de la lluvia, después clavó la mirada en el sobre que acababa de recibir.

Sólo unos pocos conocían la esencia del espíritu que habitaba en el Gringo. La mayoría de los que lo habían visto por esas veredas de Dios pasar de vuelta de la comisaría se habían maravillado de la alegría que irradiaba, de su paso elegante y de su silbido tímido pero afinado. Por algo era lo más parecido a un “músico oficial” que tenía el pueblo; además de buen gusto y poco pifie, el Gringo tocaba para los demás, regalaba disfrute en cada pulso y cada verso. Y encima era laburador como pocos, un ejemplo. Para todos era un alma buena. Ignoraban, sin embargo, que el Gringo destilaba violencia en cada fibra de su vigoroso cuerpo. Una violencia a todas luces contenida. No hay peor ciego que el que no quiere oír, lo jorobaba todo el tiempo el Gringo al Zurdo y se reía de costado; el Zurdo nunca lo entendió.

“Al fin y al cabo, el Lorenzo no merecía semejante final”, meditaba el Gringo en su jardín. En esas ocasiones medio tristongas e injustas solía quedarse pensativo. Dejaba que los recuerdos acudieran a su cabeza. Recuerdos como aquel día en el que su padre le trajo la primera guitarra.

–         “Las cuerdas son como los caballos, m’hijo…”, le dijo. “…una vez que consiga domarlas lo van a obedecer toda la vida.”

–         “¡Como las mujeres!”. La respuesta del gringuito no hizo más que encender el carácter avinagrado del viejo.

–         “No es de hombres bien nacidos andar comparando a las mujeres con animales. ¡Déme eso pa’cá!” Y el gringuito no pudo tener su guitarra hasta varios meses después, cuando su padre juzgó que ya era tiempo de perdonar. El niño nunca lloró.

El Gringo no tenía idea de hasta qué punto ese incidente le había moldeado su infantil espíritu de arcilla. Domar su instrumento fue una tarea de muchos años, y con todo, aún lamentaba que su padre ya no estuviese con él para escuchar cómo hacía hablar a las bordonas.

El reverso del sobre rezaba en tinta negra un escueto “Gringo” con letra manuscrita, prolija y aniñada, y la nota en su interior iba directo al grano.

– “Gracias, sé que te debo más que antes. Te espero esta noche a las 8 en el lugar que habíamos quedado la otra vez. Pero esta vez voy. Yo.”

El Gringo hizo un bollito con la nota, la arrojó con fastidio al pasto y se metió en su casa. Enseguida salió y levantó el bollito, entró de nuevo, prendió el calentador y mientras esperaba que la pava llegara a la temperatura justa fue quemando despacio la prueba que lo implicaba en una trama sórdida que el pueblo desconocía y que, según él, no tenía por qué descubrir. Tenía mucho que pensar y la noche llegaría pronto.

Tan compenetrado estaba en sus cavilaciones que ni siquiera se había sacado la boina ni lavado las manos; miraba fijo una mancha de humedad en la pared del rancho y escuchaba atento pero desconfiado el concierto que los grillos le ofrecían a través de la ventana. Casi sin moverse arrancó un pedazo de pan de la hogaza que descansaba sobre la mesa, se lo mandó entero a la boca y lo bajó con el quinto o sexto mate. Se lamentó por no haberse traído unas empanaditas del baile, pero con todo el barullo del pobre finado se le había pasado por alto. Ni siquiera habían podido rescatar los veinte pesos de la actuación. El agua se le había entibiado un poco y la yerba no daba más; cuando se paró para preparar la segunda vuelta, golpearon la puerta.

–          “Hola Gringo, ¿‘tas con el mate?”, preguntó el colorado apenas el Gringo abrió. “Traje unos pastelitos que me dio Doña Gloria.”

–          “Pasá.”

La segunda vuelta tuvo otro color, el dulce de batata de los pastelitos contrarrestaba la amargura que le hormigueaba en el cuerpo al pobre Gringo. Hasta le cambió un poco la mirada, pero un poco nomás. Por un lado se encontraba molesto por la visita inesperada, pero por otro se sintió reconfortado de compartir soledades con otro que andaba por la vida tan solo como él. Todo el mundo sabe que compartir unos cimarrones no arregla los entuertos, pero sí hace más llevadero y tranquilo el momento de enfrentarlos. Eso dicen.

–          “¿Y? ¿Cómo estuve?”, preguntó el colorado entusiasmado.

–          “Bien, Pichón, bien. Estuviste un fenómeno”, le replicó el Gringo con tono bajo. “Yo sabía que tu tío no iba a traer cualquier cosa, por más aprecio que te tenga, si no servís, no servís, sabés… Es así. Me pone contento por vos, Pichoncito, me amarga un poco que hayas tenido que debutar justo en medio de una desgracia, eso sí. Igual, no te vas a olvidar más, ¡eh!”

–          “Gracias, Gringo, gracias. Al principio estaba un poco nervioso, pero después me fui soltando…”

–          “Se notó…”

–          “Sí, sí. Pero bueno, pasé por acá pa’ agradecer nomás.” Y ahí metió una pausa que al Gringo lo incomodó, sin saber bien por qué. Pichón hizo sonar fuerte el mate, se lo devolvió y siguió hablando. “Qué cosa lo del Lorenzo, qué cosa… Qué se yo, yo mucho no lo conocía y la verdad, Gringo, que me perdone Dios pero mucho no me importa el destino que vaya a tener ahora.”

El Gringo se lo quedó mirando fijo. Hubo un silencio breve que se quebró con el ruido del hojaldre del pastelito que Pichón acababa de morder. El Gringo se paró y se frotó las manos.

–          “Yo ahora tengo que salir. Cuidáme la choza un rato, si no vuelvo para las diez, andáte nomás. Ahí tenés un poco de pan y arriba de la repisa hay una botella”, dijo con autoridad, marcando cada palabra como para que el otro tuviera claro que no debía preguntar más. “Nada a nadie, ¿oíste?”

Nadie lo vio salir del rancho ni enfilar hacia el Sur por la calle de tierra. Tan apurada estaba su alma que recién en la esquina vio la franja oscura sobre el horizonte y el brillo filoso del lucero. Y así, como un malandra que se esconde en las sombras del crepúsculo, encaró para aquel lugar donde la última vez alguien no se había presentado.

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* dos guitarras y un cajón peruano

 

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Y un día nos pusimos camperos con el Sr. Blopas y salió este post en colaboración. Por supuesto, también está publicado en su blog «Proyecto Anecdotario». Es una gran oportunidad para que dejen comments en ambos blogs, o bien para que nuestros respectivos lectores se «entrecrucen». Ojo, esto es sólo la punta del iceberg…

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No joda, Gringo, usté estaba ahí arriba… ¡Dígame qué vió, carajo! La orden hizo temblar las paredes de la comisaría, hartas de olor a yerba y cigarrillo. El Gringo colgó los ojos de la nada y se cuidó de abrir la boca hasta no haber repasado mentalmente una vez más las imágenes de la noche anterior.

Temprano supo caer al baile ese nuevo peoncito, el Lorenzo. Apenas conchabado en la estancia ya tenía ganado un lugar entre las cejas de unos cuantos, meta andar hablando cosas y cosas que poco tenían que ver con el campo, siempre nos venía con ideas raras que no entendíamos del todo pero que por ahí nos dejaban pensando un rato. Entre esos que lo miraban de reojo estaba Barzola, el capataz. Tipo duro Barzola. Nos llevaba con mano firme. En la ronda de cimarrones de cada tardecita, el Lorenzo se ponía a hablar, parecía un cura, hablaba mucho y no se fijaba, no se medía. Algunos ya lo tenían como un bocón y le escatimaban la charla; y para cuando entró a bandearse y a opinar demasiado, el propio Barzola zanjó la cuestión. Mal negocio eso de andar cuestionando, y menos a él. “Pa’ pensar está la ciudad, acá se trabaja callado”, lo había advertido el capataz, y yo, en secreto, estaba de acuerdo. Nunca he sido de andar vigilando los asuntos del patrón, que Dios me lleve los dedos antes, pero el Lorenzo se estaba pasando. Además, ya le había echado el ojo a la Lucecita…

Yo lo vi entrar, y a la media hora de empezar el baile, entre aburrido y ansioso, Lorenzo ya se había acomodado en un rincón del patio. Parecía una estatua. A lo mejor no entendía demasiado la manera de divertirnos que tenemos por estos pagos. Tan gris estaba, tan opaco, que aun cuando no hubieran estado borrachos, los que bailaban no habrían notado su presencia; seguían girando por toda la pista, bañados en sudor. El piso de tierra se había hecho un remolino que se metía en ojos, bocas y sobacos sin pedir permiso. Sobre una tarima improvisada con tablones y caballetes los músicos amenizábamos la velada desgranando chacareras, valsecitos y zambas; siempre que había algún festejo nos enganchaban a nosotros para tocar. El Zurdo le daba a las bordonas como para el campeonato, y las dos guitarras sonaban casi afinadas; pero eso a nadie le importaba. Y anoche además trajimos a Pichón, el sobrino del Zurdo, un colorado entusiasta que le pegaba al cajón peruano como si fuera lo último que hiciera en su vida. ¡Tenía las palmas más rojas que la cabeza! Nos complementábamos de maravillas, a veces en tiempo y todo. Taba lindo el asunto, música, vino, empanadas, y todos contentos. Tanto que al ratito nomás ya se notaban los estragos del alcohol, las risas, los alaridos descontrolados y los turbios aromas del festejo. Y eso que recién estábamos entrando en calor. La Lucecita, la hija de Barzola, revoloteaba de lo más alegre con su pollera colorada. Estaba linda la Lucecita anoche. Es linda. Si no fuera la hija del capataz… Siempre bien dispuesta pa’ lo que fuera. Por lo bajo, las malas lenguas decían que le gustaba demasiado recostarse en los pajonales. Yo no sé, no hay que andar averiguando mucho de cosas que no son de uno. Y además quién es uno para andar juzgando, ¿no?. Yo la veía andar oronda por el patio, repartiendo empanadas y revoleando las trenzas con simpatía, a veces haciendo unos pasitos al ritmo que le marcábamos nosotros desde la tarima; cosechaba miradas a granel, pero ninguno se animaba más que a destinarle una sonrisa tímida, porque la ubicación es lo primero que se aprende por estos pagos. Eso y el respeto a Barzola. Sin embargo la Lucecita parecía muy interesada en Lorenzo; le bailaba cerquita, le hacía ojitos y le llenaba el vaso a cada rato pa’ no perder su atención, la muy zorra. Yo la miraba desde arriba. La verdá, no me explico qué le habrá visto al jetón ese, si no era gran cosa. Lo único que hacía era parlotear y chupar…Tendrá que ver con que parecía más tiernito que los demás, no sé; o por ahí le había llenado la cabeza a ella también con esa cantidad de palabras raras que conocía… En fin.

Volaban los dedos del Zurdo sobre un arpegio imposible, y yo forzaba la voz en el arranque de “Tristeza del hombre solo” cuando el tinto le aflojó la moral al Lorenzo y lo dejó abandonado a la buena de Dios. Se le metió el Diablo, como quien dice, ¿no? En un tiro tuvo a la Lucecita amarrada por la cintura, frentes y pechos bien juntitos. Ella ni protestó, eh. Parecían como envenenados bailoteando así por todo el patio. Recuerdo el momento en el que el colorado cerró los ojos y se despachó con un endemoniado solo de cajón fuera de ritmo. Fue justo mientras nosotros taconeábamos con fuerza en los tablones para disimular los pifies cuando el Zurdo me cabeceó para indicarme el paso firme de Barzola que avanzaba a los empujones entre la gente, con la mirada fija en la parejita y un bulto disimulado en la cintura. Supe que la Lucecita lo había visto llegar cuando se frenó en seco y dejó de bailar. Y ahí casi se me corta la voz, pero seguí con el estribo sin sacarles la vista de encima. Pichón seguía meta repique y el Zurdo me miraba como preguntando qué hacer. Cuando llegué al último verso, “…cerrar los ojos en mis noches de perpetua soledad…”, Barzola, cegado, enfurecido, en un solo movimiento manoteó a la Lucecita, la sacó del medio y se le encimó al Lorenzo. Desde la tarima parecía un abrazo, un simple cambio de pareja. Hasta me pareció que Barzola le decía algo al oído, pero un reflejo raro me dio en los ojos y no vi bien que pasó. En medio del estruendo percusivo del colorado y de nuestro empeño para que la música nunca parara, los hombres se separaron sin dejar de bailar. Y ahí mismito, el Lorenzo comenzó a temblar como un poseído, chocando con todo lo que se le cruzaba. Algunos de los borrachos lo festejaron, quizás pensado que estaba disfrutando del baile, pero cuando los dientes le estallaron contra el suelo muy pocos sonrieron. La sangre abandonó el cuerpo del muchacho por un tajo en su costado, y a la Lucecita se la llevó el padre a los tirones. En silencio guardamos las guitarras y nos fuimos pa’ la estancia.

No había lugar para el lamento.

Me va a disculpar, comisario. La verdá que no vi nada, dijo pausadamente el Gringo con su voz clara de tenor campero y los ojos clavados en el bigote reglamentario del oficial. Una vez terminado el interrogatorio se alejó por las veredas empastadas del pueblo, silbando entre dientes una zamba nueva para el repertorio.

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