* cerca

Como un cobarde, de los mejores, huí de lo que quedaba de mi día y me dediqué a sobrevolar las calles mugrientas de la Gran Rosario como un moscardón atolondrado, un bicho molesto con vuelo corto y torpe, por decirlo de una manera poética y no ahondar en las razones que me habían llevado hasta ahí, pero la realidad es que yo sabía en el fondo que aunque el cobarde escape nunca se deshace de los recuerdos, y los estigmas de su poco valor se le quedan impregnados en la piel. Esto no es Ámsterdam, pensé, pero las putas deben ser bastante solidarias, bueno, como todas las putas, también pensé eso, pero en el momento me arrepentí de haberlo pensado, porque sabía que todo lo que iba a encontrar iba a ser menores explotadas por gordos en musculosa, chorreantes de transpiración, o en el mejor de los casos un rejunte de cuarentonas fláccidas y reventadas. No es Ámsterdam, no, es Rosario, ciudad de lepra, bandera, canallas y comegatos, centro urbano potencial modelo ejemplar corazón de la provincia cuna de artistas y de chorros y de putas y de filos y de garcas y de otarios, la postal del interior próspero y degradante. Y yo huyendo. Corriendo en cualquier dirección con tal de no volver a enfrentarme a los días anteriores, a las horas anteriores, subiendo y bajando autopistas para no detenerme, para no pausar la retirada que ya había firmado tiempo antes sin darme cuenta.

Qué poca astucia, campeón, me dije mientras seguía manejando por las callecitas inmundas buscando luces rojas y carteles escritos a mano que invitaran a pasar un buen momento; en cada esquina me detenía un poco y trataba de averiguar de dónde provenía el olor espeso a guiso de pobre que se  me colaba en la nariz, hasta que entendí que toda la ciudad olía así, a decadencia y oportunismo, a desencanto y resignación. Qué poca astucia la mía al querer perderme en ese punto del mapa, un lugar horrible que no era Ámsterdam y que para mí no tendría que tener referencia de latitud ni longitud, para que nadie pueda encontrarlo, para que flote en la nada como vértice extremo de la desolación. Frené. Un farol tiraba una lucecita de mierda que caía perpendicular sobre la guantera. Fumé un cigarrillo, después otro, y un tercero. Estaba calmo, estaba ausente, era un insecto comiendo los restos de una bolsa de basura abandonada a la intemperie; bauticé la cosa como el Síndrome del Escultor: un hombre mediocre que cree que observando un bloque de piedra inútil puede, con su certero criterio y su poderosa observación, pulirlo, moldearlo y transformarlo en algo bello. Así, mis “placenteras” huidas trataban de mitigar la sensación de sentirme miserable hasta la náusea, sin lograrlo.

Arranqué, seguí derecho, doblé, retomé, volví a doblar. Adelante, atrás, alrededor, el desierto de la noche, el miedo a los márgenes, el ronquido grave de la oscuridad. Las calles eran los filamentos intermitentes de una ciudad en corto, odiada, de la que me quería esconder, las calles que no cambiaron ni un milímetro y se ven iguales a las que recorrí, de otro modo y con otras expectativas, en un pasado lejano y polvoriento. ¿Qué queda de ese tiempo? El mismo yo, que soy el mismo pero ya menos crédulo. Y todo me resultaba tan familiar que metía miedo. Me metí por una lateral y seguí manejando como todas las noches, a la deriva, pasando de un lugar a otro a través de un molinete infinito, que siempre me soltaba en caída libre por la garganta áspera y sofocante del embudo de los extramuros, que te absorbía con lentitud, paciencia y ferocidad.

En Ámsterdam las cosas deben ser muy distintas, pensé, esta misma calle podría llamarse igual pero sobre los cordones en lugar de yuyos desprolijos habría ramitos de albahaca bien cuidados y ordenadamente distribuidos, yo sería un ilustre colegiado dando un paseo distendido después de un gran día de trabajo, donde está ese baldío seguramente funcionaría un coffee shop, y no se escucharían los ladridos de los perros sino melodías serenas y relajantes saliendo por las ventanas de los departamentos. Es otro mundo, es otra cosa, allá los insurrectos no terminan tirados en una zanja como despojos, ni se los utilizaría como advertencia para los que siguen, allá, seguramente los sientan en un sillón tapizado símil cuero, les darían un vaso de agua y les preguntarían cortésmente, pero con seriedad y rigor, por qué hicieron lo que hicieron, o por qué no hicieron lo que debían hacer, o por qué pensaron en hacer algo que no les correspondía ni hacer ni pensar. Pero esto no es Ámsterdam. En determinados lugares las cosas se solucionan con rebenque, no con diálogo. Así somos, así nos tocó aguantar.

Dos horas después seguía girando. La calma se torna arisca siempre que sabe que la estamos buscando. Porque en definitiva eso es todo, vivir tranquilos, por eso es que hacemos lo que hacemos y tomamos las decisiones que tomamos. Tenía la garganta seca y las piernas cansadas de tanto manejar. Entré en el bar “La Liga”, el único que encontré abierto. No esperaba nada más que poder tomar algo en silencio y sin que nadie me molestara. Sobre la barra, y en cada una de las mesas, había una vela apagada. Por si se corta la luz, me dijo el mozo. Asentí por costumbre aunque me pareció de un pesimismo admirable. Un gran lugar, un pequeño confesionario donde sentirte sin culpa uno de los últimos guijarros lanzados al aire por la mano del que manda. Desde una foto colgada en la pared el Negro Palma me sonreía y me ofrecía la pelota con las dos manos. Terminé la sangría y decidí que lo mejor era emprender el regreso y dejar de pensar tanto. Salí, subí al auto, arranqué, empecé a volver despacio, muy despacio. En la esquina de la canchita vi, apoyada contra el alambrado, a una putita castaña, de quince o dieciséis años. Linda, nuevita. Los encantos de la prostitución se dirigen cada vez más hacia el plano de la perversión y el degeneramiento, por eso la mugre cada vez es más difícil de limpiar y erradicar de esta ciudad de mierda. La miré y me hizo un par de gestos. Le ofrecí llevarla con su familia o acercarla a algún lado. Me dijo que no y también me dijo pelotudo. Quien no quiere dejarse ayudar no merece ser ayudado. Arranqué. Por el retrovisor se iban yendo las luces de la Rosario guardada bajo la alfombra, mientras que por el parabrisas se me venía encima la ciudad de exportación y la sonrisa seriada. Fue una noche como otras, de impulso y de reflexión. Llegué a casa y guardé la cuchilla en el cajón.

 

 

9 Respuestas a “* cerca

    • Micromios, te cuento que escribí esto sin conocer la ciudad de Rosario. Sólo inventé y trasladé algunos conceptos. Luego, pocos días más tarde, pude ir a concerla y en algunas cosas tuve razón y en otras no tanto. Pero creo que da lo mismo cualquier nombre de cualquier ciudad, lo que sucede sucede en todos lados, y lo que se piensa, se piensa en todos lados. Saludos! Buena suerte y más que suerte!

    • Hola José, creo que en este cuento se juntan las tres alternativas que comentás: la marca, la ruina y el olvido. Cada quien sabrá con qué porción del todo se queda conforme. Salú!

    • En realidad el tema con preguntar o no, depende de si sabemos qué nos van a responder. Si sabemos, mejor no preguntar nada, y si no sabemos, confiemos en la buena voluntad del otro…aunque ahora que lo pienso, mejor no confiar en nadie. Mejor seguir dando vueltas por ahí hasta encontrar el salvoconducto. Salú!

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